La maravillosa historia del español
En la historia del español, maravillan muchas cosas: que la convivencia del árabe con el castellano produjera hace mil años decenas de préstamos que siguen vivos (aceite, alarde, mezquino), o que de ahí surgieran las jarchas, los testimonios más antiguos de la lírica europea. Maravilla la influencia que la literatura clásica ha llegado a tener sobre los usos cotidianos: de la "rebuscada" poesía de Góngora, nacieron vocablos como juventud, joven, inmóvil, prodigioso o umbría.
La historia de la lengua, de cualquier lengua, es un arca que, al abrirse, se muestra repleta de joyas asombrosas. La capacidad de maravillar de los idiomas tiene que ver con hechos menudos y, a la vez, con grandes logros, que pasan inadvertidos a la mayoría de los hablantes, más preocupados por la inmediatez de lo que se quiere decir, que por el recto significado de las palabras que se dicen.
En la historia del español, maravillan muchas cosas. Maravilla, por ejemplo, que la convivencia del árabe con el castellano produjera hace mil años decenas de préstamos que, en gran medida, siguen vivos (aceite, ajuar, alarde, maroma, mezquino), o que de ahí surgieran pequeñas composiciones poéticas, llamadas jarchas, que son los testimonios más antiguos de la lírica europea, y que incluyen rasgos típicos del contacto de lenguas (préstamos, calcos) coincidentes con los que actualmente se encuentran en las fronteras del inglés o el portugués con el español.
Asimismo, maravilla la influencia que la literatura clásica ha llegado a tener sobre los usos lingüísticos cotidianos. Pensemos que de la "rebuscada" poesía de Góngora nacieron vocablos como juventud, joven, inmóvil, prodigioso, umbría, libar o conculcar.
Uno de los elementos protagonistas en cualquier historia de la lengua que se precie es la etimología. Los amantes de las lenguas no sólo buscan explicaciones etimológicas, sino que las exigen, entre otras razones porque consideran que los lingüistas están para informar de ese tipo de cosas, aparte de dar solución a las dudas ortográficas.
Hace poco, explicaba en su blog Ángel López García-Molins que la etimología de las palabras constituye uno de los atractivos, si no el principal, de la valoración de los lingüistas por la sociedad. Y es que no hay mayor placer intelectual que descifrar el supuesto origen de una palabra de pasado oscuro, placer al que ningún aspirante a erudito se permite renunciar.
Así, a la hora de explicar la palabra "gaucho", se ha querido ver su origen en el francés gauche, "zurdo; torpe"; en el latín gaudeo, "alegre"; en el árabe chaouch, "arreador de animales"; en el portugués gauderio, "ladrón de caminos, bandido errante"; en el caló gachó, "extranjero; hombre; amante"; o en el araucano cauchu, "hombre fino, astuto". ¿Quién da más? Mayor variedad de posibilidades etimológicas es difícil encontrar para una sola palabra.
Desde el terreno de las hipótesis, la etimología que cuenta con una mayor justificación es la que relaciona "gaucho" con una voz quechua wacha, que significaba "pobre, indigente; huérfano". De ahí procedería el actual uso de "guacho" como "niño, bebé" en tierras andinas, y de ahí podría haber surgido un "guaucho" que después daría lugar al "gaucho" de la pampa suramericana. El reciente libro La maravillosa historia del español se adentra en esta y en otras aventuras etimológicas similares.
Ahora bien, la historia de la lengua sería muy pobre si transcurriera exclusivamente por los dominios de la etimología. Se trata de algo más complejo. La historia de la lengua nos explica cómo nacen las lenguas y sus variedades, cómo se van configurando las gramáticas, cómo se enriquecen los recursos discursivos; quiénes crearon tales o cuales variantes, cómo las lenguas se prestan expresiones, cómo diferentes modos de vida producen rasgos de lengua diferenciados.
El conocimiento de tales hechos no sólo nos acerca más a la lengua, sino que nos ayuda a conocer mejor nuestra comunidad, nuestra cultura y a nuestros vecinos, como personas y como pueblo. Conocer la lengua en su historia es un acto de identidad por el que también se valora lo ajeno, en la medida que complementa y enriquece. Pero eso no es todo.
No hace mucho, se ha publicado una obra de Ana Durante titulada Guía práctica de neoespañol, comentada con sorna y amargura por Javier Marías en El País, en la que se describen usos anómalos cuyo origen tiene mucho que ver con el desconocimiento de la historia y la evolución de la lengua.
Cuando alguien dice "esa camisa le profería un aire chulesco", es que desconoce que "proferir" es un verbo de lengua en su origen ("pronunciar, decir"); y cuando se oye "Habían fletado todo el hotel", es porque no se ha reparado en que "fletar", procedente del francés fret, tiene que ver con medios de transporte y no con espacios o construcciones.
Por otro lado, cuando se ignora la historia, es más fácil caer en los llamados malapropismos. En 1775, el irlandés Richard Sheridan creó un personaje, de nombre Malaprop, que se caracterizaba por cambiar unas palabras por otras de sonidos similares, como los célebres casos españoles de candelabro en lugar de candelero, o ostentóreo por estentóreo.
Problemas cognitivos aparte, sin duda el mejor antídoto del malapropismo es el conocimiento de la lengua en su historia, si bien no faltan casos en los que tales hechos han acabado consolidándose en el uso común, como ocurre con vagamundo por vagabundo, recogido en el diccionario académico, o con vituperio en Chile, donde significa "reunión con comida", por confusión con vitualla.
Como vemos, es innegable que los errores son una de las fuentes del cambio lingüístico, pero ello no puede servir de coartada para hacer de la comunicación algo confuso. Las formas lingüísticas tienen sus porqués, y su conocimiento nos ayuda a ser nosotros mismos, al tiempo que nos permite ser protagonistas conscientes de la maravillosa historia de nuestra lengua y, en definitiva, de nuestra propia historia.