Lviv, la crema de Ucrania
No son pocos quienes sueñan la Edad Media como un territorio de placeres bestiales, con sirvientas pechugonas y mesas interminables de jabalíes que crujen esponjosos cuando les arrancas una pata. Si usted desea bañarse en vino y masticar hasta que la salsa le resbale de la barbilla al pecho, con dos leones gruñendo a los lados, Lviv es su ciudad.
No son pocos quienes sueñan la Edad Media como un territorio de placeres bestiales, con sirvientas pechugonas y mesas interminables de jabalíes que crujen esponjosos cuando les arrancas una pata. Si usted desea bañarse en vino y masticar hasta que la salsa le resbale de la barbilla al pecho, con dos leones gruñendo a los lados, Lviv es su ciudad.
Un buen lugar para comenzar sería el museo-bar de salo (tocino), donde cuerpos desnudos lamen bloques de grasa con los ojos ardiendo de vicio y la Mona Lisa mece un enorme tocino veteado de rojo como si fuese un tesoro sanguinolento. Artsalo sirve el sebo transformado en estatuas blancas; los morros de Marilyn, la oreja de Van Gogh, Taras Bulba o penes gigantes componen un menú a degustar con vodkas vertidos en la mejor tradición del vaso alto. Este amor al salo tiene un pasado campesino y angosto: aquí los cachos de tocino brillante han nutrido generaciones completas en lo peor del invierno eslavo, haciéndoles hoy merecedores del más caliente homenaje.
Otro sello procaz resiste al fondo de las cantinas; es el fantasma del batyar, la variante local de macho ataviado con bastón, pajarita, bombín y cicatriz o tocha en dos tiempos fruto de largas peleas. Los lvivskie mitifican al batyar como ese creador de lenguaje callejero que adora bromear tras el humo de su pipa mientras mira los culos pasar, un símbolo de la irreverencia social anterior al Partido y el KGB, desde cuya prisión subterránea, clavada al pie de una colina, se podía ver Siberia.
Centro histórico de Lviv. Foto: Getty Images
Si a usted no le gustan los platazos carnívoros ni la cerveza de abadía, también puede mimar sus sentidos en el perfil austrohúngaro de Lviv, orgulloso de la escritura, los compositores patilludos y el café negrísimo con limón y un toque de coñac en taza de barro. Puede pasear descalzo por los adoquines de la Avenida Shevchenko y pararse a tomar té y pastelitos en el Café Cukiernia tras recorrer hileras de tumbas aristocráticas o relajar su oído en la Ópera.
Lviv pasó medio siglo XX probando descargas de fusilería merced al hambre polaca, rusa y alemana por engullir edificios color pastel, mantenidos hoy de puro milagro junto a un sinfín de estatuas, templos y plazas cuajadas de gente barbuda y libros ondulados por la humedad. Lviv (o Lvov, Lwow, Lemberg) es el ejemplo de reserva centroeuropea saturada por decenas de periodos, lenguas, religiones, repúblicas y reinos, de forma que para descifrar una sola de sus calles haría falta leer incontables volúmenes de historia y leyendas conservadas en el hablar popular.
Esta ciudad de leones dormidos quiere despertar al turismo con su nuevo aeropuerto, hijo de la Eurocopa, precios ridículos y calles todavía sin desvirgar por las marcas de siempre. Aprovechen.