La solución de dos estados, la vía muerta que es la única posibilidad de paz entre Israel y Palestina
Los líderes mundiales se afanan en recordar que la solución al conflicto ha de ser política y acabar con dos naciones vecinas, seguras y con derechos. Aunque hoy parece un sueño, es posible si hay voluntad y necesario para evitar más muerte.
"Cuando la crisis termine, tiene que haber una visión de lo que vendrá después y, en nuestra opinión, tiene que ser una solución de dos estados". Habla Joe Biden, presidente de Estados Unidos, y se refiere a Israel y Palestina. Sus palabras fueron replicadas luego por el británico Rishi Sunak, el francés Emmanuel Macron o el español Pedro Sánchez. Así, hasta el plan presentado ayer por Bruselas en el que sólo hay una meta clara: un estado palestino.
Hay consenso en la comunidad internacional en que el fin del conflicto palestino-israelí pasa forzosamente por esa salida. El problema es que hoy es un callejón tapiado, una vía muerta. Pues siendo así, habrá que tirar el muro, porque no hay otra.
Tras los acuerdos de paz alcanzados en los años 90 del siglo pasado y el arranque del 2000, quedó claro que esa era la hoja de ruta sensata para poner fin a décadas de enfrentamiento. Sin embargo, las cosas se torcieron por el camino: el recrudecimiento de la violencia, la desaparición de líderes como Yasser Arafat o Isaac Rabin, la radicalización de los gobiernos de Benjamín Netanyahu, la debilidad de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), el aumento de las colonias ilegales, el poder de Hamás en Gaza o la falta de atención de Occidente sumaron para que todo quedara en casi nada, tímidos avances que llevaron a un estancamiento conveniente para Israel e insoportable para Palestina.
Ahora, la guerra iniciada hace tres meses tras el ataque de Hamás a Israel y la réplica de Tel Aviv sobre Gaza ha puesto sobre la mesa la necesidad de abordar de una vez este nudo irresuelto de la Historia. La solución de dos países vecinos, en paz y seguridad, en los que se respeten los derechos de todos sus ciudadanos, todos iguales, adquiere nueva relevancia porque, queda claro, la vía militar no ha resuelto nunca nada. "Una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad", decía Sherlock Holmes. En este caso, la verdad es la política, la justicia.
Al mes del conflicto, en los dos lados, ya se empezó a hablar de forma "discreta" sobre esta vieja posibilidad, confirmó The New York Times. Aún prevalece la violencia, pero los dedos empezaban a señalar ese expediente que nunca ha dejado de estar sobre la mesa. En la última semana, se ha convertido en un debate obligado en la agenda internacional, cuando los muertos en Gaza superan los 25.000, cuando los rehenes (más de cien) que siguen en manos de Hamás no vuelven a casa, cuando no es que haya riesgo de que la crisis contagie a la región, sino que ya lo ha hecho.
Netanyahu dijo el día 18 de enero que rechaza un estado palestino, cuando él mismo lo había defendido de palabra -más por contentar a EEUU que por convicción- años atrás. Washington le replicó que "los palestinos tienen todo el derecho a vivir en un Estado independiente" y Europa, aboga por "imponer" la creación de un Estado palestino frente a la negativa de Israel.
No es un deseo de todos, en el caso de la Comisión habla el alto representante de su Política Exterior, Josep Borrell, pero hay países como Alemania que frenan, tratando de proteger a Israel, o países como Letonia quieren hasta sanciones económicas a Tel Aviv por su bloqueo y la guerra en sí. Pero, sencillamente no hay nada más. No puede ser para ya, porque la guerra y los muertos y el rencor lo ocupan todo y, también, porque el único mediador posible, EEUU, estará enredado todo 2024 con las elecciones. Pero entonces, quizá, se podrá volver a hablar. Ningún plan de futuro puede dejar de lado esta vía o estará repitiendo errores y olvidos del pasado.
Los nuevos obstáculos
Hay nuevos obstáculos, añadidos a los de siempre, a los que intentó solventar por última vez en 2014 el enviado de Barack Obama, su secretario de Estado, John Kerry, quijotesco mediador que peleó todo lo que pudo, sin éxito. Más allá de la obvia herida causada por Hamás en Israel y la sangre derramada en la franja, que tiene hoy en shock a las dos sociedades, está por ejemplo la expansión de los asentamientos en Cisjordania y el este de Jerusalén: si en 1993, cuando la esperanza de Oslo, había 116.300 colonos judíos, a finales de 2021 había 465.000, según The Economist, cifra que Naciones Unida sube por encima del medio millón.
