PP y Vox negocian en España, pero ¿cómo están los cordones sanitarios a la ultraderecha en Europa?
La burbuja profiláctica para aislar a los radicales y alejarlos de las instituciones y de la toma de decisiones se ha debilitado en los últimos años en el continente, pero Francia, Alemania y Bélgica siguen siendo bandera del bloqueo.
Los cordones sanitarios, esa burbuja profiláctica para aislar a la ultraderecha y alejarla de las instituciones y de la toma de decisiones, se han debilitado en los últimos años en Europa. La derecha radical, extrema o ultra se ha ido normalizando y asentando en la mayor parte de la Unión Europea, alimentada por la crisis económica, sus programas simplistas con supuestas soluciones, el populismo adobado con nacionalismo o los errores y la falta de respuestas de los partidos tradicionales. Pero, también, porque no ha habido generosidad de las fuerzas para unirse frente a estos partidos del odio y la desigualdad, porque no ha habido renuncias y sí cortoplacismo y electoralismo.
Antes, Francia y Alemania eran los abanderados de una postura de rechazo seguida en todo el continente. Hoy son casi la excepción. España afronta ahora como nunca la disyuntiva: ir o no de la mano con partidos como Vox, porque el poder lo vale. El Partido Popular de Alberto Núñez Feijóo está lanzando señales claras, entiende que los votos de los de Santiago Abascal sirven como otros y por eso se han logrado acuerdos como el de la Comunidad Valenciana. Ya antes se produjeron en Andalucía, Murcia o Madrid y hasta la ayuda para que Vox llegase hasta a la Mesa del Congreso. Y los que vendrán, tras las elecciones del 28-M y el 23-J. Toca vez si se impone el bloqueo o triunfa, de nuevo, el maquiavelismo y la realpolitik.
La formación ha ido virando y con estos pactos se distancian de aquello que dijo Elías Bendodo, el coordinador general del PP, de que este es el partido "moderno y moderado" que más se parece a los liberales del presidente galo, Emmanuel Macron. En esto difieren de raíz: el líder de Renacimiento nunca, nunca, nunca pactará con la ultraderecha. No es sólo una posición propia, sino una apuesta nacional, planteada en los años 80 y de la que nadie saca los pies del tiesto. Les va la democracia en ello. Y lo mismo pasa en Alemania, desde la Segunda Guerra Mundial y los nazis, y lo mismo que ocurre en Bélgica, que sufrieron a los de Adolf Hitler.
Ni un paso atrás
Hablamos de naciones que han sufrido mucho, en carne propia, las consecuencias del auge del fascismo, donde no hay unas escisiones bloquistas tan intensas como en España, donde la dinámica del pacto está más asentada cuando de extremos se habla. Pragmatismo, valores, unidad. Todo suma para construir cordones que asfixien a los radicales. Francia fue la impulsora de lo que hoy llamamos cordón sanitario, una metáfora tomada del bloqueo de infecciones y virus. Fue una forma de impedir la llegada al poder del Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen y, hasta hoy, ha funcionado. Porque hay voluntad pero, también, porque hay un sistema de elección presidencial en dos vueltas.
En la primavera de 2022, por ejemplo, Macron se impuso a las claras a la hija y sucesora de Le Pen, Marine, que rebautizó el partido como Agrupación Nacional. Era la primera vez que su formación ultra llegaba al sprint final a El Elíseo. Los votos de la izquierda y la derecha clásica a Macron, aún con la nariz tapada, le permitieron repetir legislatura. Lo que sea antes que la ultraderecha. En esas elecciones, como toque de atención, surgió un partido aún más populista que el de Le Pen, el Reconquista de Éric Zemmour, cuyo auge quedó en nada.
El "frente republicano", como suele llamarse al cordón en el país vecino, no impidió que en las elecciones legislativas del pasado año lograse 89 diputados. Eso sí, nadie va con ellos en sus iniciativas en la Asamblea. Hasta entonces su poder se había limitado (y muy limitado) a lo local. De 36.000 municipios que hay en el país, los de Le Pen apenas mandan en 14, y no tienen ni un gobierno regional, pese a lograr un 19.35% de los votos en 2021. Si tienen posibilidades, los demás no dejan que cristalicen.
