Imponer la vida y robar la dignidad al morir
La obligación de los médicos no es con la vida en abstracto sino con la persona enferma. Y tan importante y exigible como una actuación técnicamente irreprochable lo es el respeto a la voluntad del paciente, a su autonomía y a su dignidad. No se puede imponer la vida a nadie y no sólo no es buen médico quien no conoce su oficio, tampoco lo es quien ignora la libertad del paciente.
Días atrás, los medios de comunicación informaron de dos casos conflictivos que se están produciendo en EEUU y que plantean cuestiones éticas y técnicas de gran calado e interés, no sólo para los sanitarios sino para el público en general:
El primero ocurre en el estado de Texas y afecta a una mujer, Merlise Muñoz, de 33 años, a quien los médicos -invocando la prohibición legal por su estado de gestación- niegan el derecho a ser desconectada de los medios de sostén que mantienen artificialmente su respiración y circulación a pesar del diagnóstico de muerte cerebral, extremo que no ha sido confirmado oficialmente por el centro sanitario, pero que la familia asegura haber recibido como diagnóstico antes de producirse el conflicto. No está claro en las informaciones de prensa si Merlise tenía suscrito un documento de voluntades anticipadas (testamento vital) pero, en todo caso, la familia -sin discrepancias que hayan trascendido- trasmite la voluntad clara y reiteradamente expresada por Merlise de no ser mantenida por medios artificiales. Es oportuno señalar que su profesión de enfermera en urgencias permite suponer que Merlise sabía bien lo que hacía cuando renunciaba a tales medidas.
En el otro caso, una menor de 13 años de edad, Jahi McMath, en situación médicamente confirmada de muerte cerebral tras una prolongada anoxia (falta de oxígeno) por parada cardiorrespiratoria, se mantiene con respiración asistida y demás medidas de sostén cardio-circulatorio por deseo de sus padres y en paradero desconocido -con toda probabilidad otro centro sanitario- tras la autorización de un juez y la intervención de un forense. En este caso, la condición de menor excluye tanto la existencia de testamento vital como la misma capacidad jurídica de decidir, de tal manera que la voluntad que el juez ha hecho prevalecer en este caso sobre la decisión médica es la de los padres, auténticos representantes legales de Jahi.
Por empezar a desbrozar cuestiones, ambos casos tendrían en común la situación -a falta de confirmación en el caso de Merlise- de muerte cerebral. Se trataría pues de personas legal y médicamente muertas. De hecho, parece que en el caso de Jahi los médicos habían extendido el preceptivo certificado de defunción.
Con toda probabilidad, estos casos servirán a algunos para retomar un debate artificial, interesado y superado sobre si la muerte cerebral es o no la muerte real. Por nuestra parte, nos limitaremos a informar a los no expertos en medicina que la definición de muerte cerebral o muerte encefálica, universalmente aceptada por la profesión, data de 1968 y fue establecida en la muy prestigiosa universidad de Harvard por un comité de expertos creado con ese fin ante la pérdida de valor de los signos clásicos de muerte -ausencia de respiración y de latido cardiaco- como consecuencia de los adelantos de las técnicas de reanimación cardiorrespiratorias (mal llamadas "de resucitación"). Se trataba de definir con certeza cuándo, a pesar de la persistencia artificialmente mantenida de funciones vitales, no había posibilidad de recuperación porque la persona estaba muerta. Por decirlo en términos coloquiales, cuándo había que parar y suspender esas medidas que mantenían el cadáver en apariencia de vida. Ésta y no la aviesa intención de conseguir órganos para trasplantarlos motivó el establecimiento de los criterios de muerte encefálica.
La siguiente consideración es que, cuando se evidencian todos y cada uno de los elementos que requiere el diagnóstico de muerte cerebral, la obligación del equipo médico -estas situaciones se dan casi exclusivamente en unidades de cuidados intensivos- es comunicar la defunción a los familiares y proceder a la retirada de los medios de soporte artificial, expidiendo el correspondiente certificado de defunción que dará paso a los ritos funerarios y al duelo de los allegados. La ética comúnmente compartida y, desde luego la legalidad, permiten -con el consentimiento de la familia- mantener transitoriamente dichas medidas en el caso de la donación de órganos para trasplante, con el fin de asegurar su viabilidad. En el caso de Jahi, una vez determinada su muerte por quienes pueden y deben hacerlo, sus médicos, no tiene sentido la petición de la familia de mantener el cadáver en situación de vida aparente, por más que sea comprensible su actitud, y ninguna justificación ética tienen la actuación del juez y forense que parecen haberse plegado -si no es que las comparten- a las intenciones manipuladoras de grupos pretendidamente provida. Menos justificación tienen aún esos grupos que no dudan en utilizar a las personas exclusivamente como medio sin respetar por tanto su dignidad; más aún, aumentando su sufrimiento. Que la familia de Jahi tenga dificultades para admitir su muerte es comprensible pero lo que necesita es ayuda técnica para asimilarlo, no manipulación interesada. Y los jueces, en un estado democrático, tienen la obligación de proteger y no de contribuir a esa inmoral manipulación.
