Inteligencia artificial
Inteligencia artificial; realidad aumentada; Internet de las cosas; big data; software adaptativo; realidad virtual; aprendizaje profundo; aprendizaje adaptativo; robótica... Siento necesidad de ponerle algún orden a ese revuelto de cosas, a ese caos, para poder trabajar con él. ¿Cuál es el problema que nos está interesando en todo ese tejido de palabras y conceptos al que nos enfrentamos? ¿Con qué pregunta nos aproximamos a él?
Inteligencia artificial; realidad aumentada; Internet de las cosas; big data; software adaptativo; realidad virtual; aprendizaje profundo; aprendizaje adaptativo; robótica... Siento necesidad de ponerle algún orden a ese revuelto de cosas, a ese caos, para poder trabajar con él. ¿Cuál es el problema que nos está interesando en todo ese tejido de palabras y conceptos al que nos enfrentamos? ¿Con qué pregunta propia nos aproximamos a él?
No quiero leer tendencias, quiero entender qué quieren decir para nosotros esas tendencias. Dónde ellas nos estimulan, dónde nos amenazan y dónde no nos interesan ni un poco. La agenda tecnológica en sí misma importa a los tecnólogos, no necesariamente a los demás; y muchos menos nos alcanzan las justificaciones tecnológicas per sé como razón de la búsqueda y las expectativas. Creo que la educación necesita construir su punto de vista, su lugar de interpretación y valoración de esas agendas digitales para poder entrar en ellas y jugar el juego que se viene. Si no, no sé si acabaremos como víctimas, pero sí acabaremos como una instancia pasiva, quieta e hipotecada en el curso tecnológico de las cosas.
Percibo que Google siente que sabe quién es en todo esto; yo no sé ni quién es Google ni -lo que es mucho peor- quién soy yo aquí. Google invierte como si supiera y va por el coche autónomo con aquella decisión y desarrolla DeepMind con aparente seguridad y entusiasmo. Facebook bendice escenográficamente la realidad virtual en febrero, en Barcelona, como para que todos sepamos que eso será de ellos. Yo -mientras-, como muchos otros, cojo las cosas a fragmentos y trato de conectar esto con aquello sin mucho éxito. Voy viendo venir las máquinas que piensan, como casi todos; veo las realidades aumentadas por todos lados, aunque atraviesen muy poco mi vida cotidiana y la de los que me rodean; sé que mi TV tiene Internet y que con eso se abre a todo lo de más allá; comprendo el potencial que no uso de mi celular; visualizo y deliro con la orgía de cálculo de la big data y, como la mayoría, me imagino los mil progresos; soy consciente de lo que se me escapa y respeto lo que no entiendo. Sin embargo y pese a todo, intuyo que está faltando algo de sentido en todo eso; que hay una especie de prisa que se justifica casi por la prisa misma.
Por eso voy a intentar encontrar un punto de partida, un axioma básico que me organice un poco. Nos dicen que vamos tras la máquina inteligente y que parece que lo estamos logrando o que vamos a lograrlo o que ya se ha logrado; y entonces me pregunto, ¿y para qué? A mi -y creo que a la educación como mirada social en general- no me interesa esa agenda. Al contrario, me da desconfianza. No me maravilla el coche autónomo porque no acabo de ver lo que aporta y puedo conjeturar lo que podría perjudicar. Tampoco me deslumbra que el AlphaGo (que ahora es un software y ya no la súper máquina DeepBlue de IBM, porque los marcos simbólicos han cambiado) le gane al Go a los campeones. No me gustan los robots y no soporto las juguetes-mascota con software.
Sé que cada una de esas cosas se justifica por la tecnología misma, que se supera cada vez, pero no veo por qué debería interesarnos y deslumbrarnos de la misma manera a todos los demás. Quiero invertir la lógica de raciocinio a ver si vuelve sentido para este lado. No me interesan demasiado las máquinas humanas pero me preocupan mucho los humanos mecanizados. Y me da la impresión de que una cosa tiene que ver con la otra. Como el camino de la reproducción artificial de la inteligencia va por el lado del cálculo y las máquinas aprendiendo por el refuerzo y el automatismo, entonces lo que vuelve para nosotros en las escuelas y universidades es que a la inteligencia humana (que es nuestro objeto de estudio y trabajo) debemos programarla, entrenarla por repetición y refuerzo, automatizarla hasta volverla máquina. Quiero decir, de esa tecnología deviene una ideología pedagógica que me inquieta, cuando menos. Y una psicología prefreudiana.