También en Francia hay versos sueltos que se escapan en la derecha de siempre, republicanos clásicos a los que pillan cenando con la otra mujer fuerte de la ultraderecha como Marion Maréchal, sobrina de Le Pen y aliada de Zemmour. Pero la reprimenda posterior hizo que no se confraternizara más.
Los ultras de Alternativa para Alemania (AfD), por su parte, perdieron fuelle en las elecciones generales de 2021. Cuatro años después de los comicios en los que irrumpieron en el Bundestag como tercera fuerza política y primera de la oposición con un 12,6% de los votos, se quedaron con un 10,3% de los apoyos, quintos. Un millón de votos quedaron por el camino. El cordón sanitario y su posicionamiento cercano a los negacionistas en la crisis del coronavirus fueron las claves de su caída.
Sin embargo, las últimas encuestas los dan ahora como segunda fuerza federal si se convocasen elecciones, sólo por detrás de la derecha de siempre, la CDU de la recordada Angela Merkel. Y eso que el Ministerio del Interior repite informe tras informe que la extrema derecha es la mayor amenaza actual para la seguridad del país. Hasta un golpe de estado trataron de dar el pasado diciembre grupúsculos de esta naturaleza.
Por ahora, el poder de AfD es muy limitado, porque los demás partidos así lo han logrado, electores aparte. Sus diputados están presentes en una docena de comisiones permanentes, pero no ocupan puestos de responsabilidad en ellos ni en la mesa de la Cámara. Su representación parlamentaria, desde 2017, no les vale de nada, así como la que tienen en la mayoría de los parlamentos regionales y municipios del país: no gobierna en ninguno y está bajo vigilancia de los servicios secretos alemanes.
Los demás partidos se han encargado de hacerles el vacío, hasta el punto de que está mal visto que haya trato personal con esos parlamentarios o ediles. Se ha llegado a votar hasta en una decena de ocasiones el nombre de uno de los propuestos por AfD en el Parlamento, tratando de rebajar el perfil radical del candidato al puesto hasta dar con "el menos nocivo". En 2019, los legisladores despojaron a un político de extrema derecha de su papel como presidente de comité de asuntos legales porque había hecho comentarios condenados como antisemitas. No había pasado algo así en los últimos 70 años.
Esa política de "al enemigo, ni agua", se ha trasladado también a las regiones y ayuntamientos: hace cuatro años, la AfD se quedó sin su primera alcaldía, la de Görlitz, porque todas las fuerzas se unieron para impedirlo. En el caso concreto de la CDU es que el debate no puede plantearse siquiera, porque aprobó en 2018 una moción que excluye cualquier tipo de acercamiento a estas fuerzas. Normas internas del partido.
Y, sin embargo, alguna grieta ha aparecido, también, algunos acercamientos. Prueba de ello fue la crisis política que se produjo en 2020 tras las elecciones regionales en Turingia, cuando el candidato liberal Thomas Kemmerich tuvo que dimitir un día después de ser elegido con los votos favorables de la CDU y Alternativa. El escándalo provocó igualmente la salida de la entonces secretaria general de la CDU, Annegret Kramp-Kareembauer, que iba a ser la sucesora de Merkel. Eso obligó a la canciller a retrasar su retirada.
El otro resistente sin dudas contra la ultraderecha es Bélgica. El partido Vlaams Belang, de corte nacionalista flamenco y que defiende la independencia de la zona norte, representan la opción más extrema del país: tiene 18 parlamentarios de 150, siete senadores de 60, 23 parlamentarios flamencos (son segunda fuerza en la región) y ni un alcalde en 308 municipios que tiene el país. No, no tocan poder. Bélgica ha llegado a estar 493 días sin Gobierno con tal de no pactar con ellos, hasta que se logró un acuerdo entre siete partidos que encumbró al liberal Alexander de Croo como primer ministro.
