Sánchez-Ayuso: institucionalización en ruinas
"El concepto de institucionalidad es tan potente y claro que hasta las dictaduras intentan adueñarse de él".
La funcionalidad y la estabilidad de una democracia representativa sustentada en el sufragio universal y en el estricto respeto a los códigos de derechos humanos se basan en la institucionalidad. Es decir, el contrato social que entraña ese modelo pluralista es gestionado por una serie de instituciones coherentemente vinculadas entre sí por relaciones de complementariedad e interdependencia, independientes de las personas que ocupen los puestos de responsabilidad.
El concepto de institucionalidad es tan potente y claro que hasta las dictaduras intentan adueñarse de él: el franquismo manoseó hasta la náusea aquel lema torticero, “después de Franco, las instituciones”, para significar que la estructura política prevalecería sobre las personas, aun después de la desaparición del dictador. El ardid no fue eficiente porque al intento le faltaba un ingrediente indispensable e irrenunciable: la legitimidad. Legitimidad que sí tiene, de forma indiscutible, el régimen emanado de la Constitución del 78.
Viene esto a cuento, es obvio, del encontronazo entre los titulares del gobierno del Estado y del gobierno de la Comunidad Autónoma de Madrid, que no sería realmente relevante si una de las partes no hubiera interrumpido la condición deliberativa de la relación. Dicho de otra forma, tiene escasa importancia que los titulares de ambas instituciones se arrojen los trastos a la cabeza en el fragor del debate político, pero es muy grave que la enemistad produzca una inadmisible incomunicación. Para muchos que asistimos con entusiasmo a los primeros y arduos años de la normalidad democrática, uno de los símbolos más estimables del cambio político experimentado por este país fue el de las ‘escenas de sofá’ que protagonizaron González y Fraga, en la que el exministro de la dictadura y el flamante presidente del gobierno democrático debatían civilizadamente y sin alzar la voz las cuestiones de la agenda.
El enfrentamiento a cara de perro entre Sánchez y Ayuso alcanza en sí mismo una trascendencia anecdótica. Ayuso tiene claras aspiraciones políticas que van más allá de su actual función y Sánchez aprovecha cualquier resquicio para desgastar a la derecha opositora. Lo único realmente grave de este asunto es que se haya cruzado la frontera de la institucionalidad. El jefe del poder ejecutivo no puede negarse a ser controlado por las cámaras parlamentarias; el presidente de una comunidad autónoma no puede declinar la invitación del presidente del gobierno a reunirse para debatir; el alcalde de una localidad no puede negarse a mantener una interlocución directa con el presidente de una comunidad autónoma… Y todos los actores están obligados a respetar y acatar la materia constitucional, esto es, la Carta Magna y las principales normas de desarrollo, especialmente las procesales, que marcan las pautas a las instituciones.
Lo grave de todo este asunto, y lo que justifica estas líneas, es que esta manifestación excesiva de detestación y de enemistad que tiene consecuencias bloqueantes para la política nacional se produce en momentos de grave tensión social de la ciudadanía. Aquí estamos acostumbrados a manifestar en la calle nuestras discrepancias ideológicas pero acaba de nacer, como quien dice, un fenómeno bastante más grave: surgen las primeras manifestaciones de ciudadanos que esgrimen lo que consideran injusticias intolerables, con independencia de coloridos políticos. Los jóvenes y no tan jóvenes están indignados porque es cada vez más difícil resolver el problema de la vivienda para las generaciones emergentes. Y abunda cada vez más, hasta extremos inconcebibles, la llamada “pobreza laboral”, es decir, la insuficiencia de rentas de la clase trabajadora, de modo que cada vez es más frecuente que trabajadores a tiempo completo sean incapaces de sacar adelante la economía de su unidad familiar. Sin embargo, cualquier lector puede hacer el ejercicio de observar las portadas de la prensa de hoy: bien poco espacio obtienen estos problemas de fondo, frente a la descripción de todos los desentendimientos públicos y privados que caracterizan a la clase política.
Los grandes teóricos de la ciencia política han definido la democracia como el mejor método conocido de resolución de conflictos. De hecho, un régimen democrático como el nuestro es, ha de ser, la herramienta capaz de resolver los problemas colectivos y de avanzar hacia el progreso y la felicidad. Si quebramos sus estructuras, las instituciones, estaremos dando pasos hacia la parálisis, la resignación y la involución. Deberíamos reflexionar sobre esta evidencia todos, sin excepciones.