La crisis de la esperanza: la juventud como el nuevo pobre

La crisis de la esperanza: la juventud como el nuevo pobre

¿Qué modelos de sociedad se sustentan en EEUU o en España si el porvenir que les espera a sus respectivas generaciones de jóvenes podría ser todavía mucho peor que el futuro de sus padres? Ahora es cuando las instituciones se alarman, se escandalizan, como si nada se hubiera visto venir.

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"El Niño es el padre del hombre;

Y yo podría desear que mis días estén

Unidos entre si por piedad natural".

William Wordsworth

¿Qué modelos de sociedad se sustentan en EEUU o en España si el porvenir que les espera a sus respectivas generaciones de jóvenes podría ser todavía mucho peor que el futuro de sus padres? Ahora es cuando las instituciones se alarman, se escandalizan, como si nada se hubiera visto venir. ¿Por qué se ha permitido llegar a esta situación?

Recientemente, la OCDE ha contabilizado en su zona a cerca de 17 millones de jóvenes que ni tienen empleo, ni estudian, ni reciben ningún tipo de formación (el denominado internacionalmente como grupo NEET), de los cuales aproximadamente 7 millones todavía buscan un puesto de trabajo, mientras que el resto ha dejado de intentarlo. Igualmente se ha identificado, como era de esperar, que los jóvenes que entran al mercado de trabajo prematuramente o con un nivel mínimo de estudios se convierten en el grupo más débil, no sólo por la dificultad de encontrar puestos estables, sino porque cuando ocupan un puesto de trabajo para el que no tiene la cualificación formal requerida suelen recibir sueldos un 8% por debajo del par que sí la tiene, y pueden llegar a tardar hasta 20 años en lograr una remuneración equivalente.

En España, antes de la explosión de la crisis, allá por 2006, cuando nuestra economía crecía más rápido que la alemana, el paro juvenil alcanzaba ya el 18%, 3 puntos porcentuales por encima de la media de la OCDE. Ese mismo año, un informe de este organismo ofrecía un diagnóstico del problema y lo acompañaba de un recetario sobre el que, como se ha demostrado, se trabajó muy poco. Dicho informe señalaba que uno de cada cuatro jóvenes dejaba ya la escuela con un nivel inferior a la educación secundaria superior (el nivel mínimo de competencias básicas para acceder hoy al mercado de trabajo). Además, la relación entre el sistema educativo y el trabajo se mostraba demasiado débil y el aprendizaje basado en una primera experiencia laboral se limitaba a los estudiantes de formación profesional, un grave error.

Pero la epidemia de la escasez de trabajo no sólo afecta a nuestro país; se extiende a otros muchos países europeos, como es el caso de Gran Bretaña. Prácticamente extinguida su capacidad industrial de manufactura, todo su PIB se concentra ahora en el sector servicios, y no da para todos. En abril, el desempleo entre los británicos aumentó en 70.000 personas, para un total de 2,56 millones, el 7,9% de su población activa. Y el paro juvenil creció en otros 20.000 más, quedándose a las puertas del millón de jóvenes en paro, en concreto 979.000. Además, el paro de larga duración continúa su enquistamiento, y se situó en los 900.000 desempleados, más del 50% menores de 30 años. En el mercado laboral británico, una de sus peculiaridades emergentes es que genera ya 31,3 millones de empleos que se reparten únicamente entre 29 millones de trabajadores, lo que indica la ascendencia del pluriempleo y de los "mini-jobs" para puestos de baja y de mediana cualificación, lo que grisácea a este país como un lugar socialmente confortable para vivir.

A escala europea, las medidas de choque que se proponen institucionalmente se centran en el diseño de programas de intervención en formación específica para recuperar perfiles poco cualificados y hacerles competitivos, siguiendo las experiencias de Dinamarca, Suiza o Austria. Y también en poner en funcionamiento programas de asesoramiento y colocación muy personalizados para que los jóvenes tengan una hoja de ruta factible, siguiendo el modelo de Japón, Holanda o Dinamarca. ¿Activar ese tipo de políticas resultaría ser suficiente y eficaz para tratar de erradicar o aminorar la enfermedad? No me lo parece, ya que incluso sumando la última medida prevista por Francia y Alemania estos últimos días para incentivar la contratación de jóvenes, continúo echando en falta una visión mucho más transformadora de los malos hábitos que nos han traído hasta aquí.

