El todo gratis de Internet al final nos puede salir muy caro
Con el paso del tiempo, creo que se ha producido un cierto desencanto alrededor del Internet 2.0, esa utopía digital en forma de información y datos compartidos y sin límite. Nos hemos ido dando cuenta de que Google, Facebook o Twitter no son ONGs de nuevo cuño, y sí potentes multinacionales con el lógico deseo de rentabilizar sus inversiones.
Hubo un tiempo, hace 6 o 7 años, en el que nos volvimos locos suscribiéndonos a servicios de Internet y dándole con despreocupación al botón de aceptar términos y condiciones. ¿Quién se podía resistir? Fácilmente y sin coste aparente, Google, Facebook, Tuenti, Twitter, Microsoft o LinkedIn pusieron a nuestra disposición potentes buscadores de información para no perdernos en la jungla de Internet; buzones de email mucho mejor dotados que los de la oficina y que nunca se llenaban, pues a más correo almacenado, más gigas de espacio libre nos daban; redes sociales para hacer cientos de amigos, o para darnos a conocer a miles de profesionales como nosotros, quizá con la esperanza de que alguno quedara deslumbrado con nuestro currículum, y nos llamara con una oferta de trabajo irrechazable...
Sin embargo, con el paso del tiempo, creo que se ha producido un cierto desencanto alrededor del Internet 2.0, esa utopía digital en forma de información y datos compartidos y sin límite. Nos hemos ido dando cuenta de que Google, Facebook o Twitter no son ONGs de nuevo cuño, y sí potentes multinacionales con el lógico deseo de rentabilizar sus inversiones. Por eso, lo que al principio pensamos que era una ganga, en forma de servicios gratuitos, más tarde descubrimos que no lo era en absoluto. El pudor de cobrar en Internet nos llevó a que proliferaran los servicios, pero no a cambio de unos euros, sino de nuestros datos personales. La fórmula se repite hoy por doquier: nosotros dejamos a estas empresas acceder a nuestra información, incluso a la más íntima, y luego ellas la usan para venderla a empresas que de esta manera dirigen de forma más efectiva sus productos y servicios.
Las revelaciones de Snowden y la sospecha de que nuestros datos pueden ser vistos y analizados sin nuestro consentimiento y en cualquier momento por los Gobiernos -incluso por los más democráticos- han sido otro motivo más de ese desencanto digital. Además, aquí el asunto es más peliagudo si cabe. Y es que, mientras que con Facebook o Twitter, la información personal -de edad, ubicación, intereses, inclinación sexual o tendencia política- se mueve de forma anónima, con el espionaje gubernamental, nuestros datos y comunicaciones van marcados con nuestro nombre y apellidos. Son inequívocamente nuestros.
Pero no queda ahí la cosa. La evasión fiscal y las complejas operaciones de ingeniería contable en las que andan los gigantes de Internet también han debilitado la confianza de los usuarios y han disipado hasta cierto punto el hechizo digital. Por más que nos guste el iPhone o el buscador de Google, es difícilmente tolerable que, en un país como España, gigantes como Apple o Google, que facturan miles de millones de euros entre los dos, acaben pagando menos impuestos que una triste pyme. Como consecuencia, lo que nos ahorramos por un lado (con la supuesta "gratuidad" de tantos servicios), lo perdemos por otro, en forma de impuestos para financiar tantos servicios públicos que hoy están diezmados.
Un último apunte. Ha sido muy sonada la cancelación de la versión española del servicio de noticias Google News por la exigencia del Gobierno y de los diarios españoles de pagar un canon por agregar contenidos de terceros. Más allá de discutir sobre la pertinencia del canon o sobre la pérdidas que puede suponer para los medios digitales su cancelación, que, según dicen, aporta una porción significativa del tráfico que generan, lo que muestra este capítulo es la fuerza colosal de Google y el desmedido protagonismo que tiene en el mundo digital de hoy.
Y volvemos a lo mismo. Google, al igual que Facebook o Twitter, ni son servicios públicos garantizados por ley, ni son benéficas ONGs, y pueden -y así se encargan de dejarlo claro en esos aburridos pliegos de condiciones que firmamos la primera vez que nos abrimos una cuenta en ellos- cancelar cualquier página cuando les venga en gana, sin avisar y sin dar explicaciones. Eso deberíamos tenerlo en mente los muchos que nos pasamos las horas en las redes sociales, o las empresas que se gastan millonadas para mejorar su reputación online. Son algunas de las esclavitudes que hemos asumido desde el principio del Internet 2.0, y que casi siempre olvidamos. Y es que, en el mundo de Internet, como en otros muchos ámbitos, lo barato -o lo "gratis"- puede acabar saliéndonos muy caro.