"Me metí a cura porque no quería aceptar mi homosexualidad"
Federico nació en 1959, en Ávila. La primera bofetada que le dio la vida fue con 17 años. Su madre le denunció ante la policía por ir con "malas compañías", que le aplicó la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social de 1954. "En resumen, multar o meter en la cárcel a todas aquellas personas que suponían un problema moral para el régimen y la sociedad de aquel entonces", recuerda. "Dentro del disgusto con mi madre tuve suerte porque la denuncia no se hacía efectiva hasta noviembre. Pero un mes antes llegó la constitución de 1978, y se derogó esta abominación". Mientras revive su historia le enseña a Cristina, lesbiana de 20 años, cómo se le erizan los pelos de los brazos. "Fue una época tremenda. Éramos considerados enfermos, trastornados, dementes y sucios. Lo teníamos todo. Sin embargo, las nuevas generaciones no habéis tenido que pasar por eso".
A pesar de compartir una misma sexualidad se notan los 32 años de diferencia entre ambos. Cristina no comparte la idea de que a las nuevas generaciones de homosexuales les venga casi "todo rodado". "Los gais estáis socialmente más aceptados, sin embargo a las lesbianas nos siguen señalando, incluso la gente joven". Cristina recuerda cuando iba al colegio y estaba en Bachillerato. "En los viajes mis amigas no querían dormir conmigo porque decían que las iba a tocar. Somos igual que los demás, no por ser lesbiana te gustan todas las mujeres, ni mucho menos".
Las palabras de esta joven corroboran los diversos estudios llevados a cabo por el Colectivo de Lesbianas, Gais, Transexuales y Bisexuales de Madrid (COGAM) en institutos españoles. Según Ángel Lázaro, voluntario de la organización y promotor de talleres impartidos por el colectivo en las escuelas, una de las reacciones más comunes antes los gais y las lesbianas es la de "rechazo y sobresalto" cuando se plantea a los estudiantes que tal vez su mejor amigo o compañera de pupitre es homosexual. "En España, a pesar del avance en los últimos 10 años y la concienciación social entorno a la homosexualidad, todavía hay mucho que hacer sobre todo con los adolescentes y las futuras generaciones. Hay que explicarles que existen otro tipo de opciones sexuales como la homosexualidad, bisexualidad, transexulidad y por supuesto la heterosexualidad", comenta.
Tanto Federico como Cristina reconocen que dentro de los propios colectivos hay discriminación. "En el caso de las lesbianas nosotras mismas nos estigmatizamos; si no llevas camisa de cuadros y no vistes como una marimacho ya te miran mal". No obstante ella lo tiene muy claro: "Hay que romper con los tópicos". Por eso no duda en fomentar su feminidad con unos pantalones cortos vaqueros, una camiseta blanca de tirantes y pintándose las uñas o maquillándose. Federico aprovecha para corrobora las palabras de Cristina: "Antes de reconocer mi homosexualidad era el más homófobo de todos, no aceptaba esta condición y conmigo todavía menos… Esa fue una de las razones por las que me metí a cura", comenta mientras se ríe.
Cristina se sobresalta en la silla, mira atónita a Federico. No sale de su asombro. "Como militante de FELGTB había escuchado muchas historias sobre padres y madres que deciden salir del armario después de casado, ¡pero ir para sacerdote!". "Sí y del Partido Comunista, imagínate" se apresura Federico a contestarle.
El abulense aprovecha la ocasión para relatar uno de los mejores momentos de su vida. "Vengo de una familia humilde. Como muchos de mi generación meterse en el seminario para poder estudiar era una de las mejores opciones, así que cuando me escapé de casa me metí en la Congregación de la Obra de la Pequeña Providencia, con los orionitas".
Federico recuerda su vida religiosa con mucha serenidad. Los libros se convirtieron en su refugio. Fuera de la sociedad "no sentía, no padecía", pero pronto llegaron las reprimendas y los reproches por parte de su hermandad. "Me mandaron a cuidar de unos niños huérfanos, jugaba con ellos… pero el ladrón se cree que todos son de su misma condición", apostilla serio mientras alza su dedo acusador.
"Me advirtieron de que no les tocara, porque la piel de los niños es suave como la de las mujeres y eso llevaría al pecado". Al poco tiempo "me echaron". La orden arguyó que su "sitio no estaba ahí", "vamos, por maricón". Federico cayó en una depresión. Se sentía rechazado por todos —su familia, su congregación— y optó por la vía más fácil: buscar una chica, casarse y tener hijos. Pero no era feliz. Un día, su mujer le propuso ir al psicólogo, y fue ahí donde se liberó del todo.
Federico retoma la palabra con un largo suspiro: "Cuando acepté mi condición fue el momento más horrible de mi vida, todo se tambaleó y lo peor fue cuando tuve que decirle a la madre de mi hija que no era el objeto de mi deseo. Fue muy doloroso para todos y aún más para la niña". El abulense, con semblante serio, lamenta el daño que le hizo en su día a su familia, pero a largo plazo "era lo mejor para todos". Dentro de esta vorágine de sentimientos vio la luz gracias a su "pequeña". "Recuerdo que me miró y me dijo: 'papá tu eres gai ¿verdad?, ¿por qué sigues viviendo con mamá si ella no te gusta?', en ese instante comprendí que no había vuelta atrás". Aunque tuvo que cumplir los 36 años e ir tres al psicólogo para poder asumir su nueva condición sexual. A Cristina también le ocurrió lo mismo. Estuvo hasta los 15 años yendo a terapia. "Me ayudo mucho, fue la primera persona junto con mi hermano que me veía como una persona normal con una orientación sexual distinta a la tradicional".
"Hemos avanzado pero debemos seguir trabajando, aún queda mucho por hacer" afirman ambos. Federico es educador social y trabaja en la Fundación 26 diciembre. Cristina es estudiante de periodismo, le queda un año para licenciarse pero colabora con la Federación Española de Lesbianas, Gais, Transexuales y Bisexuales (FELGTB). "La universidad y Madrid fueron mi salvación", reconoce mientras apoya su mano contra su pecho. Esta zaragozana recuerda el día que le dijo a su madre que era lesbiana. Hoy lo cuenta con mucha guasa, pero no fue sencillo. "Mi madre no cesaba de preguntarme qué me pasaba. Decía que si era por un chico, pero ya no pude más, y mientras sacaba la compra en la cocina le grité: ¡Una chica, joder…una chica! Fue el drama familiar." Ahora, siete años más tarde, sabe que su madre se arrepiente de llevarla a un psicólogo para "tratarla" y ha aceptado su condición sexual, aunque todavía "no está preparada para conocer a mi novia". Mientras Cristina relata su salida del armario, Federico la mira sosegado con las manos cruzadas y asiente con la cabeza; entiende perfectamente a esta veinteañera.