La arbitrariedad del Tribunal Supremo

La arbitrariedad del Tribunal Supremo

"El Tribunal Constitucional, muy probablemente, echará por tierra la chirriante doctrina. Pero si el Supremo decide seguir forcejeando, será el Tribunal Europeo de Derechos Humanos el que lo haga, para bochorno de los desautorizados".

Exterior del Tribunal SupremoEFE

En 2018, Antonio Muñoz Machado publicó un artículo en La Vanguardia sobre jueces y política, en el que arrojaba claridad sobre la naturaleza de este binomio frecuentemente conflictivo. Y decía entre otras cosas: «El juez, en verdad, nunca ha podido actuar aislado de la política porque, como observó P. Calamandrei, siempre ejecuta decisiones políticas que formula el legislador. Pero aun en tales casos es el legislador el que adopta la decisión política fundamental. Esta relación del juez con la legalidad sólo se torna patológica cuando aquel adopta decisiones políticas directamente, sin la intermediación del legislador o sobreponiéndose a él. De vez en cuando aparecen en los estados de derecho individuos de esta clase: se los ha denominado petits juges en Francia, pretori d’asalto o toghe rose en Italia; jueces estrella entre nosotros”.

Me ha venido a la mente aquel trabajo al ver no solo la decisión del Tribunal Supremo de negar la amnistía a los condenados por delitos de prevaricación relacionados con el 1-O de 2017 sino también al leer la literatura jurídica que el hecho ha provocado. Como es conocido, la Sala Segunda del Supremo se ha negado a amnistiar a los condenados por prevaricación en el juicio del ‘procés’. El argumento es peregrino: la ley de amnistía ordena amnistiar a aquellos condenados por prevaricación que no se hubieran enriquecido personalmente. El juez, sin embargo, corrige al legislador: según su curiosa teoría, cualquier prevaricador se enriquece siempre, ya que al utilizar dinero público evita pagar de su propio pecunio el objetivo ilegítimo que persigue. En otras palabras: si los acusados en el procés hubieran pagado el despliegue soberanista de su propio bolsillo, no serían prevaricadores. Pero, como recuerda en su voto particular la magistrada disidente del Tribunal, Ana Ferrer, en ningún caso en anteriores resoluciones la sala apreció “un ánimo de enriquecimiento personal en los condenados señora Bassa y señores Junqueras, Romeva y Turull, entendido como mejora de su situación patrimonial o de evitación de su disminución. Un ánimo tendencial, tal y como lo describe el apartado 4 del artículo 1 de la Ley de Amnistía, que guiara los actos de aquellos con ‘el propósito de obtener un beneficio personal de carácter patrimonial”.

El argumento del auto retuerce la ley (no la interpreta) pero además el juez que lo utiliza falta a su deber al no acatar la ley. Y no solo la ley sino también su espíritu, dicho sea en honor del omnipresente Montesquieu. Sobre este particular publicó el miércoles en El País un gran artículo el catedrático de Procesal Jordi Nieva-Fenoll. El trabajo, titulado “Ley de amnistía: el Tribunal Supremo se resiste”, el articulista afirma que estamos en un momento de agresividad del poder judicial contra los poderes ejecutivo y legislativo, como lo prueba “el último auto del Tribunal Supremo en el que se niega —con una sola voz discrepante— que el legislador quisiera amnistiar el delito de malversación. No es ya que afirmar algo así sea negar la evidencia por todos sobradamente conocida. Lo hacen, además, algunos de los magistrados que firmaron la sentencia de condena, lo que no deja en buen lugar su imagen de imparcialidad, que es lo importante para el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, por mucho que lo sucedido no se inscriba exactamente en ninguna de las causas de recusación de la Ley Orgánica del Poder Judicial española. Al final, se trata de magistrados que condenaron a los reos y que, con destacable vehemencia, se resistieron por activa y por pasiva a la mejora de su régimen penitenciario, asimismo a sus indultos, y que ahora quieren eludir la aplicación de una ley, nada menos, que también favorece a los reos”.

Es imposible que los magistrados que han producido el referido auto no sean conscientes de la debilidad de su posición y de la muy probable derrota de sus tesis en las instancias superiores. El Tribunal Constitucional, muy probablemente, echará por tierra la chirriante doctrina. Pero si el Supremo decide seguir forcejeando, será el Tribunal Europeo de Derechos Humanos el que lo haga, para bochorno de los desautorizados. Felizmente, lo que ha de prevalecer en democracia es el espíritu de la ley, la voluntad última del legislador. No hemos llegado hasta aquí para consentir que, dictada la voluntad popular y esculpida en el BOE, tengamos que cambiarla por una interpretación arbitraria y personal de la norma.