Su mensaje es verdaderamente extremo: no es que busquen un Flandes independiente, sino vacía de inmigrantes "reacios a integrarse o asimilarse", "delincuentes", "violadores de las normas", "que hacen peligrar os valores tradicionales", unas organizaciones "resistentes al avance del Islam político y el fundamentalismo musulmán", por ejemplo.
Hacen ruido, intervienen mucho en las redes sociales, pagan enormes y numerosas vallas publicitarias frente a mezquitas o barrios con presencia de inmigrantes. De Croo dejó dicho: "La política no puede estar condicionada por quienes creen que sobra gente por un origen, un color de piel, una religión o un sexo".
Las grietas
Las cosas han cambiado en Finlandia y Suecia, donde era tradicional apostar por cerrarle el ascenso a estos partidos. Hasta cinco formaciones debió sumar el socialdemócrata Antti Rinne para evitar a los Verdaderos Finlandeses, segunda fuerza, en 2019. Esa precaria alianza acabó fallando, pero llegó al cargo Sanna Marin, de su mismo partido, que se quedó al mando igualmente haciendo equilibrios con sus socios. En abril, hubo vuelco conservador por estrecho margen, pero lo grave es que si Coalición Nacional logró un 20,8% de los votos, los ultras de Verdaderos Finlandeses quedaron segundos, con un 20,1%. Sin mayorías absolutas, la derecha de siempre se atrevió a dar un paso que rompe el cordón sanitario, al invitar a los extremistas a formar Gobierno. Este mismo jueves por la noche, se anunció que las conversaciones triunfaban y que Petteri Orpo llegará al poder con muleta ultra, además de dos formaciones más de derechas y demócratas cristianos. El Partido de los Finlandeses ya estuvo en el Gobierno entre 2015 y 2017 y su líder de entonces llegó a ser canciller, pero sus reclamaciones más radicales fueron guardadas temporalmente en el cajón. Ahora no. Van a por todas.
En Estocolmo, por su parte, llevaban ya dos legislaturas frenando a los ultras, los Demócratas Suecos, que eran terceros en el Parlamento, pero a costa también de un Gobierno en minoría poco estable en el que la entrada de Los Verdes salvó la repetición electoral. Hasta septiembre pasado, cuando la derecha en bloque logró una victoria no holgada pero suficiente. Un mes más tarde, ya había acuerdo: el partido de ultraderecha Demócratas de Suecia (DS), populista, antinmigración y abiertamente contrario a la presencia de musulmanes en Europa, no forma parte del Ejecutivo pese a ser la segunda fuerza parlamentaria (73 escaños de 349), pero lo apoya y participó en el pacto, triunfal. Ulf Kristersson es, así, el primer ministro.
Ha habido presencia de estas listas en Noruega, donde el populista Partido del Progreso está plenamente consolidado como fuerza parlamentaria ya que, desde 1973, sólo ha dejado de obtener representación en el período 1977-1981. En 2013 entró por primera vez a formar parte de un Ejecutivo, el de la conservadora Erna Solberg, acuerdo reeditado en 2017 y que escoció notablemente en los demás nórdicos, aparentemente alineados en su cierre a los ultras. En los comicios de 2021, ganó el laborista Jonas Gahr Store. En cuarto lugar quedó el ultraderechista Partido del Progreso con el 11,7% de los votos, más de 300.000 votos y un total de 21 escaños. Hizo falta una coalición, de centro izquierda, porque tampoco había una mayoría absoluta, pero la extrema derecha nunca estuvo en la ecuación.
En Bulgaria, tras dos legislaturas como primer ministro, el conservador y populista Boiko Borisov logró mantenerse al frente del Gobierno en 2017, gracias a su acuerdo con Patriotas Unidos, una alianza de tres formaciones con discursos xenófobos y euroescépticos. En 2021 Borisov volvió a lograr una nueva victoria, pero el pacto entre cuatro partidos de centro-izquierda y centro-derecha permitió al centrista Kiril Petkov situarse al frente del Gobierno del país más pobre de la Unión Europea.
