Orwell, Hitler y Trump
Incluso antes de la llegada de Donald Trump, el mal uso del lenguaje ha sido, en muchos aspectos, más traicionero y corrosivo que la plaga de la que nos advertía Orwell. Pero Trump ha llevado esta maniobra a un nuevo nivel.
La semana pasada recurrí a la espléndida novela de Philip Roth, La conjura contra América. Esta semana, recurro a George Orwell.
En 1946, cuando Europa estaba saliendo de la ruina de la Segunda Guerra Mundial -un caso genuino de matanza en masa, no como la matanza ficticia del presidente estadounidense-, Orwell escribió el clásico ensayo sobre la seducción de la propaganda: La política y el idioma inglés.
La mayor parte del ensayo, que suele ser lectura obligatoria en las clases de Inglés o de Literatura, advierte de cómo una redacción rancia lleva a un pensamiento desordenado. Pero la parte más original es esa en la que Orwell destripa la propaganda.
Junto a su magnífica novela, 1984, que escribió en 1949 a modo de advertencia distópica de las prácticas totalitarias que se asimilan en las formas de pensamiento totalitarias, estas dos grandes obras nos han dado el adjetivo "orwelliano".
En 1984 descubrimos los eslóganes oficiales del partido: "La guerra es paz. La libertad es esclavitud. La ignorancia es poder", lemas que no son más que meras parodias del comunismo y el nazismo.
"La libertad es esclavitud" no se aleja mucho de la infame consigna que puede leerse en las puertas de Auschwitz, "Arbeit Macht Frei" ("El trabajo os hará libres").
Y el lema "La ignorancia es poder" parece ser el credo y el modus operandi de Donald Trump; ignorancia tanto por sí mismo como por su público.
El objetivo de Orwell eran los eufemismos embellecidos, que utilizaban mayoritariamente los partidos y los Gobiernos de extrema izquierda o de extrema derecha. Si se pudiera persuadir a la gente para aceptar estas redefiniciones, quizá también se podría alterar su concepción de la realidad.
En Política y el idioma inglés, Orwell hizo gala de las metáforas y la redacción pretenciosa: "El pulpo capitalista ha cantado su canto del cisne". Pero iba completamente en serio con respecto a su punto de vista político. Escribía lo siguiente:
"Los pueblos indefensos son bombardeados desde el aire; sus habitantes, obligados a huir al campo; el ganado, alcanzado por las metralletas; las casas, envueltas en llamas por culpa de las balas incendiarias: esto es lo que se llama 'pacificación'. A millones de campesinos les arrebatan sus tierras y les queda seguir la carretera únicamente con lo puesto: esto es lo que se llama 'traslado de población".
Cabe destacar que Orwell escribió estas palabras dos décadas antes de la guerra de Vietnam. Incluso antes de la llegada de Donald Trump, el mal uso del lenguaje ha sido, en muchos aspectos, más traicionero y corrosivo que la plaga de la que nos advertía Orwell.
Los ejemplos de Orwell se inspiraban tanto en Gobiernos totalitarios como en partidos democráticos de izquierda o de derecha. En Estados Unidos, que es una democracia, los dos partidos principales han hecho uso del lenguaje orwelliano (aunque los republicanos bastante más que los demócratas).
Trump ha llevado esta maniobra a un nuevo nivel. Pero los esfuerzos orwellianos previos allanaron el camino.
Hubo una época en la que la mayoría de las leyes tenían nombres técnicos o descriptivos, como la Ley Glass-Steagall, la Ley Nacional de Relaciones Laborales de Estados Unidos, la Ley de Educación Elemental o la Ley de Educación Secundaria. Desde el gobierno del presidente George W. Bush, a las leyes se las ha tratado como oportunidades de marketing.
Tras el atentado del 11 de septiembre de 2001, la administración Bush se apresuró a hacer realidad la lista de deseos de fiscales y agentes de vigilancia excesivamente entusiastas. Se sometió a tortura a las iniciales de una nueva ley hasta que se convirtió en la Ley U.S.A. P.A.T.R.I.O.T.; la "Ley Patriota", para abreviar. ¿Qué patriota podría estar en contra de la Ley Patriota?
Y, hablando de tortura, a esa actividad, prohibida por las Convenciones de Ginebra, se la ha rebautizado como "interrogatorio mejorado". A enviar a presos estadounidenses a cárceles ubicadas en países aliados en los que la tortura no está limitada se le llama "rendición". Si un documento había sido censurado, ahora se le denomina "clasificado". Por desgracia, incluso la prensa ha sucumbido a este tipo de prácticas.
Como habría observado Orwell, "censurado" es una palabra neutra. Pero la censura nos suena a algo a lo que querríamos oponernos o de lo que, al menos, sospecharíamos. "Clasificado" es una palabra insípida, poco familiar y burocrática que sugiere un proceso neutral y supuestamente justificable. Y a la administración Obama esa palabra le pareció tan útil como a Dick Cheney o a Bush y compañía.
Después de la Ley Patriota, se convirtió en algo habitual que los dos partidos pusieran nombres propagandísticos a las leyes, aunque los republicanos eran reincidentes. Una de las peores leyes de educación de la historia de Estados Unidos -que después fue repudiada por ambos partidos porque se basaba exclusivamente en enseñar para aprobar un examen- se llamaba "The No Child Left Behind Act" (que podría traducirse como la "Ley de Ningún niño se queda atrás"). ¿Quién podría estar en contra de algo así?
