Ciudades I: Las decepciones del año pasado
Las ciudades tienen un gran potencial para experimentar e innovar: su escala permite aplicar soluciones de lucha y adaptación al cambio climático efectivas, tanto por suponer una parte muy significativa del impacto de la actividad humana global sobre el medio ambiente, como por incluir a proporciones manejables de la población mundial.
Foto: ISTOCK
En 2016, la ONU se apuntó varios tantos en la lucha contra el cambio climático, siendo los más prominentes la ratificación del Acuerdo de París, la clausura de Habitat III, y la 22ª Conferencia de las Partes en Marrakech (COP22). Para muchos, cada cumbre internacional sobre el clima es una decepción. Por ejemplo, Habitat III concluyó con la creación de la nueva agenda urbana; un documento de 175 párrafos, de los cuales unos pocos reconocen los obstáculos al crecimiento sostenible de las ciudades (múltiples formas de pobreza, las desigualdades y la degradación medioambiental) y el resto son aspiraciones o promesas para resolverlos (sin garantías). En definitiva, una larga lista de buenas intenciones, pero ninguna solución práctica. También el celebrado Acuerdo de París, que originariamente buscaba establecer un instrumento legalmente vinculante para garantizar el cumplimiento con los objetivos, al final tuvo que conformarse con contribuciones determinadas a nivel nacional (NDCs en inglés).
¿Por qué no se logra nada más ambicioso a nivel internacional? Principalmente, porque no existe el Derecho medioambiental internacional (como sí existe la legislación internacional sobre Derechos Humanos o sobre comercio internacional). Esto impide que tribunales internacionales puedan emprender acciones contra los Estados que no cumplan con ciertos estándares de protección medioambiental; es decir, que no es factible establecer instrumentos legalmente vinculantes. De hecho, entre los sistemas legales internacionales, sólo la Carta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos (CADHP) reconoce el derecho a un medio ambiente satisfactorio (artículo 24).
Por su parte, ni la Convención Europea de Derechos Humanos (CEDH) ni la Convención Inter-Americana de Derechos Humanos (CIADH) reconocen este derecho, por lo que el derecho medioambiental se deriva de otros derechos explícitamente reconocidos. En el caso de la CEDH, esto se hace mayoritariamente mediante el artículo 8, que reconoce el derecho al respeto a la vida privada y familiar. Los ciudadanos consiguen imponer su derecho a un medio ambiente de calidad a base de establecer vínculos directos entre casos de polución y el deterioro de la vida privada y familiar. Esto es claramente un resultado sub-óptimo, por decirlo suavemente, y en el caso de la CEDH impone una limitación de facto a casos de polución ambiental. En el caso de la CADHP y la CIADH, el derecho medioambiental se ha centrado en los derechos de pueblos indígenas, la primera reconociendo su derecho a un medio ambiente satisfactorio, y la segunda reconociendo su derecho a la propiedad de las tierras que habitan.
Como consecuencia de esta falta de legislación internacional, a las cumbres internacionales se va a definir los problemas y los objetivos, pero no a imponer soluciones. Esto deja a los gobiernos nacionales y sub-nacionales la responsabilidad de crear y aplicar planes de acción para alcanzar esos objetivos. En el caso de Habitat III en concreto, la responsabilidad recae en gran parte sobre las ciudades, que son tanto gran parte del problema como gran parte de la solución. Para que os hagáis una idea, una ciudad como Madrid cuesta al medio ambiente más de 11 millones de toneladas de CO2 y 1,7 millones de toneladas de basura al año.
Cabe aclarar que las ciudades tienden a tener un menor impacto medioambiental directo per cápita, en comparación con las medias nacionales (esto se debe por ejemplo al transporte público o al menor tamaño medio de vivienda), aunque el impacto indirecto (debido principalmente a un mayor consumo de bienes y servicios) suele ser mayor. En consecuencia, las ciudades tienen un gran potencial para experimentar e innovar: su escala permite aplicar soluciones de lucha y adaptación al cambio climático efectivas, tanto por suponer una parte muy significativa del impacto de la actividad humana global sobre el medio ambiente, como por incluir a proporciones manejables de la población mundial. "Incluir" puede significar, simplemente, que nos digan qué podemos y qué no podemos hacer, o que como ciudadanos nos impliquemos en la definición y evaluación de los objetivos y soluciones.
En los 17 años que llevamos explorando el siglo XXI, mi principal fuente de optimismo ha sido la democratización del conocimiento. El conocimiento viaja hoy en nuestros bolsillos, es barato y fácilmente accesible. Aunque aún nos queda superar el problema del sesgo de confirmación y el peligro de convertirnos en una sociedad post-verdad, el potencial está ahí. Y más aún en las ciudades, donde la diversidad de arenas sociales nos permite confrontar múltiples puntos de vista y así optimizar nuestras decisiones.
Los próximos dos artículos hablarán de soluciones concretas que se están implantando en diferentes ciudades para hacer frente al cambio climático. Que el sistema internacional no nos dé la receta para resolver nuestros problemas no es, bajo mi punto de vista, ni deseable ni posible. Y aunque esto le resulte decepcionante a muchos, no puede servir de excusa para que las ciudades y sus ciudadanos no nos subamos al escenario.
PD: Si os interesan los ejemplos concretos de casos de derecho medioambiental mediante el uso de tribunales de derechos humanos, algunos casos famosos sobre los que podéis buscar información son, en Europa: Fadeyeva vs Rusia, Hatton vs Reino Unido, o López Ostra vs España; en África: Ogoni vs Nigeria; y en América: Comunidad Mayagna (Sumo) Awas Tigni vs Nicaragua.