Casa a casa, cada vez son un estorbo mayor para la paz, porque han logrado acaparar no sólo suelo, sino suelo con recursos, de agua a canteras pasando por vías de comunicación, que nadie sabe en qué lado quedarían si hay dos estados. Sus pobladores ilegales se han organizado políticamente y hasta uno de sus portavoces ha llegado a ser primer ministro (Naftali Bennett). Su influencia en los Gobiernos es notable, como llave, también ahora con Netanyahu, y desarraigarlos es prender la llama.
Es uno de los fenómenos más preocupantes de los últimos tiempos: el ascenso de los ultras en el gabinete israelí (nacionalistas y religiosos), que ha tenido su reflejo también al otro lado. Los palestinos están desilusionados ante la carencia de relevo en el liderazgo, con el presidente Mahmud Abbas muy mayor (87 años). Llegó para un mandato de cuatro años y lleva 19 en el mando, anuló hasta las elecciones de 2021, ilusionantes para la sociedad palestina.
Más allá de su falta de operatividad, la sombra de la corrupción y el cansancio por los mismos rostros, a la Autoridad Nacional Palestina la ha despreciado Netanyahu, la ha querido sacar de la ecuación como un socio imposible para la paz, y esa imagen ha calado, ayudada por la Segunda Intifada y los ataques a civiles.
La estrategia de "divide y vencerás" ha servido para alentar la radicalización de nuevas facciones palestinas, que quieren destrozar el statu quo. Quizá esta guerra acabe con Hamás, pero por ahora su popularidad está al alza, porque ha movido ficha en un conflicto olvidado. Sus postulados pueden tener herederos y no poner fácil una vuelta a la mesa de negociaciones, como el Movimiento de Resistencia Islámico hizo con Oslo. Es impredecible lo por venir, como lo fue en EEUU el tiempo posterior al 11-S, momento con el que se compara la crisis actual. Todo puede cambiar, pero nadie sabe hacia dónde.
Y, sin embargo, hay un método
Y, aún así, hay plan. Hay negociadores entusiastas que llevan décadas preparándolo, que no han perdido la esperanza ni en las peores etapas, como la que nos ocupa. Por ejemplo, la palestina Hiba Husseini y el israelí Yossi Beilin han mantenido viva la llama en The International Dialogue Initiative (Iniciativa de Diálogo Internacional), donde han defendido los dos estados con vehemencia. Y con propuestas reales.
Su idea es que se puede crear un estado palestino en Gaza y Cisjordania y plantear un intercambio de territorios en zonas donde hay ya grandes colonias. Algunas de ellas se podrían incorporar a Israel, con derechos compensatorios y tierras similares para el nuevo estado. Los colonos de zonas más profundas y menos anexionables, podrían elegir entre el traslado o reubicación en Israel o quedarse, con pasaporte israelí, pero como residentes permanentes en Palestina, obligados por sus leyes. Se fijarían normas para lograr, además, un alto nivel de coordinación en materias como seguridad e infraestructuras.
Sobre Jerusalén, capital triplemente santa, se plantea que la ciudad vieja, donde se concentran los santos lugares, sea declarada zona "abierta", con una administración conjunta de ambas naciones, cuyo perímetro, con el paso del tiempo, se iría ampliando hasta abarcar todos los barrios, con judíos, musulmanes o cristianos, de la ciudad en la que ahora viven 874.000 personas. Gaza, desconectada territorialmente hoy del resto de territorios palestinos, necesitaría de un corredor terrestre para unirse con Jerusalén Este y Cisjordania.
La propuesta inicial -elevada en 2022 a la ONU y a Estados Unidos- contempla, no obstante, dos cesiones dolorosas para los palestinos: una es que su nación sólo tendría una fuerza policial y no un ejército o fuerza aérea, aunque se quedaría con la estratégica frontera (por seguridad y alimentación) del Valle del Jordán; otra es que el derecho al retorno de los refugiados, que son ya cinco millones y conforman la mayor diáspora del planeta, sólo se contemplaría en un número simbólico, aunque sí habría compensaciones por la pérdida de bienes. En 2011, en otra vida vistos los acontecimientos de hoy, Netanyahu dijo que aceptaría la vuelta de entre 40.000 y 50.000 palestinos a su territorio.
