Un día mi mujer me dijo que tenía que hablar conmigo. Pensé que había pasado algo o que se había roto algo de la casa y que teníamos que cambiarlo. Cuando me senté con ella, me dijo que estaba embarazada. No podía ser. Yo ya era demasiado viejo. Tenía 51 años.
Ser padre (o madre) consiste en aceptar el cansancio. Es aceptar dormirse en el cine, en el teatro, delante de un libro o delante de la tele. Dormirse no sólo en una ópera de Rossini, sino también ante un taquillazo... Y también consiste en hacer una cruz en los fines de semana.
No hay ningún problema en absoluto en que dejéis vuestros bañadores mojados y toallas húmedas en cualquier superficie, ya sea el suelo o la barandilla, donde queráis. Yo prefiero amontonar la ropa, pero bueno, vosotros ¡sed creativos! Ah, y no olvidéis que lo mejor de todo es poner la ropa en superficies con madera pintada.
En mis primeros días como mamá, leí muchos manuales para padres, al doctor Google y a gente cualquiera que escribía en foros y que (quiero pensar) tenían algún problema con las mayúsculas de su teclado. Los consejos son buenos hasta cierto punto. Si no los filtras, te abruman.
Estos días estoy reflexionando sobre el reto de la crianza y lo hago con un buen montón de libros sobre la mesa. Por un lado los expertos que proporcionan una visión que aporta serenidad y tranquilidad a los padres. Y por el otro la perspectiva de la madre sobrepasada.
Cuando me llegó el turno de la paternidad, me sumergí en ella de cabeza, y he dejado, contento y agradecido, que me redefina como persona. Una consecuencia imprevista es que ahora lo veo todo desde la perspectiva de un padre. A veces, eso viene bien. Otras, puede irritar a mis amigos sin niños.