Los ultras no han aparecido más, pese a la crisis de gobernabilidad más reciente: el bloqueo político que arrastraba Bulgaria tras cinco elecciones generales en dos años se resolvió a principios de este mes de junio con la investidura por parte del Parlamento de un Gobierno en el que un nuevo partido europeísta y uno conservador-populista se irán turnando cada nueve meses para ocupar el cargo de primer ministro. "El descontento entre los electores de GERB y de PP-BD ante esta colaboración entre dos rivales irreconciliables, que no ocultan que no tienen confianza mutua, podría resultar en el augue del apoyo a partidos ultras, como el (ultranacionalista pro ruso) Vazrazhdane", avisa pese a todo a EFE el politólogo Dimitar Mitev.
También cedió en su momento Países Bajos. El conservador Mark Rutte, quien gobierna el país desde 2010, siempre ha tenido que ir en coalición y, cuando accedió al poder por primera vez, lo hizo con el apoyo de los democristianos y del ultraderechista Partido por la Libertad (PVV) de Geert Wilders, partidario de "desislamizar" los Países Bajos y "devolver Holanda a los holandeses", sea eso lo que sea. El pacto duró dos años apenas y desde entonces Rutte ha buscado otros socios para mantenerse como primer ministro. Hace dos años, al vencer de nuevo, reeditó el pacto con centristas de derecha, liberales y cristianos y dejó fuera a los ultras, con un 10.79% de los votos, tercera fuerza y bajando casi seis puntos.
Y en Estonia, en 2019 los ultras ya entraron en una coalición de derechas a tres bandas, aunque su papel fue residual. Este año ha habido nuevas elecciones y la primera ministra, Kaja Kallas, de centro-derecha, necesitaba apoyos porque no ha pasado del 31% de los votos. Se especuló con negociaciones de nuevo con la derecha más derecha, pero al fin su Partido Reformista ha sumado con el Partido centrista Estonia 200 y el Partido Socialdemócrata. "Este acuerdo asegura que Estonia esté protegida, que podamos continuar como un país independiente y autosuficiente", dijo Kallas, en un momento en el que la unidad nacional es clave ante la amenaza rusa. Pese a ello, el partido populista de extrema derecha EKRE logró un 16 %, aupada a las críticas por el gasto defensivo y la inflación.
Tambió la ultraderecha apoyó en 2019 a un Gobierno en Letonia. El partido antieuropeo KPV LV (su traducción al castellano sería ¿A quién pertenece el Estado?) apoyó al primer ministro conservador, Krisjanis Karins. También la Alianza Nacional arrastra voto derechizado, aunque hay quien lo salva de la etiqueta de extremo. Consiguieron un 11% de los votos en las últimas elecciones y forman parte de un Ejecutivo de coalición con otros cuatro partidos, con la "nación letona" como prioridad.
En Austria se dio un camino de regreso curioso, porque de pactar con la ultraderecha se pasó a hacerlo con los ecologistas. El Partido Popular (ÖVP) pactó en 2017 y 2019 con los ultraderechistas del Partido de la Libertad de Austria (FPÖ) -segunda fuerza-. Ya había existido un acuerdo similar en 1999. En este caso, fue el canciller de Sebastian Kurz quien se benefició de la suma. Acabaron cada cual por su lado, con un escándalo de corrupción que sacó a los ultras del poder. Hubo que ir a elecciones y Kurz forjó una nueva alianza, pero con los Verdes. Gran cambio. El canciller se fue también por otro caso de supuesta corrupción y su sucesor, Karl Nehammer, sigue alejado de la derecha extrema.