Los defensores republicanos de los vales de comida en los comedores escolares, conscientes del sólido apoyo con el que contaban los colegios públicos, empezaron a llamarlos de una forma más siniestra: "Colegios del Gobierno". Cuando el presidente George W. Bush financió un programa de medicamentos subvencionados dirigido por una serie de compañías de seguros, se cercioró de llamarlo "Medicare Part D", ya que Medicare fue un programa público que contó con apoyo generalizado (aunque su programa de medicamentos consistiera en regalarle dinero a la industria farmacéutica y no tuviera nada que ver con Medicare).
Pueden parecer nimiedades, pero es una de las tendencias en el ámbito del uso del lenguaje que han enrevesado y degradado el discurso público y que han preparado el camino para el trumpismo. En su punto más extremo, esta tendencia aviva la capacidad de los demagogos para persuadir a los ciudadanos de que arriba es abajo o de que lo blanco es negro.
Fox News, la cadena de televisión por cable más flagrantemente sesgada, fue la primera en poner en práctica esta tendencia con su eslogan "Fair and Balanced" ("Justa y equilibrada"). Como todos sabemos, Fox es un órgano de propaganda, mientras que los respetables nuevos órganos -desde el periódico The New York Times hasta la red de radio NPR- hacen un esfuerzo por separar los hechos de las opiniones.
Mucho antes de que llegara Trump, el Partido Republicano hizo de las mentiras un arma más de su arsenal: desde sus mentiras sobre el Obamacare hasta las cifras presupuestarias falsas pasando por las falsas disputas por los votos fraudulentos.
Trump ha embellecido esta técnica mintiendo y luego acusando a los que le critican de mentir, hasta que el debate se enreda sin solución. Trump fabrica historias de cartón piedra y luego acusa a los medios de dar "noticias falsas".
Adolf Hitler fue el primero en acuñar un término para denominar a la técnica que consiste en repetir una mentira tantas veces que la gente llega a creérsela. Él la llamaba "Gran Mentira".
Con la negación de la existencia del cambio climático y la negación de que Obama nació en Hawái, Trump ha desempolvado la Gran Mentira. Pero va un paso más allá de los clásicos Grandes Mentirosos y niega haber negado lo que negó.
Como escribió Jonathan Swift en 1710, "la falsedad vuela y la verdad llega cojeando detrás de ella, para que cuando todo el mundo se desengañe ya sea demasiado tarde". O como reza la cita que erróneamente se le atribuye a Mark Twain, "una mentira ya se ha recorrido medio mundo mientras que la verdad aún se está poniendo las botas". Nos hacemos una idea.
La estrategia de Trump consiste en inundar la zona: en sembrar tantas mentiras que para cuando se le impugne una ya habrá soltado varias nuevas; y parece creerse incluso las mentiras que contradicen a otras mentiras. La ignorancia es el punto fuerte de Trump.
En su primer discurso como presidente, Trump afirmaba que Estados Unidos era víctima de una terrible oleada criminal, cuando la realidad es que la tasa de criminalidad es la más baja de los últimos 30 años. Los republicanos que demonizaban la Ley de Cuidado Sanitario Asequible se lamentan por los altos costes extra, cuando la realidad es que todos los cambios que quieren hacer los republicanos harían subir los deducibles y los copagos. Y la lista sigue...
Trump ha resucitado la Gran Mentira. Pero, por patético que parezca, también recurre a las Pequeñas Mentiras.
En su primer día como presidente, la principal preocupación de Trump era si había asistido más público a su investidura que a la de Obama. Aunque era fácil verificar que acudieron más ciudadanos a la ceremonia inaugural del gobierno de Obama, o a la Marcha de las Mujeres que se celebró al día siguiente de la investidura de Trump, el magnate mandó a su secretario de prensa a despotricar contra los medios por omitir detalles favorables con respecto al público que había tenido. El portavoz de prensa, Sean Spicer, dijo como mínimo siete mentiras que podrían descubrirse con facilidad.
Me siento un poco mejor que el día de la investidura; en parte por la derterminación política y la buena actitud que se demostraron en las distintas marchas de las mujeres, pero también porque se va notando que a Trump le empiezan a temblar los cimientos.
Llamémoslo "nueva separación de poderes". El círculo más íntimo de Trump es un pozo de serpientes formado por personas como Steve Bannon, Reince Priebus y el cuñado del magnate, Jared Kushner. Trump no está en sintonía con los miembros más importantes de su propio gabinete, que, a su vez, no están en sintonía entre ellos. Los arranques de improvisación de Trump, igual que su repentino apoyo por una cobertura sanitaria universal, suelen servir para poner palos en las ruedas al congreso republicano.
Es posible que Trump desee ser un total dictador, pero Estados Unidos sigue siendo una democracia. Las mentiras pueden funcionar durante las campañas, pero llega un momento, cuando se intenta gobernar, en el que la realidad tiende a entrometerse. Al final, la verdad acaba poniéndose las botas.
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Robert Kuttner es codirector de la revista 'The American Prospect' y profesor de la Brandeis University's Heller School. Su último libro se titula 'Debtors' Prison: The Politics of Austerity Versus Possibility'. Puedes seguirle en Facebook.
Este artículo fue publicado originalmente en 'The World Post' y ha sido traducido del inglés por Lara Eleno Romero.