Lo que piensan los ciudadanos
Palestinos e israelíes se han acabado cansando del proceso de paz, en la medida diferente de quien tiene un estado y un sistema y quien no lo tiene y soporta la ocupación. De forma muy dispar, en resumen. Los primeros han visto cómo las promesas de Oslo no se cumplían, más allá de la creación de la ANP y algún respiro extra, pero necesitan las negociaciones porque son los que más tienen que ganar. Ante el estancamiento, Abbas impulsó el reconocimiento de Palestina como estado en Naciones Unidas, en 2012, y desde entonces es estado observador, no miembro, con acceso a numerosas de sus agencias y a la valiosa Corte Penal Internacional. Más del 90% del mundo reconoce este estado, aunque no los pesos pesados de Occidente, España entre ellos.
Aquel fue un proceso que sembró de alegría las calles de Palestina, pero al que le falta un estado de pleno derecho. Con los años, la confianza en tenerlo ha ido bajando. Dice una encuesta de este año del Centro Palestino de Políticas e Investigación de Encuestas que sólo el 28% de los palestinos apoya aún la solución de dos estados. Hace diez años, se llegaba a un 53%. Los jóvenes, concreta otro sondeo de Gallup, son mucho más desconfiados que sus padressbre un futuro negociado.
En el lado israelí, donde vivir es más objetivamente sencillo, también se han apagado los ánimos, en paralelo al ascenso de los partidos nacionalistas y religiosos que aspiran a tener toda la tierra bíblica de Israel, del río Jordán al mar Mediterráneo. Un sondeo de septiembre del Pew Reseach Center afirmaba que sólo el 35% de los israelíes creían en "encontrar una manera de que Israel y un estado palestino coexistan pacíficamente". Son 15 puntos menos que hace una década. Algo menos, un 32%, detecta otra encuesta del Instituto por la Democracia de Israel, del año pasado, que afina el dato de los árabes israelíes, hoy el 21% de su población: en este caso, el apoyo es del 71%.
Lo que reste cuando acabe la contienda actual es, de seguro, dos sociedades profundamente traumatizadas, por lo que acercar sus opiniones a un proceso negociador o será fácil salvo que se tome conciencia de que, por poco que guste, es lo único que puede salvar de más horror. La guerra puede endurecer a las dos partes o evidenciar que la de las armas no es la vía.
Todo lo que tiene que pasar
El sueño lejano de los dos estados necesita, sobre todo, de voluntad política. Sus defensores están convencidos de que, si hay horizonte y ganas de pelear, las sociedades de los dos territorios acabarán por avalar la apuesta, como pasó en 1993, cuando nadie acababa de ver lo que hacían Isaac Rabin, Simon Peres y Yasser Arafat y acabó por reportarles un Nobel de la Paz.
Primero está la guerra. Nada se va a mover hasta que acabe. Israel ha prometido acabar con Hamás, pese a su enorme asiento en parte de la sociedad palestina desde 1988, y sus mandos auguran una contienda de meses, como poco. Ya van tres. Ahora mismo, el clima no puede ser peor para la paz: la amenaza de una "segunda Nakba" o catástrofe, en palabras de Abbas, y la extrema derecha de Israel llamando a ocupar Gaza y convertirla en un asentamiento. Con este Gobierno, Tel Aviv no aceptará la creación de un estado vecino soberano -si hasta llama con los nombres de "Judea y Samaria" a Cisjordania-. También es cierto que nadie, desde el asesinato de Rabin y la desaparición progresiva del laborismo, hablaba siquiera de esta salida en partidos de la oposición, izquierda minoritaria aparte.
Hubo un tiempo en el que Netanyahu sí defendió los dos estados, en un histórico discurso en la universidad de Bar Ilan, en 2009. Ahora rechaza esa apuesta. Desde luego, tampoco asume la posibilidad de un estado único, porque sería el fin del estado judío: se produciría un vuelco demográfico al sumar a sus árabes israelíes los 5,5 millones de palestinos de Gaza y Cisjordania, una población que además es más joven y crece más rápido. Impensable.
Si Hamás deja de mandar en Gaza, queda la duda de quién lo hará, si se quedará Israel como ocupante, se buscará una fuerza de paz, se le pedirá a la ANP, reconocida como legítima representante de los palestinos... Cada vez más se apoya la idea de que Abbas y su gente tome la transferencia del poder, sumiendo reformas como le piden EEUU y Europa, y se apoye en un cuerpo árabe de pacificación, pero el presidente palestino no puede aceptar ese mandado como si nada hubiera pasado en la franja. Una de sus bazas para negociar puede ser el estado, al menos garantías significativas de que se va a negociar. Lo contrario puede serle afeado como cercanía a Israel.
