Iker Casillas: una buena persona

Iker Casillas: una buena persona

Desde que debutó en el Madrid, con apenas dieciocho años, se le vio frío como un asesino a sueldo, con una intuición de propiedades adivinatorias, y unos reflejos más rápidos que los caprichos insólitos que suele tener la pelota dentro del área. Piernas con muelles, unos brazos que parecían multiplicarse como si fuera un pulpo.

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Foto: EFE

En los últimos veinte años el fútbol ha ido evolucionando contra Iker Casillas, al que le cuesta dominar los duelos aéreos y carece de seguridad en el manejo de la pelota con los pies. Iker siempre disimuló esos defectos refugiándose debajo de los tres palos, donde parecía imbatible, y ganando con una frecuencia insólita en los mano a mano con los delanteros. Aquella parada a Robben en la final de Sudáfrica es solo el ejemplo más célebre de cientos de jugadas parecidas.

Desde que debutó en el Madrid, con apenas dieciocho años, se le vio frío como un asesino a sueldo, con una intuición de propiedades adivinatorias, y unos reflejos más rápidos que los caprichos insólitos que suele tener la pelota dentro del área. Piernas con muelles, unos brazos que parecían multiplicarse como si fuera un pulpo, una fama de tipo con suerte y una confianza en sí mismo digna de un dios. Todo eso fue transmitiéndolo a la afición que, aún en los momentos en que Iker parecía en clara desventaja, veía la jugada con optimismo y se decía: «Aún no es gol». Hacía milagros. Durante años dieron ganas de tocarle la chepa en la sospecha de que aquel tipo sanaba.

Empezaron a caer títulos en el Real Madrid con una frecuencia nada espectacular, porque se trata de un club abonado al triunfo. Ganar está en su naturaleza. Pero a la Selección Española la perseguía un complejo perdedor que iba atravesando generaciones como una espada psicológica deprimente, fatalista y finalmente perdedora. Cada campeonato era como un laboratorio que demostraba, con precisión científica, la incapacidad de la Selección para alcanzar la gloria. La mediocridad siempre tiene nombre y apellido, pero si no, había una antología de excusas siempre a mano: la mala suerte, el árbitro, el cansancio, demasiados extranjeros en la Liga... Sin embargo, de pronto llegaron un tal Xavi, que no prestaba el balón a los rivales, y un tal Casillas, que no lo dejaba entrar en su portería. Y se terminó el pesimismo.

Dos Eurocopas, un Mundial y un juego elegante y eficaz convirtieron a España en un modelo para el mundo. El que levantó esas Copas fue Casillas, que parecía hacer milagros no solo en la portería, sino también con su vida. Todo le salía bien. Desde levantar una Copa del Mundo hasta darle un beso planetario a una belleza de moda que estaba haciéndole una entrevista y a la que convertiría en su mujer. Era la apoteosis de la felicidad.

--A usted ¿qué le gustaría ser en la vida?

--Casillas.

Pero un buen día las cosas empezaron a torcerse. Corría el año 2011. Mourinho, un César que decide sustituir los valores del Real Madrid por los suyos, crea un ejército para vencer al Barça. Y las guerras siempre tienen efectos secundarios.

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