Un cambio de paradigma
Cada vez más son los altos funcionarios, los tecnócratas y los ejecutivos de las multinacionales quienes deciden el destino de los pueblos. Incapaces los políticos de gobernar a los mercados, guiados por el clientelismo electoral cuando no -en demasiadas ocasiones- por la pura y simple corrupción, son los mercados quienes progresivamente controlan a los gobiernos.
Durante varios años he venido insistiendo sobre el hecho de que en realidad no nos encontramos ante una crisis, sino ante un cambio de paradigma en los procesos de crecimiento económico y en la definición de los intereses geopolíticos que condicionan la escena internacional. Dicho cambio viene conformado por los fenómenos que la globalización ha producido, impulsados por el desarrollo de las nuevas tecnologías y alimentados por la creciente desregulación de los mercados financieros. El edificio institucional de las democracias occidentales se ve amenazado por sistemas sociales y políticos que conviven difícilmente con los valores del liberalismo clásico. Frente a la defensa de los derechos y las libertades individuales, sobre la que se construyó el entramado de las instituciones democráticas, es creciente el reclamo de los derechos colectivos y la afirmación de identidades del mismo género, en torno a culturas, religiones, territorios, lenguas o tradiciones singulares. Las dificultades de los gobiernos democráticos de los países centrales para conjurar el desastre inducido por la burbuja financiera han provocado que la democracia misma, como sistema, pierda prestigio entre los ciudadanos. Estos abominan indiscriminadamente de la clase política, padecen la desesperación de la incertidumbre ante el futuro y ven amenazados los que consideraban derechos adquiridos e irrenunciables.
Junto a partidos, sindicatos e instituciones financieras, los medios de comunicación son también acusados por su pertenencia a un sistema que las nuevas generaciones consideran caduco y muchos ciudadanos tachan de corrupto. La ausencia de liderazgo no solo entre la clase política, sino entre pensadores e intelectuales también, es el mejor caldo de cultivo imaginable para el populismo, la demagogia, la charlatanería y el engaño. El resultado es que muchos ciudadanos, al margen sus jerarquías sociales o adscripciones ideológicas, no se sienten representados por el sistema. Antes bien se consideran víctimas del mismo en beneficio de una minoría privilegiada que lo controla. Junto a ello, el crecimiento del paro, sobre todo entre los jóvenes, las estrecheces económicas, la falta de horizontes y de proyectos amenazan con sumirlos en un ciclo psicológico que va de la rabia a la depresión, del desencanto a la ira y de la irritación a la tristeza. En otro tiempo ese malestar habría cristalizado en revoluciones. Pero hasta estas han perdido prestigio histórico.
Semejante panorama no se circunscribe a nuestro país y es en gran medida expresivo del nuevo fantasma que recorre Europa. Conviene huir del tópico según el cual nos hallamos ante un conflicto intracontinental entre las regiones del norte, educadas en el consumo de la mantequilla y la cerveza, con las meridionales, donde reina la cultura del vino y el aceite de oliva. Las amenazas a la unidad europea, a la moneda común, al proceso de construcción de la Unión, lo son también al bienestar y prosperidad de alemanes y nórdicos. La interpretación folclórica de que los septentrionales son por naturaleza más industriosos, productivos o eficaces que los mediterráneos no resiste un análisis somero. Las diferencias residen fundamentalmente en la organización política y social de cada país, lo que llamaríamos su gobernanza, es decir la calidad de su gobierno, la aceptación de sus políticas, el liderazgo de sus dirigentes y la cultura colectiva que estos son capaces de inspirar y promover. Pero si el proyecto europeo puede verse en peligro no se debe prioritaria ni primordialmente a esas diferencias, sino a los fallos institucionales de la propia Europa. Algunos provienen de los efectos no queridos de la ampliación, precipitada en gran parte por servir a intereses casi exclusivamente alemanes. El déficit democrático de las instituciones europeas, su exceso de burocracia y tecnicismo, lo escaso de su presupuesto y la resistencia de los poderes nacionales a ceder soberanía son otras tantas causas de esa crisis que puede acabar con sesenta años de esfuerzos continuados en la construcción europea. Por más declaraciones que se hagan, mientras los dirigentes no tomen las medidas adecuadas, la estabilidad de la moneda única seguirá amenazada, y con ella el futuro de la propia Unión. La suposición de que el precio de la ruptura de esta sería tan alto que en última instancia los responsables políticos encaminarán sus decisiones guiados por el sentido común desdice de las lecciones que arroja el pasado. Nada hay irreversible en la historia de los pueblos. Y fue en Europa, en la civilizada Europa de las luces, en la cuna de la civilización contemporánea, donde hace menos de un siglo se fraguaron las matanzas más horribles que pudieran anidar en nuestra imaginación, los crímenes más execrables y las bajezas más inmundas. Conviene por lo mismo desconfiar de la egolatría de cuantos se sienten mejores, más preparados o capaces, que los demás; de quienes acostumbran a mirarse el ombligo para descubrir sus diferencias de etnia, cultura, religión o lengua, con desprecio del dogma que las revoluciones liberales entronizaron y que todavía ningún proyecto político ha logrado superar: libertad, igualdad, fraternidad.
La crisis institucional de Europa es consecuencia primordialmente de una crisis de valores, cuyo virus ha contaminado el funcionamiento de la Unión hasta extremos impredecibles. Cada vez más son los altos funcionarios, los tecnócratas y los ejecutivos de las multinacionales quienes deciden el destino de los pueblos. Incapaces los políticos de gobernar a los mercados, guiados por el clientelismo electoral cuando no -en demasiadas ocasiones- por la pura y simple corrupción, son los mercados quienes progresivamente controlan a los gobiernos. Frente a la afirmación de Galbraith de que la economía es al fin y al cabo una rama de la política parecen haberse invertido los términos y esta se presenta cada vez más como fiel servidora de unos mecanismos que no acaban de someterse a las reglas que garanticen la transparencia de su comportamiento. Los gobiernos del G-20, reunidos en Londres, primero, y en Pittsburg después, anunciaron la reforma del capitalismo tras la catástrofe generada por la quiebra de Lehman Brothers y la especulación criminal en torno a las hipotecas subprime. Anunciaron su disposición a potenciar el comercio mundial, con la culminación de la ronda de Doha; firmaron la sentencia de muerte de los paraísos fiscales; y prometieron entre otras cosas la estrecha vigilancia del comportamiento y actividades de las agencias de calificación. Hablaron también -aunque en más bajo tono de voz- de la necesidad de un acuerdo sobre las monedas. En definitiva, en palabras del presidente Sarkozy y otros dirigentes nada sospechosos de tendencias izquierdistas, había que refundar el capitalismo. Hasta el momento, el fracaso es constatable.