En Grecia, el partido más representativo de la derecha extrema fue Amanecer Dorado, pero ya se puede habla de él en pasado porque lo reventaron desde dentro. La crisis económica y los rescates financieros hicieron crecer a este colectivo euroescéptico y xenófobo, que en 2015 llegó a ser la tercera fuerza política, con el 6,8% de los votos y 17 diputados. Sin embargo, los principales partidos impusieron un cordón sanitario a los ultraderechistas, que cuatro años después desaparecieron del Parlamento griego. En 2020, la Justicia condenó a prisión a la cúpula del partido, que fue considerado una organización criminal. Quedan fuerzas menores, peor organizadas.
Nuestros vecinos portugueses no han tenido aún que elegir entre pactar o no pactar con la ultraderecha, pero es cierto que cada vez tiene más apoyo popular. No tenía representación parlamentaria hasta 2019, cuando Chega de André Ventura logró un escaño. En las elecciones de 2022 el socialista Antonio Costa logró mayoría absoluta pero Chega se colocó como tercera fuerza con más del 7% de los votos. Van subiendo.
Mandando
Europa ya tiene lo que los defensores de los cordones no querían ver: puros Gobiernos de ultraderecha. Empezando por dos veteranos ya, como el del Fidesz de Hungría o de Ley y Justicia de Polonia, que violentan con sus medidas los valores esenciales de la Unión y están empezando a pagar por ello con congelación de fondos y denuncias en los tribunales. Durante un tiempo, se hablado de ellos como partidos de derechas, sin más; los de Viktor Orban hasta estuvieron en el seno del Partido Popular Europeo, que los suspendió en 2019. Sus ideas y políticas se han extremado y se acercan a lo que hoy llamaríamos iliberales, democracias de postureo con alma autoritaria.
En los dos casos, gobiernan con amplias mayorías, acallando a algunos de los opositores o limitando derechos como el de información, apoyados en un discurso contrario a la inmigración e incluso al asilo, también homófobo y muy interesado en reducir el derecho al aborto.
Son modelos para la mujer que ha adelantado por la derecha a Marine Le Pen en ocupar un trono europeo, la italiana Giorgia Meloni, líder de Hermanos de Italia, directamente neofascista para algunos, de extrema derecha para los más templados. En Italia hay que retroceder un poco, porque Meloni tampoco fue la primera: los populistas de Cinco Estrellas no tuvieron reparos en pactar el Gobierno nacional con la Liga de Matteo Salvini, para buena parte de los analistas tan peligroso para la democracia o más que la actual primera ministra. Sin embargo, el ansia de poder del ultra le llevó a tensar la cuerda tras 18 meses de pacto, pensando en un adelanto electoral, en arrollar en las urnas, y la jugada le descarriló: tras un tiempo en el que mostró su verdadera cara en el poder, los demás le hicieron frente y el gabinete se sostuvo luego con alfileres, y sin él.
Años de sumas poco estables, a la italiana como tristemente se suele decir, llevaron a nuevas elecciones el año pasado, que ganó Meloni. Fratelli logró un 26% de los votos y añadió los 8, 77% de la Liga y los 8,11 de Forza Italia, de Silvio Berlusconi, suficiente para formar Gobierno. La debilidad de FI ahora que no está su líder hace temer una mayor derechización del gabinete, porque hacía de contrapeso. Las obligaciones con Europa, por ejemplo, o la guerra de Ucrania han hecho a Meloni bajar o aparcar algunas de sus ambiciones pero en otras ha sacado ya la patita.
Viene un año complicado. El Partido Popular Europeo, de la mano de Manfred Weber, está relajando ese cerco, a veces sin disimulo, por más que él mismo sea alemán, y está abriéndose a más pactos con la ultraderecha. Más aún cuando 2023 es un año con muchas e importantes elecciones: España aparte, hay comicios en Grecia, Eslovaquia, Polonia, donde la derecha puede ganar pero hay que ver las mayorías. Weber fue el primer líder europeo que bendijo la alianza entre Meloni, Salvini y Berlusconi. "Blanquear", como le dice la izquierda en el Europarlamento. Bajo su mandato ningun país de peso de la UE tiene hoy el poder y lo quiere. Por ahora, no ha habido grandes cismas cuando el PP se ha apoyado en Vox para gestionar.