La visita de Rodrigo Rato a Fernández Díaz contada por su perrita Lola
El tal Rodrigo Rato llegó sobre las diez de la mañana y nada más verle entrar me di cuenta de que ya le conocía, porque me dije está más gordo, y no podría haberme dicho eso a mí misma si no le hubiera visto al menos en una ocasión anterior y bastante más delgado, claro.
A petición popular, aquí va (por enésima vez) mi versión del encuentro entre el amo y el tal Rodrigo Rato, que tuvo lugar el pasado 29 de julio en el Ministerio del Interior. Si hay exageraciones u omisiones, si hay detalles que figuraban en mi primera versión y hoy ya no alcanzo a recordar, es porque esta polémica visita tuvo lugar hace la friolera de veinte días, que para una perra son una barbaridad, porque nuestra esperanza de vida es ridícula, comparada con la de un ser humano. Y además, la coquetería nunca me ha impedido reconocer que tengo ya más de siete años, la vista cansada, el oído cada vez más débil y la memoria tan llena de agujeros como un queso Emmental.
El tal Rodrigo Rato llegó sobre las diez de la mañana y nada más verle entrar me di cuenta de que ya le conocía, porque me dije está más gordo, y no podría haberme dicho eso a mí misma si no le hubiera visto al menos en una ocasión anterior y bastante más delgado, claro. Recuerdo que pensé al verle: joder, si frisa ya la obesidad, lo pensé así, con el verbo frisar, que es un verbo que le he oído alguna vez al amo y me ha gustado, porque no lo usa casi nadie, igual que el sustantivo mayordomía, que también me lo he apropiado desde que lo empleó el amo en la comparecencia, para explicar cual era, a su juicio, la función de los escoltas.
El tal Rodrigo Rato ya me había caído mal la vez anterior, porque ahora me acuerdo que pasó de mí olímpicamente (era de esos que te miran como diciendo tu sitio no es este, bicho, vete a correr al jardín), pero ese día (ahora recuerdo que estábamos en casa del Gobernador del Banco de España), el tío me cayó aún peor, porque en cuanto me vio se acercó a mí y me hizo una caricia en el cogote, que fue como de enfermo de Parkinson, con mucha sacudida, gritando ¡Lolaaaaa!, como si fuéramos viejos amigos y a él le encantaran los perros; y además me hizo daño al acariciarme, porque apretaba mucho, como esas abuelas que pellizcan a los nietos en los carrillos cuando les hacen carantoñas y los dejan viendo las estrellas y con los carrillos en carne viva. El ¡Lolaaaa! le quedó tan falso que sentí vergüenza ajena y pensé tío, si no te gustan los perros, no nos abochornes con tu postureo canino y me di cuenta de que lo hacía para quedar bien con el amo, porque sabe que me tiene mucho aprecio, y como venía a pedirle favores, quería entrarle bien desde el principio. Como suele decirse, "Por la peana se adora el santo", y era evidente que la peana era yo y el santo era, como no podía ser de otra manera, dada su conocida adscripción a la Obra, el amo.
Me mortifica tener que reconocer que el amo no estuvo a la altura de las circunstancias, porque en vez de esperar dignamente a que el tal Rodrigo Rato recorriera la distancia desde la puerta hasta donde él se hallaba, que podían ser cinco o seis metros, salió a su encuentro, como muy obsequioso y muy decidido a ahorrarle al ínclito los cuatro pasitos que tenía que dar hasta el apretón de manos, pasitos que le hubieran venido de miedo, ya que, como he dicho antes, su forma física deja ahora mucho que desear, y a sus fotos del bañador amarillo me remito. El amo volvió a avergonzarme al llamarle Excelentísimo todo el rato; porque aunque hacía que se lo decía en broma, impostando un poco la voz para darle una solemnidad que resultara cómica, todos sabíamos que en el fondo se lo decía en serio, o sea, que para el amo el tal Rodrigo Rato seguía siendo Excelentísimo, pese a que ya no es nada y además está acusado de delitos gravísimos. Pero el otro se dejaba regalar el oído y desde el principio aquello se pareció más a una reunión entre el Excelentísimo y su mayordomo que no a un encuentro entre el ministro del Interior y un candidato a inquilino de Soto del Real.
El amo le ofreció café, y el otro le dijo que prefería una copa de vino, si podía ser, y sí que podía, porque al cabo de cinco minutos llegó el camarero con una copa de Bâtard-Montrachet, que es un vino francés muy distinguido, con el que el amo suele obsequiar a los visitantes ilustres, cuando quiere impresionarles. Que digo yo que si queremos revalorizar la Marca España, el amo debería ofrecer siempre a las visitas un vino español, pero este era francés y mereció algún comentario elogioso por parte del tal Rodrigo Rato, que le ahorraré al lector, ya que los conocimientos que demostró tener no pasaban de enólogo aficionado, nivel usuario.
Y entonces va el ínclito y dice:
-Yo estoy siendo fuerte. Y vosotros, ¿estáis haciendo lo que podéis?
Pregunta que hizo que el amo estallara en una de sus campanudas carcajadas, y que debo confesar que yo no entendí al principio, porque leo poco la prensa, debido a lo mal que tengo a vista, aunque luego me informaron de que se reía porque el ínclito estaba haciendo una alusión cómplice a otro poli-imputado al que también trataron de echar una mano en su día dentro del Partido, de la forma en que se hacen siempre las cosas aquí, que es en plan Evangelio según San Mateo, que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha y viceversa.