La fiebre de la etiqueta y sus consecuencias
Ha nacido la fiebre de la etiqueta, otro de los signos de nuestro tiempo.
Conforme el mundo se hace más complejo, más necesidad tenemos de buscar formas de manejarlo. Y, como somos de la especie homo narrator, lo mejor que sabemos hacer es usar palabras y frases. Es evidente que podríamos buscar las nuestras propias pero, con el auge y la popularización de los medios sociales, resulta mucho más sencillo apropiarnos de las que el incesante torrente de contenido va generando. Y así ha nacido la fiebre de la etiqueta, otro de los signos de nuestro tiempo.
Una de las cosas que más nos gusta es separarnos en generaciones: los boomers, los millennials, los genz y así sucesivamente. Estamos más tranquilos si queda clara cuál es la diferencia entre nosotros y el resto de los mortales, porque “nosotros contra ellos” es un juego en el que somos expertos desde que éramos bebés como humanidad. Y eso a pesar de que haya ciertos cuarentones disfrutando de los mismos videojuegos que muchos adolescentes, y ciertos adolescentes a quienes arrebata la misma rumba que a muchos sesentones. El caso es ordenar y separar, porque los matices estorban y complican más una realidad ya de por sí complicada.
Nuestra procedencia geográfica también comprime en una sola palabra un torrente de significados: que si los italianos, los norteamericanos, que si los andaluces o los catalanes. Parece que el lugar donde uno ha nacido le aporta una serie de características de personalidad que son más potentes que los genes, y por eso nos negamos a creer que haya catalanes manirrotos o italianos que vistan mal. La simplificación que requiere nuestro manejo del mundo mete a cada uno en una caja en la que no cabe más descripción que el mero gentilicio. Y de la que, por supuesto, es imposible salir.
Pero es en las relaciones entre personas donde quizá esta costumbre de etiquetarlo todo muestra sus mayores repercusiones. Sobre todo porque la jerga pseudopsicológica de la autoayuda nos ha brindado a todos suficiente munición como para salir airosos de cualquier situación. Y por eso nos hemos armado de una serie de expresiones que, una vez más, denotan nuestro afán clasificador. Por ejemplo cuando decimos que alguien “va de” lo que sea, como en la expresión “Andrés va de motivado”. Al decir esas cuatro palabras Andrés queda en el acto clasificado en el grupo de los que sienten más pasión por el trabajo que los demás. Grupo que hay que evitar, porque de otra forma acabará imponiendo sus madrugones y su mala costumbre de llevarse tareas a casa.
O como, por ejemplo, cuando usamos la expresión “la típica”, como en la frase “Dolors es la típica madre pesada”. Dolors es, inferimos, una de esas “mamás” cuyo tema único es su única hija y una preocupona de libro, alguien cuya primera acción al inaugurar su maternidad fue armarse hasta los dientes de botes de Betadine y de Dalsy. Dolors es, por descontado, una enciclopedia andante de aconteceres infantiles y la pesadilla del grupo de Whatsapp de progenitores y tutores legales y, por descontado, de todas y cada una de las maestras de su niña. Y continuará por siempre llevándole el bocadillo si se le ha olvidado, aunque eso suponga hacer tres transbordos hasta la universidad y aunque su hija sea la rectora magnífica.
Con todo ello, la situación es mucho peor cuando hablamos con alguien que está pasando por una situación difícil, sea esta haberse quedado sin trabajo, un divorcio de los que escaldan o una enfermedad grave. Nuestro repertorio simplificador enseguida nos sugiere expresiones como “de todo se sale” o, peor aún, “todo va a ir bien”. Es muy difícil que alguien que está en cualquiera de esas situaciones confíe en que va a salir de donde está, primero porque quien se lo dice, en general, carece de experiencia en esa situación en particular y, segundo, porque su interlocutor no es ni Nelson Mandela ni Frida Kahlo, esta última no por artista sino por el dolor físico que fue capaz de soportar. Y es más difícil aún que esa persona tenga la convicción de que todo va a ir bien, sobre todo porque esta es una ley apócrifa no registrada en ninguna parte dentro de las que gobiernan el funcionamiento del universo. Es decir, en la mayoría de las situaciones, sobre todo cuando arrancan, no hay apenas indicios sobre cómo se van a desenvolver o a resolver. Es verdad que hay malas historias que acaban bien, tanto como que hay a quien se le enquista una enfermedad y es infeliz toda la vida, y como que hay gente que acaba muriendo tras una de ellas.
A veces es necesario volver a recordarnos que el mapa no es el territorio, que diría Korzybski y constatar que nuestras frases hechas, por cada vez más pobres, escasas y breves, tienden a perder poder descriptivo y, mucho más, poder predictivo. Anegando a la vez nuestra capacidad de empatía y escucha verdadera. Porque, si prestáramos atención de verdad, nos daríamos cuenta de que las personas y las situaciones son, afortunadamente, inclasificables. Y esto nos acercaría más al territorio y menos al mapa, haciéndonos cargo de mejor manera de lo que le pasa a esa persona que sufre, y tomando conciencia de que lo que en realidad busca es nuestro consuelo, no que le disparemos a bocajarro una frase leída con prisa en una taza de desayuno.