De la política del miedo a la política del odio
La concomitancia entre los contemporáneos populismos europeos y las pulsiones reaccionarias que opusieron a lo largo del Siglo XX su virulenta represión contra la democracia parlamentaria, a la que se vituperaba como "caduca" y "acabada", suscita preocupación.
La desastrosa estrategia de la austeridad suicida, que ha sido impuesta en Europa por una hegemonía conservadora crudamente antisocial, se ha transmutado en una maquina de fabricar eurofobia. Incluso en países históricamente euroentusiásticos, como es el caso de España, la demolición calculada del modelo social, dictada con actitudes despóticamente tecnocráticas, ha causado enormes daños a la imagen de la UE entre los propios europeos. "El objetivo es el déficit" ¡a costa del Estado social, de la ciudadanía y hasta de la supervivencia de la política misma!
En un ensayo que publiqué hace años -La aventura democrática (Ed. Península 2009)- dediqué un capítulo a la versión española del síndrome de la política del odio que hoy se extiende en toda Europa. Se trata de nuestra variante del hate speech que Antonio Machado explicó magistralmente al lamentar, en un verso memorable, esa "mitad de España" propensa a "usar la cabeza para embestir" antes de pararse a pensar y razonar.
Digo esto porque acepté en su día la amable invitación de la dirección de El Huffington Post, en el arranque de su andadura, para asomarme semanalmente a esta ventana de la opinión sobre esos asuntos que son, en la expresión de Ortega, temas de nuestro tiempo: entre ellos, el tránsito en la deplorable "política del miedo" -la explotación de la angustia ante las incertidumbres de los más vulnerables- a la "política del odio". Escribo aquí cada semana sabedor de que me someto -por el solo riesgo de opinar, asumiendo una responsabilidad, con mi nombre y apellido- a un debate abierto a la controversia y a la crítica de los demás. Si a ello sumamos, además, que los formatos digitales nos supone acostumbrados a un aluvión no ya de críticas aceradas, sino, digámoslo claro, de invectivas hirientes e incluso injurias descaradas... el esfuerzo de contribuir a un razonamiento dialógico, por la oposición de argumentos mutuamente respetuosos y enriquecedores, raya en el quijotismo.
Quienes estamos preocupados por el deterioro de lo público sabemos hasta qué punto el catastrófico manejo de la Gran Recesión, ese que impuesto hasta ahora desde un paradigma de hegemonía conservadora, ha devastado la confianza de una parte sustancial de la ciudadanía en la política y los políticos. Sabemos que muchos vínculos tan preciosos como frágiles se han roto. Y que recorre y atraviesa a la sociedad entera una marea de malestar, cabreo, resentimiento y enfado.
El odio contra los políticos tiene apoyos innegables en el historial de agravios infligidos por una nutrida tropa de personajes indignos de haber competido nunca por el voto de la gente... Mucha de la indignación que ahora se agita en el akelarre antipolítico, que ha hecho de la dedicación a lo público algo cada día más ingrato, proviene, sin duda alguna, de la incapacidad de la democracia representativa para afirmar su relevancia para resolver problemas. Y para ayudar especialmente a la gente que más sufre. Porque son muchos los que la ven, con penoso fundamento, subyugada a los poderes fácticos que no se presentan a las urnas, irrelevante o impotente.
Y viene todo esto a cuenta del debate suscitado acerca de la antipolítica. ¿Es expresión de un nuevo movimiento, una nueva respuesta, inesperada y sorprendente en su formato y calado, contra la obsolescencia a las limitaciones de la democracia de partidos? ¿O es más bien un sucedáneo de la inveterada pulsión de la política del odio, agitación de alguna búsqueda compulsiva de señalar como chivo expiatorio, ante los medios de comunicación, los poderes fácticos o ahora las redes sociales, a quienes están en politica? Algo va mal, realmente mal, cuando es tanta la ira y tan desatado el instinto de expiación sobre la culpabilidad de los políticos sin más.
La concomitancia entre los contemporáneos populismos europeos y las pulsiones reaccionarias que opusieron a lo largo del siglo XX su virulenta represión contra la democracia parlamentaria, a la que se vituperaba como "caduca" y "acabada", suscita preocupación. Ello no impide, sin embargo, que la protesta de esta reacción exasperada sea tomada muy en serio. Porque en el trasfondo de tan clamorosa explosión de resentimiento, hastío, hartazgo y macrocrispación, palpita un malestar verdadero. Una indignación fundada. Contra las injusticias desatadas por la crisis y contra la tendencia a la alemanización de Europa, en la crisis y so pretexto de la crisis. Contra la desastrosa política de la austeridad recesiva, compulsiva, autodestructiva y suicida. Contra la brutalidad de su imposición desde una troika cada vez más multiplicadora de las desigualdades entre los Estados miembro de la UE y dentro de los Estados miembro: ahí está el Índice de Gini y la consternación que produce tan obscena apoteosis de la desigualdad. (J. Stiglitz)
Este amanecer dorado de la exasperación populista pone en riesgo severo la preservación de la razón democrática como un espacio de debate. Pero es un desafío, y una amenaza, a la razón de ser de Europa, como no habíamos conocido desde el día en que se puso en marcha el experimento de la integración supranacional de la UE.
Desde un europeísmo cargado de vocación federalista, hemos dicho muchas veces que ha sido la "historia de un éxito". Lo ha sido mientras lo ha sido: o en otras palabras, lo ha sido mientras duró. Y o se renueva en su relato y se reinventa su política -sus contenidos, su dirección, su liderazgo y la propia forma de hacer la política, para incorporar de una vez la hoy relegada agenda social y ciudadana que un día fue proclamada en Lisboa- o fatalmente no será. Así de grave es el envite.
No es beppegrillando Europa como saldremos de este agujero, sino reeuropeizando y democratizando el contenido y dirección de la política europea. La fecha es 2014, próximas elecciones europeas. Para poder cambiar la correlación de fuerzas dominante en Europa, no basta con nuestro cabreo y nuestra indignación. Tampoco con vituperar, exorcizar y crucificar a todos los políticos por igual. Hará falta votar. Y me cuento entre los muchos que a diario ejercen el trabajo de incitar a la movilización y al activismo europeísta. En ningún caso, antipolítico, en ningún caso antieuropeo.
Y ello aún a sabiendas de que este esfuerzo se expone todos los días y cada hora del día a las dificultades, a la catarata de insultos en que las redes sociales han trasmutado el viejo síndrome -ciertamente españolísimo- de la política del odio en un vertedero de injurias.