Es muy posible que más de la mitad de los seres humanos con más formación, talento e incluso genialidad que viven en la Tierra se encuentren ahora empleados en el mundo de los negocios. Esto implicaría que la imaginación más eminente de nuestra época se debería encontrar al servicio de la creación de empleo. Entonces, esta hipótesis convendría en un enunciado muy simple: las esperanzas de progreso deberían estar depositadas en la actividad de estos hombres y mujeres de negocios.

Sin embargo, el interés individual o privado no siempre coincide con el interés social o público. El interés particular por muy ilustrado que sea, no siempre es capaz de producir el interés público o el bien común. La experiencia ha demostrado que cuando un individuo actúa por separado persiguiendo sus propios fines, muy a menudo resulta ser demasiado ignorante o débil para lograr sus objetivos. Es por ello que surge el valor de uso de una agenda social viable que apoye a la persona, que le permita realizar su desarrollo individual a la vez que dicho desarrollo se asocia al progreso colectivo.

Los jóvenes españoles que emigran a Alemania y cuyas experiencias afloran de vez en cuando en los programas informativos o en las crónicas de los periódicos, ponen de manifiesto la carencia de un soporte público que desde España o la Comisión Europea les proporcione algún apoyo, ya sea asesorando o primando su iniciativa. Se encuentran solos, empequeñecidos y con muchas posibilidades de fracasar. Del mismo modo que, pero en sentido contrario, muchos otros jóvenes dejan de intentarlo demasiado fácilmente, carentes de una agenda personal cargada de valores, conocimientos y ambiciones, como si esperaran, en cierto modo, a que las cosas se arreglen por si solas. Por lo tanto, es absolutamente necesario tener ambas agendas, la personal y la social, armadas con recursos y accesibles para todos, si queremos que nuestros jóvenes puedan sobrevivir.

En 1930, John Maynard Keynes imaginaba el futuro de sus nietos a 100 años vista como un lugar donde la falta de trabajo no sería un problema acuciante, y donde el problema permanente de la Humanidad, el auténtico problema económico, la subsistencia, estaría resuelto. Confiaba en el progreso de la mentalidad social de las personas en detrimento de un individualismo imperfecto, y en el cambio técnico al servicio del interés público. Ambos factores necesitarían de unas instituciones que evitaran las guerras y los conflictos internos, unido a un control demográfico. En su visión concebía que, aún en un escenario tan optimista, el "viejo Adán" siguiera llamando a cada hombre para continuar trabajando, incluso aunque no fuera necesario. El incentivo por mejorar siempre debía estar ahí, presente, irrenunciable para generar curiosidad, avance y satisfacción.

Keynes recurrió a la figura teológica del viejo Adán para evocar un tiempo en que la acumulación de riqueza no era la prioridad de la vida: un mundo en que el hombre prefiere lo que es bueno a lo que es útil, y que honra a quienes pueden ayudarnos a aprovechar virtuosamente cada instante de nuestras vidas. La ética del trabajo keynesiana se conectaba así con la tradición romántica del trabajo artesanal, noble y comprometido.

Vista la trayectoria histórica, parece razonable pensar que la predicción de Keynes necesitará de 100 años más para cumplirse, y mientras tanto, la usura, la codicia y la cautela seguirán siendo dioses. En todo caso, el trabajo abundante era su pieza angular para producir prosperidad. La socialización de la economía sólo podía existir bajo la premisa del empleo. Y es este recurso el que continúa siendo escaso.

El avance técnico así como la planificación y acceso masivo de la ciudadanía a una educación avanzada, se han vuelto factores ineficaces para generar abundancia de nuevos puestos de trabajo. El sistema productivo, con su agenda de intereses y la aquiescencia de los ciclos económicos, continúa desbaratando los principios de equidad y progreso sobre los que aquellos factores son fundados originariamente. Esto provoca que la educación no pueda cumplir sus promesas, dado que el mercado sólo camina para satisfacer una Constitución al servicio de lo material. Y en el otro extremo, el cambio técnico, una vez destruye empleos rutinarios o en obsolescencia, está siendo mucho más lento de lo esperado para generar nuevos puestos de trabajo alineados con las nuevas necesidades tecnológicas.

