Tira el síndrome del impostor por la ventana (de Johari)
Las personas que lo sufren lo hacen porque piensan que los demás están equivocados al ver en ellos cualidades que no tienen.
Soy un fraude, no sé hacer nada y no merezco la vida que tengo. Es más, ni siquiera merezco que alguien me quiera. Haría mejor en largarme de aquí cuanto antes, meterme en una cueva y no salir de ella jamás. Ha sido un tremendo error considerarme igual a los demás, porque no lo soy. Ni lo seré nunca.
Línea más, línea menos, palabra más o palabra menos, esto es lo que suelen sentir a veces las personas que padecen (o padecemos, que esto está más extendido de lo que parece) el síndrome del impostor. Es la sensación de que estamos ocupando un sitio que no nos pertenece, aunque nadie parezca darse cuenta. Y de ahí el consecuente miedo de que alguien nos delate y deje al descubierto la pobre persona que, pensamos, en realidad somos.
El síndrome del impostor es muy doloroso porque socava la identidad misma de la persona. La hace sentirse pequeña y vulnerable. Por eso hay que tomárselo en serio. Tan en serio que, para empezar, deberíamos evitar que se convierta en la nueva falsa modestia. Es decir, cuando alguien se siente realmente capacitado para algo, pero afirma tener el síndrome del impostor para quedar bien ante los demás. Esta forma de actuar, además de impropia, es injusta para con las personas que realmente lo padecen.
Lo mejor que pueden hacer las víctimas del síndrome del impostor es tirarlo por la ventana. En concreto, por la ventana de Johari. Este esquema, que vio la luz a mediados del siglo pasado, explica que, en cada persona, hay cuatro cuadrantes (como si fueran los cuatro cristales en los que los cuarterones dividen una ventana):
- Lo que la persona conoce de sí misma y los demás también. Esto equivaldría más o menos a nuestra vida pública.
- Lo que la persona conoce de sí misma pero los demás no. Aquí están nuestras intimidades y secretos.
- Lo que la persona no conoce de sí misma y los demás tampoco. Aquí habitan muchas de las habilidades o valores que emergen en situaciones críticas, sorprendiendo a los demás e incluso a uno mismo.
- Lo que la persona no conoce de sí misma pero los demás sí. Esto es lo que los demás ven en nosotros, pero nosotros no tenemos la capacidad de ver. Porque hacerlo sería como vernos los ojos (sin un espejo, claro).
Este último ámbito es el más interesante para desenmascarar al síndrome del impostor, nunca mejor dicho. Porque es donde habitan todas esas valoraciones (y cariños) que los demás nos prodigan y para los que no encontramos explicación.
Las personas que sufren del síndrome del impostor lo hacen porque piensan que los demás están equivocados al ver en ellos cualidades que no tienen. Cuando en realidad no es así. Lo que ocurre es que los demás saben cosas de nosotros mismos que nosotros mismos no sabemos. Esto tiene que ver con el interrogante más dañino que se hacen las personas que sufren este síndrome, y es por qué, si sus fallos y defectos son tan visibles, nadie, o sea, los adultos responsables, inteligentes y capaces que les rodean, se dan cuenta de ello. No es que los vean o dejen de verlos, es que están mirando hacia otro sitio. Un sitio al que la propia persona no tiene acceso.
Un ejemplo claro es cuando alguien nos halaga por algo y nosotros no somos conscientes de haber hecho nada especial. Muchas veces es porque quien nos halaga ha tenido malas experiencias con otras personas que han hecho lo mismo que nosotros, pero, quizá algunas fueron bruscas, otras egoístas, otras interesadas y algunas más tal vez chapuceras o engreídas. Como nosotros no somos nada de eso, la persona que nos ha pedido la tarea ve una diferencia (ojo, esto es importante: es una diferencia clara, objetiva, no es una invención). Sin embargo, como nosotros siempre procedemos de ese modo, no somos conscientes de la enorme diferencia que hay entre nuestro proceder y el de esas otras personas. En resumen: esa acción cae dentro de ese ámbito de la ventana de Johari que los demás ven y nosotros no.
A menudo no somos conscientes de hasta qué punto somos transparentes a los ojos de los demás, solo por el hecho de que las personas con las que interactuamos guardan un registro comparativo de nuestra manera de ser y proceder respecto a la de otras personas. Sin embargo, aunque este análisis sea sencillo y evidente, hay constataciones de mayor calado que pueden ayudarnos a desmontar fácilmente el síndrome del impostor y así ayudar a quien lo sufre.
Por ejemplo, hay que considerar que el síndrome del impostor es, sobre todo, una sensación, una emoción. De inseguridad, ansiedad o miedo. Y aquí es donde radica el traspiés que aboca a muchas personas a vivir su angustia: porque una emoción nunca debería ser una prueba de no competencia, al igual que tampoco debería serlo de competencia. En otras palabras: que una persona se sienta de una determinada manera no es una prueba de nada. Simplemente es una expresión de su subjetividad. Porque lo mismo ocurre con lo contrario, es decir, que alguien se sienta capaz de algo no es equivalente a que en realidad pueda lograrlo.
La siguiente clave es aún más poderosa y está basada en uno de los más devastadores principios que explican el comportamiento de los seres humanos: la profecía autocumplida. Esto es, el mecanismo según el cual los peores temores de alguien acaban cumpliéndose, solo porque sin darse cuenta va manipulando sus acciones hasta que lo logra. Si el síndrome del impostor cae en las garras de una profecía autocumplida, o sea, si alguien de verdad no se considera merecedor de lo que tiene, corre el riesgo de autosabotearse hasta que realmente su comportamiento haga que deje de merecerlo. Por eso hay que tomarse este síndrome en serio y salir de él cuanto antes.
Otra de las claves que pueden ayudar a desactivar el síndrome del impostor es pensar que este fenómeno se basa en una comparación entre las propias virtudes o habilidades, como causa, y lo que obtenemos con ellas, como consecuencia. Sin embargo, el mundo no funciona así. La relación entre lo que hacemos y lo que conseguimos no es ni mucho menos directa. Influye mucho la suerte y, por descontado, lo que los demás hacen o dejan de hacer. Es decir, al igual que puede haber una persona que piense que no se merece lo que tiene, puede haber otra que piense que se merece lo que no tiene. Pero lo importante es que una y otra estarían más tranquilas si se dieran cuenta de que el Universo no conspira ni a favor ni en contra de ellas, y que la realidad es mucho más compleja de lo que en realidad piensan.
Por eso es mejor dejar de observarse tanto y no estar echándole un pulso constante a todo. Disfrutar de lo que tenemos, venga de donde venga y no desesperarnos cuando no conseguimos lo que queremos. Eludir la presión de la productividad como forma de vida, salirnos de la rueda de hámster de la mejora constante, dejar de atar nuestra autoestima a nuestros logros, y en general, no dedicarnos a establecer juicios sumarísimos sobre nuestra persona, que es, por definición, imposible de evaluar, porque nadie podrá calcular jamás cual es el valor de una vida. Y dedicarnos a disfrutar nuestro breve tiempo en este mundo, que a eso hemos venido.