Abbas, líder gastado, posiblemente no sería el llamado a afrontar esta nueva negociación. Tampoco Netanyahu, a quien nueve de cada diez de sus ciudadanos quiere fuera por no verlas venir en el ataque de Hamás. Hace falta un nuevo liderazgo. El problema es encontrarlo. Ha habido parte del centrismo y la izquierda de Israel que se ha quedado al margen del gabinete de unidad y de emergencia liderado por Bibi, coincidentes en que Hamás debe pagar por los 1.400 muertos y 242 rehenes, pero que hacen algunos llamamientos a cumplir con las leyes de la guerra. Son ellos los que podrían estar más abiertos a negociar con los palestinos, pero no tienen mayoría ni visos de tenerla y hace años que dejaron de hablar siquiera del conflicto, salvo excepciones. Ahora, además, hay un proceso abierto en la Corte Internacional de Justicia de La Haya, a instancias de Sudáfrica, que quizá condene a Israel por genocidio o lo fuerce, al menos, a pausar la guerra. Todo por ver.
En Palestina, hay nombres que llevan años trabajando duro con Abbas, muy respetados, pero sólo hay un candidato que puede unir a todas las sensibilidades: se llama Marwan Barghouti y está en una cárcel israelí, arrastrando cinco cadenas perpetuas. Líder de las intifadas, jefe de la rama armada de Fatah y al que algunos llaman el "Mandela palestino", siempre aparece en listados de posibles excarcelaciones, pero no logra salir.
Ha pasado la guerra. Se estabiliza la zona. Hay nuevos líderes. Los contactos pueden empezar, modestamente y con voluntad de entenderse y ceder. La mecánica del proceso se aclara pero ¿quién media? Sólo EEUU puede asumir ese papel. Los demás países pueden apoyar el proceso, de forma bienintencionada, pero sin capacidad de presión e interlocución que dé resultados. Washington había dejado de lado Oriente Medio y ahora busca cómo recuperar su papel en la zona. Es urgente.
Su papel siempre ha sido central, desde la Conferencia de Paz de Madrid de 1991. Las dos partes le hacen caso. No obstante, se acumulan años de desgana en la zona. Obama fue el último que intentó poner de acuerdo a los adversarios. Donald Trump sólo echó gasolina al fuego. Entendió que Abbas no es un interlocutor para nada y apostó por el halcón Netanyahu, ahondando en su discurso antiIrán y en la necesidad de garantizar la seguridad de Israel, sólo de Israel. El republicano hasta defendía que Tel Aviv se anexionara el 30% de Cisjordania, en colonias, y provocó al mundo anunciando el traslado de su embajada a Jerusalén, pretendida capital por ambos países, un gesto que al final ni ha cuajado.
Trump apostó por una visión económica de la región. Impulsó los Acuerdos de Abraham para que Israel fuera reconocido por el mundo árabe y a Palestina no llegara más que un poco de dinero extra. Biden no ha tumbado esa estrategia sino que estaba profundizando en ella ahora, intentando el establecimiento de relaciones entre Israel y Arabia Saudí. Todo ha quedado parado tras el ataque de Hamás. En tres años, no ha hablado de paz ni de dos estados, más allá de posicionamientos de rigor, y con elecciones en casa el año que viene es posible que no se enrede más con la política exterior.
Rusia y China tratan de ganar peso en Oriente Medio, pero ni por asomo tienen el necesario para tirar de este carro. La Unión Europea, por su parte, se ve como un interlocutor honesto, pero nadie se la toma muy en serio. Es respetada, pero no tiene capacidad de influencia. Gestos como el de la cumbre que España ha propuesto o el plan presentado ayer se agradecen, y pueden ayudar a acercar posturas, pero no de forma determinante. O no por ahora, en solitario.
Los países árabes también pueden arrimar el hombro, aceptando estar en la fuerza de paz de Gaza o prometiendo pagar su reconstrucción; también garantizando, como planteó en 2002 Arabia en su Iniciativa de Paz Árabe, que todo el mundo árabe reconocerá a Israel si se crea un estado palestino. Pueden ser un bastón para apoyarse en la búsqueda de soluciones, pero también hay que ver cómo reaccionan sus sociedades a hablar con Israel, ya que están muy dolidas con lo que está ocurriendo en Gaza.
En estos años, no obstante, han surgido otros actores no estatales en la región que pueden complicar la mediación y aceptación de esta salida, como Hezbolá en Líbano o los hutíes en Yemen, partidarios de Hamás con gran poder en sus territorios cuya reacción y postura hay que vigilar.
Los dos estados no están a la vuelta de la esquina, pero si no llegan, no habrá paz para nadie, nunca, en ningún sitio.