El profesional originado en el sector educativo superior debe afrontar serias dificultades, incluso en el medio plazo, para encontrar trabajo en su sector de especialización. Si finalmente lo encuentra, difícilmente estará bien remunerado, y para rematar, puede que no haya adquirido el portfolio de competencias técnicas óptimas y necesarias para conectar con la demanda del ciclo productivo. Y este escenario, a mi juicio, puede agravarse todavía más. Veamos por qué:

Desde el año 2000, se ha producido una explosión en la oferta de trabajadores con educación universitaria procedente tanto de las sociedades ricas pero también, y aquí radica el cambio disruptivo que va amplificándose anualmente, procedentes de las sociedades emergentes. Es decir, se están multiplicando los efectos de la revolución en la calidad-precio de la mano de obra altamente cualificada. Por ejemplo, en China, en 2010, había 27 millones de jóvenes cursando estudios universitarios. El 65% de los doctorados en ingeniería de universidades de EEUU y Gran Bretaña durante la pasada década fueron otorgados a ciudadanos extranjeros y de fuera de la UE. Estas modificaciones implican que los procesos y productos con alto valor económico agregado ya no serán nunca más un coto occidental en términos espaciales y de capital basado en conocimiento. Un hecho perfectamente coherente con la estandarización de puestos de trabajo derivada de las funcionalidades y tareas simplificadas mediante las tecnologías digitales.

El marco de recompensas asociadas tradicionalmente con el estatus de la clase media educada en el nivel universitario está siendo reconfigurado hasta tal punto que sólo una minoría será capaz de poner en valor su ventaja educativa. Aunque sobre lo que no hay duda por ningún organismo es que el mayor porcentaje de nuevos puestos de trabajo que se generarán en los próximos 15 años serán para perfiles altamente cualificados; sin embargo, lo cierto es que no habrá para todos, la competencia será global, y las buenas condiciones materiales de esos puestos representarán solamente un porcentaje de su total. La tendencia se establecerá entre la calidad (cerebral) y el precio (cuerpo) dentro de un contexto globalizado y dual, polarizado entre una alta cualificación atada a salarios altos versus una alta cualificación atada a salarios bajos.

¿Cómo responderá el mundo educativo universitario ante esta incipiente avalancha de desigualdad? Como siempre, un porcentaje de los estudiantes se convertirán en la nueva generación de académicos, y sin duda estarán bien preparados gracias a sus estudios pre-doctorales y postdoctorales. ¿Qué ocurrirá con el resto, la inmensa mayoría, de los estudiantes? ¿Cuáles deben ser las respuestas sociales y los planes institucionales para que no deparen únicamente en rellenar puestos de trabajo pre-existentes sino para que sean capaces de crear puestos de trabajo para ellos mismos y para los demás? ¿Estamos construyendo los incentivos adecuados como para que los jóvenes tengan la suficiente confianza, ética y motivación?

La Administración de Barak Obama es plenamente consciente del problema que se cierne sobre EEUU en los próximos 10 años: crear empleos de calidad, y es por ello que ha puesto énfasis, al menos retórico, en impulsar una campaña que traslada el mensaje "Los estudiantes inventan el futuro". La épica a la que aspira una etiqueta tan prometedora consiste en salvar la creencia y hacer crecer la confianza en que EEUU sigue siendo la mayor superpotencia intelectual del mundo, pero lo que realmente encierra es el temor a no poder mantener ese sueño entre sus bases, mientras orienta el esfuerzo de becas y subvenciones públicas en potenciar el rendimiento y la vocación de los estudiantes dentro del paquete de asignaturas STEM (Science, Technology, Engineering , Mathematics), con el objetivo de ser capaces de suministrar suficiente mano de obra a las industrias tecnológicas de Palo Alto y Silicon Valley.

