El huevo de la serpiente entre tanta belleza
Lo único regular —"regular" en el sentido de "constante", no en el sentido de "mediocre"— de toda la gala fue la lluvia.
¿De verdad hay que tomar partido ante la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos? ¿Hay que decidir si uno se alinea con los que dicen que fue la mayor basura woke de la Historia o con los que aseguran que jamás se vio espectáculo tan sublime bajo el sol —lo del sol es un decir—? Pues no voy a poder decantarme tan claramente a favor de una u otra opción, lo que suele resultar nefasto para una columna de opinión. Lo único regular —“regular” en el sentido de “constante”, no en el sentido de “mediocre”— de toda la gala fue la lluvia. Así que no me queda más remedio que explicar de forma muy extrema los motivos por los que no tengo una opinión extrema. Incubamos el huevo de la serpiente entre tanta belleza, que no sabemos cuál de las dos fuerzas terminará imponiéndose. Vamos allá.
Fue indignante soportar la basura de Imagine, la peor canción jamás escrita y la prueba de que hasta los grandes genios pueden ser unos sinvergüenzas. Su mensaje no puede ser más neoliberal: los males del mundo están producidos por actos subjetivos de voluntad individual, así que los podremos corregir con el mero deseo de corregirlos. Anda, quítate de delante, John. Fue maravilloso haber convertido la ciudad más monumental del mundo en un decorado para una ceremonia planetaria. Fue cargante lo barato del recurso para ofender a monjas basado en presentar una Última Cena —¿qué tiene que ver con Francia?— ejecutada por drag queens. Fue delicioso ver a Lady Gaga defender a golpe de talento el espíritu del baudeville con una melodía tan difícil como seductora.
Cansa a dios que la diversidad sea sólo diversidad en los aspectos sexuales de la ropa y el maquillaje. ¿Dónde se celebró la diversidad de todo el arco de la discapacidad, la diversidad en las religiones, la diversidad en las edades? ¿Por qué ningún número recordó la diversidad intelectual, ideológica, las diversas clases sociales? Qué diversidad tan homogénea. Y qué maravilla fue ver La balsa de la medusa vacío, con sus personajes bajados del cuadro en el Louvre para seguir el desfile por la ventana. Qué gozada el homenaje a Les misérables. Qué flojito —e inexplicable para el que no conozca los entresijos de esta industria— el gag de los Minions. Qué alegórico que, entre todas las feministas conmemoradas, Simone de Beauvoir no quisiera subirse a su pedestal ante la intuición de lo que se avecinaba.
Y qué importa todo lo dicho hasta aquí tras escuchar el Himno al Amor de Edith Piaf, en la digna boca de Céline Dion. Piaf, como siempre hace, volvió a poner todas las cosas en su sitio. La môme barrió toda la arrogancia, todo el narcisismo, la lluvia se detuvo para escucharla y volvimos a la época en donde “Barcelona” no la cantaban una persona homosexual y una persona obesa, sino Freddy Mercury y Montserrat Caballé. El hombre enfermo de Parkinson que encendió el pebetero en Atlanta 96 no era un hombre enfermo de Parkinson, sino Muhammad Ali; y muchos no supimos que Antonio Rebollo, el arquero de Barcelona 92, padecía una discapacidad. “El cielo azul puede caer sobre nosotros, y la Tierra podría colapsar: no me importa si me amas”. Vivan los Juegos Olímpicos de París 2024.