Nadie quiere la noche
Avanzando entre la niebla, apenas veo a los compañeros que caminan delante. Hemos parado las motos de nieve y subido una planicie desde la que vemos indicios del glaciar que queremos explorar. Un viento atroz trae copos de nieve escarchada que azota cada poro de piel expuesta.
Avanzando entre la niebla, apenas veo a los compañeros que caminan delante. Hemos parado las motos de nieve y subido una planicie desde la que se supone que vemos indicios del glaciar que queremos explorar. Un viento atroz nos trae copos de nieve escarchada que azota cada poro de piel que tenemos expuesta.
Cada paso en la nieve es una tortura que nos hunde casi hasta la cintura. Caemos, resbalamos, nos cuesta recuperar el equilibrio. Intentamos reírnos de la pinta que tenemos cubiertos de nieve, pero hasta la risa se nos congela. Desde la planicie no se ve nada. Absolutamente nada. Una blancura inmensa que lo envuelve todo.
Mi nariz está completamente congelada. La toco y no la siento. Uno de los guías me envuelve la cara con un pañuelo. Tenemos que decidir si seguimos hasta el glaciar, pero no hay discusión posible: el viento y la niebla hacen la ascensión peligrosa, y la temperatura ha descendido hasta los 15 grados bajo cero.
Los guías con las motos de nieve nos van a llevar de regreso al refugio en Finse ( Noruega). Ninguno de nosotros está acostumbrado a este frío enorme, profundo y absurdo. El camino de regreso es aún mas duro que la ascensión. Giros. Baches. Subidas. Bajadas brutales.
Una de las motos vuelca. Pienso que pronto me tocará el turno a mí, que apenas puedo mantenerme erguida tras el hombretón que conduce el vehículo. Ahora noto cómo las pestañas, literalmente, se me congelan. Intento no pensar en mis manos, que apenas puedo mover, a pesar de llevar unos guantes que en el Decathlon me juraron que resistían bajas temperaturas.
Intento pensar en una playa en la que estuve nadando no hace ni un mes. El sol a través de las palmeras, la arena caliente. Pero el frío sólo me deja pensar en el frío. No sé cómo los guías consiguen encontrar el camino entre el temporal en el que estamos sumergidos.
Cuando llegamos a la puerta del refugio, nos miramos con estupor. Nos quitamos la ropa cubierta de nieve en silencio. Voy al baño, me quito el trapo de la cara, que está completamente tieso, y me froto la nariz con agua tibia. La casa está sobrecalentada, y el calor me pincha la cara, y las manos, y los pies.
Mas tarde, delante de la chimenea , en silencio, podría jurar que todos pensamos lo mismo: "¿Cómo vamos a rodar Nadie quiere la noche aquí? ¿Cómo vamos a traer a los actores, a los técnicos, las cámaras? ¿Cómo?".
Un año y cuatro meses después, cuando veo la película terminada, veo el esfuerzo de actores, técnicos, productores, maquilladores, encargados del vestuario, guías... y sé que he asistido a un milagro.