El caso de Merlise es ciertamente más complejo. Aun a riesgo de equivocarnos si los datos suministrados no son exactos, lo primero que tenemos que decir es que el problema parece tener origen en una incorrecta actuación médica inicial que habría consistido en la reanimación tardía de una paciente en parada cardio-respiratoria prolongada, al parecer originada por un embolismo pulmonar y que, debido a la falta de oxigenación mantenida habría dado lugar a la muerte -irrecuperable- del cerebro. Puede admitirse como un error disculpable emprender una reanimación tardía en un domicilio por un equipo de emergencia poco experto pero no la continuación de las medidas de sostén en una unidad intensiva durante semanas hasta descubrir la gestación. Máxime tratándose de una paciente que ha expresado claramente su deseo de no prolongar su vida -menos aún su muerte- con medidas artificiales. Saber cuándo parar es una cualidad necesaria en todo médico, indispensable en un intensivista. Si los médicos hubiesen hecho con ella lo ética y técnicamente correcto, Merlise y el concebido -incapaz de sobrevivir separado de su madre muerta- habrían dejado conjuntamente de existir y la familia estaría avanzando en el proceso de asimilación del duelo. No habría caso.
Para que no quede ninguna duda sobre nuestra posición, si Merlise hubiese manifestado su deseo de mantener las medidas de sostén en el caso de estar embarazada, estaríamos en una situación similar a la comentada en relación con el trasplante.
Por cierto, en Castilla-La Mancha, el documento de testamento vital incluye la opción de retrasar o no la supresión de medidas de sostén en el caso de gestación. No sabemos qué tendrá previsto al respecto el ministro Gallardón pero nos tememos lo peor.
Lo cierto es que no se hizo lo debido y, ahora los médicos se encuentran ante el dilema moral de cumplir la voluntad de su paciente, amparada por la constitución de los EEUU en su derecho a decidir sobre su vida y su cuerpo, u obedecer una ley del estado de Texas que priva de tal derecho a las mujeres que, para mayor desgracia, suya y de sus familias, además de estar en una situación clínica cercana a la muerte, son gestantes.
Una primera aproximación al problema, que elude el pronunciamiento sobre los fundamentos éticos, sería acogerse a la literalidad de la ley si establece que, en el supuesto beneficio del feto, no se puede cumplir la voluntad expresada de retirar medidas de sostén que prolonguen la vida de la madre. Si la situación de Merlise es la muerte cerebral no se estaría en lo previsto por la restricción legal porque no hay vida que sostener y sus médicos deberían hacer lo que no hicieron en el momento indicado. No se nos oculta que, probablemente, dado el ambiente puritano en que se enmarca dicha ley tejana, tendrían que responder de ello ante los tribunales. Pero, a nuestro parecer, hay suficiente argumentación para defender una actuación que, respetuosa con la voluntad de Merlise, se realizaría de buena fe y razonablemente de acuerdo con los estándares de actuación médica.
Aunque consideramos que cierto conocimiento básico del Derecho y sus fundamentos es parte de nuestra obligación cívica y también médica, no seremos tan audaces de refutar como inconstitucional esa ley del estado de Texas pero creemos que en las múltiples y, en ocasiones contradictorias, sentencias producidas en EEUU por casos de disponibilidad de la propia vida hay elementos para la presunción de su inconstitucionalidad. Doctores tiene el Derecho que podrán pronunciarse con autoridad. A ellos nos remitimos.
No obstante, ya en el terreno de la ética médica, no podemos dejar de reiterar que la obligación de los médicos no es con la vida en abstracto sino con la persona enferma. Y que tan importante y exigible como una actuación técnicamente irreprochable lo es el respeto a la voluntad del paciente, a su autonomía y a su dignidad. No se puede imponer la vida a nadie y no sólo no es buen médico quien no conoce su oficio, tampoco lo es quien ignora la libertad del paciente. Instrumentalizar a una mujer que ha manifestado su voluntad de no ser sometida a medidas invasivas de su intimidad y que no ha hecho salvedad para el caso de una hipotética gestación; convertirla así en una especie de incubadora humana de un feto al que, a más abundamiento, se le prevé un daño cerebral serio, dado que ha estado sometido al mismo proceso de anoxia que su madre, no puede justificarse como la defensa del derecho del no nacido pues ignora la dignidad de la madre y la utiliza exclusivamente como un medio en lugar de un fin en sí misma. Una vez más los poderes fácticos que desde una ética de base religiosa quieren imponer -y en ocasiones como éstas, imponen de hecho- su ideología, supeditan el derecho de la persona real al de quien, como el nasciturus, no deja de ser un bien pero no es sujeto de derechos al no ser persona. Diga lo que diga Gallardón.
La realidad es que, así como puede afirmarse que la calidad de un sistema democrático y jurídico se muestra en el modo en que resuelve los casos difíciles, podemos afirmar que cuando la solución propuesta a un dilema ético genera, o pone en riesgo de generar, más conflicto y sufrimiento que bienestar y paz, tal solución tiene una elevada probabilidad de ser equivocada. Veamos lo que la solución legal tejana consigue en el caso de la mujer embarazada.
Si se persiste en la decisión de mantener en suspenso el estado de muerte de Merlise, y más aún si está viva y no en muerte cerebral, el resultado será: la utilización de Merlise como un medio y no un fin, la prolongación del sufrimiento de la familia y, con toda seguridad si llegase a término, el nacimiento de un ser en estado vegetativo persistente por anoxia intraútero. ¿Alguien puede creer que sería un gran triunfo de la vida sobre la muerte?
Se adhieren a este artículo: Luis Montes (médico); Fernando Marín (médico); Fernando Pedrós (filósofo); Carlos Barra (médico) y Antonio Cuesta (médico). Miembros de la Asociación Federal Derecho a Morir Dignamente.