El wifi de los aeropuertos españoles, de los más caros de Europa
No he entendido nunca cómo te pueden cobrar tanto en un aeropuerto por un triste bocadillo de queso y jamón, o por el dichoso wifi. No me extraña que muchos viajeros, amedrentados por los precios nórdicos de nuestros aeródromos, acaben llevándose de casa su bocata envuelto en papel Albal.
El wifi es una calamidad en este país. No hay en los colegios públicos, a pesar de lo que tanto nos hablan del aula digital; no funciona como debería en muchos hoteles, lo cual es un pecado, tratándose éste de una potencia mundial del turismo; y tampoco suele haberlo en los hospitales, unos sitios en donde vendría de perlas navegar y consultar el correo, aunque sea para mitigar así la tensión y las horas muertas de las convalecencias...
Tampoco brilla la conexión a Internet en los aeropuertos españoles, otro lugar donde un buen Wifi ayudaría a soportar las indefectibles y eternas esperas por el avión, la cola para facturar o una maleta extraviada. Además, los aeropuertos españoles salen muy mal parados en la comparativa con los del resto de Europa. Volvemos a quedar en evidencia. Un cálculo reciente de la estupenda web Skyscanner, un comparador de vuelos, hoteles y alquiler de coches, sitúa a los grandes aeropuertos de este país entre los peores del continente en este aspecto.
Y es que mientras que la conexión gratuita e ilimitada es una realidad en los aeródromos de Amsterdam, Birminghan, Estambul, Milán, París, Praga, Frankfurt, Niza o Dublín, en los españoles no se estiran ni un pelo. Te dan 15 minutos para probar, pero luego te cobran casi más que nadie (4,50 euros por una hora y 9,90 euros por dos). Incluso los aeropuertos de Londres, casi el centro del mundo en términos aéreos, son más generosos con la conexión y más contenidos con los precios.
Aquí, el wifi sigue sin ser un must, y casi siempre se queda en un complemento para sibaritas. ¿Cómo es que a estas alturas en muchos te siguen ofreciendo una conexión a Internet como un extra a precio de lujo? Nunca entendí la política de esos hoteles que te cobran 300 euros la noche y encima te intentan sablear por las llamadas o cobrarte 8 o 9 euros por un paquete pequeño de Pringles o un minibotellín de agua con gas. Muchos clientes podrán pagarlo, pero pocos serán los que no acaben con la sensación de que alguien está abusando absurdamente de ellos.
Tampoco he entendido nunca cómo te pueden cobrar tanto en un aeropuerto por un triste bocadillo de queso y jamón, o por el dichoso wifi. No me extraña que muchos viajeros, amedrentados por los precios nórdicos de nuestros aeródromos, acaben llevándose de casa su bocata envuelto en papel Albal y su botella con agua del grifo, como si fueran a un partido de fútbol.
Hasta ahora, los planteamientos del wifi como negocio no han funcionado. La quiebra de Gowex es un buen ejemplo. Por el escándalo de la empresa de Jenaro García nos hemos enterado de que las rentabilidades de los grandes proyectos de wifi en ciudad son pequeños y que todavía no se ha encontrado la fuente de ingresos adecuada. Ni los clientes están dispuestos a pagar, ni la publicidad a sostener el servicio. Además, una legislación bastante restrictiva (por aquello de preservar la libre competencia) y el hundimiento de las cuentas públicas han dado al traste con muchos proyectos de wifi financiados por ayuntamientos, para ser disfrutados en calles y plazas.
A día de hoy, muchos locos como yo echan más de menos Internet que el comer. Por todo esto, creo que los señores que gestionan los aeropuertos españoles (pero también los hospitales, los colegios o los hoteles) deberían asumir el coste de una buena conexión wireless como un gasto fijo más, como el de la luz, la limpieza o el mantenimiento de los equipos informáticos o de ventilación. Cada vez somos más los que elegimos un hotel, un restaurante o una cafetería por la conexión que nos da, y en breve seremos muchos los que elegiremos una ruta u otra dependiendo de si el aeropuerto donde hacemos escala nos ofrece un wifi en condiciones y gratuito y no nos intenta sablear.