En cualquier caso, a principios de 2013, Gallup publicó en Washington un estudio que recogía cómo entre los menores estadounidenses de la escuela primaria y secundaria todavía se mantenía la creencia mayoritaria (en torno al 95%) en que resulta probable o muy probable que alcancen una vida mejor que las de sus progenitores cuando se conviertan en adultos. Y únicamente un 5% consideró que era improbable o muy improbable que lo lograran. El mito del sueño americano que se utilizó en la encuesta para delimitar el alcance de lo que se asume como una "vida mejor" comprendía nociones relativas y completamente materiales: llegar a tener una mejor casa, una mejor educación, y una mayor capacidad adquisitiva para alcanzar más calidad de vida.

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Detalle del informe de Gallup. Gráfico: AGP adaptado de Gallup.

Estos resultados contrastan con el sentir de los adultos a la hora de contestar a la misma pregunta en una encuesta realizada a finales de 2012, poniéndose de relieve la incertidumbre que acompaña a la coyuntura actual y la profunda división de perspectivas que caracteriza a la bipolar sociedad estadounidense. Así, el 50% consideró que resulta improbable que los menores puedan llegar a vivir mejor que ellos, frente al 49% que sí mantiene la esperanza. Este resultado es menos pesimista que el obtenido en 2011 cuando el 55% de los mayores de 18 años no creían en una vida mejor para sus hijos. Esta tendencia tan desesperanzada no se repetía desde 1995, durante la primera administración de Bill Clinton. Es cierto que el optimismo crece ente los votantes demócratas, hasta un 66% continúa confiando en las políticas de Obama para recuperar la prosperidad, mientras que la desesperación se apodera del votante republicano (apenas el 29% tiene la percepción de que el porvenir para sus hijos será mejor que el suyo).

La importancia que estos resultados cualitativos adquieren depende de si se acepta como cierta la doctrina de la estabilidad y la confianza para generar crecimiento económico. Por lo tanto, estaríamos aceptando que el modo en que la gente piensa sobre el futuro afecta directamente a la forma en que se comportan en el presente. Trasladado al escenario sobre cómo perciben su porvenir los jóvenes, suele darse una correlación entre los estudiantes que consideran que tener educación superior es la causa principal para tener un futuro lleno de oportunidades, y su inercia hacia realizar esfuerzos extraordinarios durante su periplo por la escuela (me refiero a todo tipo de actividades extracurriculares que aporten valor a su currículum). Por consiguiente, se establece, en términos generales, una proporcionalidad entre la confianza en el futuro y la productividad actual en términos educativos.

Pero esa correlación de confianza está en serio riesgo, ya que el sistema de transferencia entre educación universitaria versus mercado de trabajo está al borde de un crack nervioso. El pasado mes de febrero, The Wall Street Journal se hizo eco de un informe del Banco de la Reserva Federal de Nueva York, donde se advertía que la deuda total de los estudiantes estadounidenses en créditos para pagar sus estudios se había disparado un 51% en el período 2008-2012, acercándose al billón de dólares. Y lo más apremiante: la morosidad en los pagos alcanzaba al 35% de los jóvenes deudores menores de 30 años. El mercado de trabajo comienza a no ser capaz de absorber esa enorme deuda financiera adquirida por la supuesta mano de obra de remplazo.

El experto de Gallup, Jim Clifton, lleva varios años advirtiendo que la próxima guerra mundial no será una guerra por el talento de los perfiles más creativos, sino una guerra por un empleo digno. A su juicio, la mayor red de seguridad para mantener la paz y el desarrollo social y tecnológico radica en el empleo, dado que lo que ha permitido el nivel de bienestar del que ha venido disfrutando el mundo industrializado, ha derivado de la creación de 1.800 millones de puestos de trabajo formales en los últimos setenta y cinco años.

Todo ello nos enfrenta a un escenario de movilización trascendental suscitado por un modelo económico de competencia global: si un país no es capaz de crear puestos de trabajo, su sociedad se vendrá abajo, y las ciudades donde vivimos serán el campo de batalla donde se podrá contemplar con mayor virulencia la inestabilidad, el sufrimiento y el deterioro moral que el desempleo trae consigo.

