La ciencia duele en España
Tristemente, la larga historia de España evidencia un acendrado y penoso menosprecio de la ciencia y del científico que todavía hoy cuesta denunciar: el último español Premio Nobel en este ámbito lo obtuvo en 1959.
El pasado sábado tuvo lugar en Santander una intensa Conferencia sobre Educación, Innovación y Conocimiento organizada por el PSOE con la colaboración de los socialistas europeos. La Jornada resultó sumamente ilustrativa del derrumbamiento de inversiones en investigación y sectores de futuro en los dos últimos años, ¡hasta el 45% de su montante en 2009! También lo fue acerca de la arrogancia despectiva con que el Gobierno de Rajoy se ha desentendido de la comunidad científica, instigándola al desánimo o a la emigración como en los peores tiempos de un pasado en que imperaba aquel axioma de "que inventen otros" y en los que podía decirse que, en España, "investigar es llorar".
Durante la Legislatura 2004-2008, el Gobierno socialista incrementó y propulsó la inversión en I+D como nunca antes en la historia desde la democracia, alcanzando objetivos hasta entonces impensables ensayados y colocando a España en el puesto número 9 del ranking mundial de investigación científica. La situación es ahora otra y, lamentablemente, mucho peor. Y la ciencia y los científicos se duelen con fundamento.
Se escucha con frecuencia el reproche de que la Educación en España no sea objeto de consenso, prestándose por el contrario a oscilaciones legislativas según quién esté en el Gobierno. No es extraño. La historia de España arrastra de antiguo una cuenta pendiente, todavía no del todo saldada, con su idea de la educación y su actitud ante la ciencia. No es sorprendente tampoco que todos los grandes impulsos educativos hayan provenido siempre de las fuerzas progresistas ─desde la Institución Libre de Enseñanza y la Junta de Ampliación de Estudios hasta la garantía constitucional de la educación universal y gratuita y su fundamentación en valores democráticos (CE, art. 27)─, todas y cada una de las grandes medidas a favor de los avances de la educación y de la investigación hayan sido contestadas duramente por los sectores más reaccionarios de la derecha española.
La educación, en efecto, ha sido eje divisorio, política y socialmente, en toda la historia de España. Ha delineado claramente la frontera entre quienes entienden que a través del acceso a la educación de calidad y las titulaciones superiores se perpetúan y profundizan las desigualdades de origen, y quienes entienden, por el contrario, que la educación es palanca de oportunidades individuales y motor de cambio y transformaciones sociales. Entre quienes han practicado a lo largo de la historia el adoctrinamiento en la escuela a través del confesionalismo normativo y el monolitismo ideológico, y aún hoy pretenden cínicamente estigmatizar la educación para la convivencia en democracia y el respeto al pluralismo como "adoctrinamiento" y "laicismo radical". Entre quienes han propugnado toda una vida un sistema educativo selectivo y excluyente, en el que las titulaciones puedan obtenerse con cláusula de seguridad siempre que se compren con dinero, y aún hoy pretenden camuflar ese enfoque ideológico como si fuera expresión de la "cultura del esfuerzo" y no una correlación de su capacidad económica.
Entre los testimonios numerosos que pudieron escucharse en esa intensa jornada en el Aula Magna de la Universidad de Cantabria, el hilo conductor, subrayó la alerta roja respecto de lo fácil y rápido que puede retrocederse esa distancia que cuesta una entera generación avanzar. Los jóvenes que alguna vez habían apreciado los Programas Ramón y Cajal, Marie Curie, como los más expertos investigadores, se condolían del declive del presupuesto estatal para I+D a la mitad de lo alcanzado en 2009. Y coincidían al lamentar el giro tan contrario al futuro e incluso a la proclamada Agenda Europea 2020 que ha venido practicando el Gobierno del PP a rebufo del austericidio y sus drásticos recortes contra el modelo social y contra la médula espinal de sus derechos prestacionales.
Se habló, extensamente, de ciencia y de su relación con la Universidad y la empresa. De la estrecha conexión entre investigación científica y revolución tecnológica. Entre innovación y competitividad. Entre conocimiento y crecimiento económico y generación de empleo. Entre aprendizaje, formación y emprendimiento y calidad de las empresas y multiplicación de sinergias en el partenariado público-privado. Y de cómo incentivar fiscalmente la inversión en investigación y en innovación productiva... Y de la necesidad de que la actitud ante la ciencia (básica o aplicada, tanto da, mientras sea buena investigación) oriente de manera efectiva las prioridades de inversión, determine el ADN del modelo de sociedad que realmente conformamos y la marca país a la que decimos aspirar.
Esta última reflexión me parece especialmente sugestiva. Tristemente, la larga historia de España evidencia un acendrado y penoso menosprecio de la ciencia y del científico que todavía hoy cuesta denunciar: el último español Premio Nobel en este ámbito lo obtuvo en 1959. Se llamaba Severo Ochoa, y no por casualidad, fue discípulo directo de Juan Negrín, insigne fisiólogo y último presidente del Consejo de Ministros de la II República española.
Todavía a día de hoy la sociedad española se muestra propensa a exaltar toda suerte de pícaros, cantamañanas o energúmenos, impostores de toda laya o arquetipos de insolidaridad social, elevando a la cúspide de la envidia nacional a futbolistas cuyo salario anual supera la suma de todo el presupuesto público de formación de doctores.
Hay en estos contrastes y dolorosas paradojas, un retrato del país con cuya radiografía debemos bregar con honestidad intelectual y coraje político, si es que de verdad queremos que la innovación y la ciencia formen parte de un guión para salir de la crisis; y no nos permita salir de ella peor ni de cualquier manera, sino que nos enseñe a ser mejores, aprendiendo de los graves errores cometidos.
Esta semana la marea verde por la educación y la investigación vuelve a recorrer en protesta y movilización la geografía social de un malestar extenso entre quienes participan de la convicción de que hay otra salida a esta interminable crisis que no pase por desandar y retroceder en todo lo que huela a futuro.
Habiendo escrito este post antes de las elecciones alemanas del 22 de septiembre, comprometo un comentario sobre ellas para la próxima semana. Lo único evidente, aún antes de los resultados definitivos, es que el manejo de la crisis dictado desde la derecha alemana ha hecho perder las elecciones a cuantos gobiernos se plegaron a la estrategia austericida que nos sumió en la recesión. Pero, por la misma razón, esa imagen de implacable hegemonía alemana ha permitido cosechar un éxito reforzado a la líder conservadora a la que se visualiza con la sartén por el mango y en disposición de doblegar al resto de los gobiernos europeos, en una asombrosa mezcla de complicidad ideológica, inanidad, cobardía, incomparecencia o defecto de coraje suficiente para resistir la apoteosis de la 'alemanización' de Europa. Algo deberemos decir el resto de los europeos en las elecciones ya próximas, mayo de 2014.