Yo sé... sí, yo sé que las cosas y las tecnologías son más complejas que eso y que al final esas máquinas simples pero potentísimas están acabando por imponerse a nuestras inteligencias sofisticadas, heurísticas, intuitivas, asociativas y demás, en más de un desafío, con el que deberíamos estar validando -y estamos perdiendo- las hipótesis que trato de defender; lo sé.
Pero aún así, no me resignaría. Que una mole de músculos potentes y tecno-sincronizados le robe el balón a Neymar no me prueba que por la vía de moles de laboratorio como ésas obtendremos talentos como éstos. Simplemente, es que hemos perdido algunas batallas; y ganamos otras, casi todos los días, más discretamente. Neymar también, claro. Podría ser que una máquina infernal de cálculo combinatorio alguna vez se imponga, pero eso no prueba que el camino sea ése. Y mucho menos prueba que el método para desarrollar las inteligencias humanas sea el mismo que nos está dando éxito en el desarrollo de las máquinas.
No me abono a la agenda que sigue con pasión el desarrollo inteligente de las máquinas; me alisto, por el contrario, a la que se regresa al análisis de la inteligencia humana a partir de ese periplo exploratorio por las maquinitas. Yo estoy interesado en las personas y no en las máquinas. Estas, si sirven, sirven como medio para profundizar en aquéllas, y no al revés. No quiero que la escuela programe a los alumnos para tener resultados, quiero que los alumnos de las escuelas desarrollen su capacidad de programar lo que deseen programar -empezando por sus vidas. Yo quiero un mundo de gente con máquinas y no de máquinas con gente. Me interesa mucho más Hassabis, el hombre de 39 años que está en Londres por detrás de DeepMind, que DeepMind mismo. La inteligencia del que está tratando de reducir la inteligencia a un algoritmo es lo que me desvela y me desafía; no su eventual éxito o su probable fracaso.
La inteligencia es cosa compleja. Como los insectos a la selva, ella nos ha salvado hasta acá de la depredación absoluta. Le debemos respeto; respeto político, también. Debemos cuidarla, incluso de las máquinas. El demasiado celebrado adaptative learning quiere adaptar a los alumnos a un curso y no los cursos a los alumnos. Persigue la eficiencia del curso, no la identidad del alumno en su proceso de aprendizaje. Y así vamos mal. Para ellos se trata de que Diana aprenda mejor álgebra y no de que Diana defina si se interesa o no en el álgebra; o de que lo aprenda por el camino que ella sea capaz de construir. Nos traen su lógica a nuestro quehacer con el mismo afán de reducción a cálculo con el que entran en todo. Un exceso de cosmovisión ingenieril; una sobredosis de híper racionalidad mecánica. Una falacia que acabará develándose.
La inteligencia que respeto es la ininteligible y quisiera que las máquinas -y las compañías de tecnología- también lo hicieran. La tecnología como sustitución eficiente me parece poca cosa. Si la inteligencia artificial se justifica a sí misma porque nos sustituye sin deudas mayores, no le encuentro el menor sentido; no veo para qué. Si no es eso, entonces aún no la entiendo; ni a ella ni a la caterva de conceptos que vienen como pegados a ella o a los que ella está pegada. Dicen que es para que nos concentremos en lo que mejor hacemos o en lo que mejor nos hace, pero no me consta, porque cada vez que nos caracterizan después de las sustituciones parecemos más seres súper holgazanes que personas geniales. Quiero que a Google le interesen las personas y no veo que anden por ese camino, aunque lo digan. Eso prueba -una vez más- que las personas, entre otras capacidades, sabemos mentir muy bien.