El problema principal de liderazgo al que se enfrentan los gobiernos y los partidos políticos de Europa y EEUU para mantener a flote y sin revolucionar nuestro sistema de democracia representativa, recae en si serán capaces de frenar y recuperar el enorme volumen de potencialidad humana que se está perdiendo, personas en edad de trabajar que van cayendo progresivamente en la desesperanza y en una infelicidad peligrosa para la estabilidad institucional. Y esa infelicidad es fácilmente diagnosticable: "Necesito un buen trabajo". Y en la mayor parte de los casos hay muy pocas posibilidades de que puedan conseguir uno. Veamos unas cifras para resumir:

De los 7.000 millones de personas que habitan la Tierra, hay 3.000 millones que están trabajando o que quieren trabajar. La tensión brutal surge porque sólo hay disponibles 1.200 millones de puestos de trabajo a tiempo completo y con una retribución formal (una nómina sujeta a fiscalidad y a derechos de prestaciones sociales). El déficit es atronador. ¿Qué se hace con un ejército de reservas y de empleos precarios que asciende hasta los 1.800 millones de personas?

La reflexión de fondo se dirige a tomar conciencia de que tener, por ejemplo, un índice de paro juvenil en la UE del 26%, puede provocar en breve que la influencia ejercida por la política, la cultura, la fuerza militar, la religión y los valores morales para mantener la cohesión social y geoestratégica, termine por ser sencillamente diferente y con ello, que todo cambie.

De esta manera, aspectos como los derechos humanos, la investigación con células madre, los derechos de los homosexuales, la igualdad de las mujeres en el lugar de trabajo, etcétera, tendrán impacto no tanto en la medida en que afecten a elementos culturales sino en relación a cómo afecten al crecimiento del empleo. Y el efecto final que esto puede generar en la calidad de la democracia y en los mecanismos para mantener el equilibrio moral y la redistribución de la riqueza es algo que está por ver. Hay predicciones extremadamente optimistas que esperan que el PIB mundial crezca desde los 71 billones de dólares actuales hasta cerca de los 200 billones de dólares hacia 2040. La guerra radicará en la cuota que será capaz de absorber cada país procedente de ese supuesto y enorme crecimiento, lo que tendrá una relación directa con el número de buenos trabajos que cada cuál será capaz de generar.

Y mientras tanto ¿qué líneas de trabajo se podrían impulsar en España para contrarrestar la epidemia? Se me ocurre al menos hacer una aportación: en 2011 me llamó la atención el proyecto Aadhaar, desarrollado por la empresa de servicios tecnológicos Infosys para el Gobierno de la India. Consiste en crear un ID individual, una base de datos ubicada en la nube con información de todos los habitantes de la India. Aunque su objetivo urgente pasa por acabar con la corrupción que provoca que muchos pobres de las zonas rurales no sean capaces de tener acceso a las ayudas públicas, tanto por falta de alfabetización como suplantación de identidades para robar las subvenciones, lo cierto es que las posibilidades de evolución sobre este tipo de registro son enormes. Hasta ahora se ha logrado que se registren más de 300 millones de personas.

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Campaña del proyecto Aadhaar . Foto: Unique Identification Authority of India.

¿Para qué podría servir un ID avanzado dentro de una plataforma pública en los países más ricos como medicamento contra el desempleo? Imaginad que esos 300 millones de indios que he mencionado antes tuvieran un mínimo de recursos y educación, y pudieran agregar en sus respecticos IDs personales sus logros y cualificaciones educativas y profesionales. Imaginad que algunos miles se matriculan en una serie de módulos de aprendizaje online de diferentes instituciones académicas, tanto de su país como del resto mundo (por ejemplo, los Cursos Masivos Abiertos Online o MOOCs, para adquirir conocimientos de los mejores instructores mundiales), y que luego pueden acreditar que la combinación de todos esos cursos representan un título oficial. Está claro que para un país pobre o emergente, una funcionalidad de estas características, bien acompañada de medios tecnológicos, permitiría que muchas personas sin opción pudieran aspirar a una educación superior sin necesidad de ir a la universidad. Es uno de los escenarios posibles.

En el caso de un país como España, esa realidad tan aguda puede que no esté tan alejada, especialmente con el volumen de jóvenes con poca cualificación que hemos acumulado. Imaginemos ahora que el Estado español lanzara una plataforma consistente en un ID profesional donde toda la población activa pudiera registrarse y subir ella misma sus méritos, conocimientos y experiencia laboral, donde todo se pudiera acreditar fácilmente y no burocráticamente, y donde se pudiera optar a subvenciones en formación de un modo ágil y motivador, es decir, que el propio ciudadano pudiera seleccionar su opción formativa sobre cualquier oferta púbica o privada, nacional o internacional, especialmente de formación online. Imaginad lo que podría hacer un cuerpo de especialistas públicos en empleo gestionando esa base de usuarios hacia itinerarios profesionales útiles y hacia las demandas reales de cada sector. Y por último, imaginad que esta base pudiera ser consultada directamente por cualquier empresa del mundo para buscar el "talento" que necesita en cada momento, accediendo de manera automática a los incentivos de contratación. Es otro escenario posible.

En definitiva, parece de ingenuos considerar que el futuro, por si sólo, nos traerá un lugar fácil para vivir, educarse y trabajar. En el pasado, los jóvenes estudiantes, en la mayoría de las ocasiones, fuimos actores pasivos en las vías de la educación. En el futuro, los jóvenes tendrán que ser agentes auto-motivados, dispuestos a asumir toda la responsabilidad de su propio aprendizaje y del desarrollo de sus habilidades. Tendrán que entender cómo crear valor y actuar como los empresarios de sus propias carreras. Ésta parece ser la única opción de supervivencia que el poder le está permitiendo a los gobiernos en aras de la sostenibilidad: retirar el espacio del "Estado Benefactor" y, a cambio, aumentar el espacio para que el mercado se desenvuelva, dado que la unidad de acción social no es el ciudadano sino el consumidor, incluida la nueva figura del consumidor de educación y formación. Y es justo aquí, cuando admitimos este diagnóstico como una realidad inevitable, donde anida la crisis de la esperanza que nos rodea, y que se mantendrá perenne si en esa carrera por sobrevivir la brecha entre ricos, pobres y marginales se acelera, si la diferencia de recursos y calidad entre la educación pública y la privada se agudiza, y si la agenda social termina por ser incapaz de activar un marco igualitario material y cultural que la prevenga.

Hemos de ser conscientes que desde mucho antes del inicio de la crisis, las políticas sociales para paliar la pobreza en Occidente no se estaban dirigiendo hacia el objetivo de erradicarla, sino al propósito mucho menos exigente de hacer retroceder el número de personas con derecho a prestaciones bajo esa condición. Es decir, ahorrar. Y la carrera por el ahorro continúa. La lucha contra el desempleo, si se enfoca simplemente como una lucha por sacar personas de la estadística -algo que es lo que parece por el tratamiento de los datos que hacen algunas instituciones y medios de comunicación- con el fin de recuperarlos como consumidores activos para pagar sus créditos, perderá sus posibilidades curativas para mejorar el perfil moral del conjunto de la sociedad.

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Marco operativo para transformar la ética del trabajo en una ética de la vida. Gráfico: AGP.

No hace mucho, el filosofo francés Alain Finkielkraut nos recordaba lo que puede suceder si se pierde el norte ético en las relaciones sociales, contaminadas por el pragmatismo material, y señalaba cómo "la violencia nazi fue ejercida no porque gustara, sino por respeto al deber, no por sadismo, sino por virtud, no dando rienda suelta a impulsos salvajes, sino en nombre de valores superiores, con competencia profesional y teniendo siempre presente la tarea por cumplir".

La agenda personal que mencioné al principio que debemos tener todos nosotros activada ha de aspirar a ser una ética para la vida y no sólo una ética para el trabajo. Y eso es lo que se debe demandar a la agenda social que gestionan las instituciones públicas: la indiferencia moral no puede ser el acompañante de las soluciones racionales. O de lo contrario, y parafraseando a Zygmunt Bauman, las víctimas de esta guerra por lograr un buen empleo no serán únicamente los jóvenes sino "la humanidad de los que sobrevivan a la muerte". Por ello, me gusta imaginar que los jóvenes que luchan ahora por no ser los "nuevos pobres" serán mejores que nosotros en su lugar.