La untuosa reverencia
Por qué la prensa no se hace más eco de que el Vaticano es uno de los Estados que no reconoce los derechos (humanos) de las mujeres, al igual que otros países, por ejemplo, Irán o Yemen; por qué silencia que la Iglesia católica se alía sin excepción con los países más insultantemente machistas.
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La Iglesia católica vuelve a tener papa. La primera persona del plural, habemus, no es más que otro intento de universalización; mucha gente ni tiene, ni quiere, ni le interesa.
Podría sorprender la untuosa reverencia con la que gran parte de los medios trata la cuestión; si no sorprende es porque se ha convertido en costumbre. La felliniana ascensión -todas las campanas de Roma repicando al viento- de Ratzinger al cielo de Castel Gandolfo hizo olvidar en seco a mucha prensa un papado de extrema derecha, el intento de acercamiento a las posturas más carcas y reaccionarias -las de Lefebvre-, la involución del dimitido papa (iniciada ya por Wojtyła) respecto al Concilio Vaticano II o, sobre todo, el indignante desprecio hacia las mujeres.
Algunos medios hacen notar aspectos interesantes tanto del momento de la Iglesia católica como del nuevo Papa. Mencionan que un papa de la era moderna no había dimitido nunca; que jamás un papa había sido latinoamericano (en una palabra: americano); que nunca había habido un papa jesuita.
Los hay que hacen énfasis en las tareas que tiene por delante. Por ejemplo, la de airear una casa oscura y rancia cerrada a cal y canto, la de dotar a la Iglesia católica de un discurso social que pudiera convertirla en un referente ético creíble, la de dejar reluciente e impoluto como una patena el banco más opaco, siniestro y negro de la cristiandad (aunque más que una misión, este empeño quizás requiera un milagro).
Con extrema unción, otros medios hablan del alias con el que se ha bautizado el Papa, de si fue al hotel donde se alojaba a pagar en persona la factura del alojamiento, de si prefirió ir a cenar en autocar junto a la tropa de cardenales en lugar de utilizar una limusina, de su capacidad de bromear y, en ciertos aspectos, de relativizar. Escrutan estas anécdotas como si fueran las claves para interpretar el nuevo papado. Incluso se dedican a narrar con detalle su resbalón en la sala Clementina.
Aún otros, con devoción, se dedican a los aspectos físicos. Hablan, por ejemplo, de la calidad y nobleza del metal de la cruz que lucía en su pecho, del color de sus escarpines, de si su primera comparecencia en el balcón fue de blanco inmaculado, sin rastro de la muceta de seda roja forrada de armiño tan del gusto de otros papas y se dedican a interrogarse sobre sus significados como si estuvieran ante el oráculo de Delfos.
Por cierto, hablar de raso y de satén, de oro y de pedrería, de púrpuras y llamativos rojos, de lencería fina es, en esta ocasión, perfectamente pertinente. Como lo habría sido constatar que las políticas de este país osaban, por ejemplo, presentarse ante un papa sin la sumisión de una mantilla, racial peineta incluida o no. Incluso Fernández de la Vega, vicepresidenta del Gobierno de un país laico, transigió y se plantificó, no una mantilla pero sí una boina negra que, hay que reconocerlo, le daba un aire entre existencialista y partisano (ya puede vanagloriarse Occidente de tener superada la cuestión del velo). Hermanas de otras religiones monoteístas, también extremadamente misóginas, que coinciden en ver en el cabello en libertad de las mujeres la tentación y el pecado, quizás habrían agradecido el ejemplo. Otras mandatarias de países laicos han acudido a una cita papal con la cabeza descubierta, con la cabeza alta. Merkel, seguro; me suena que Clinton, también. Como el Papa actual es tan cercano, humilde y proclive a romper el protocolo, supongo que le parecerá muy bien.
Estos detalles me llevan a finalizar estas líneas preguntándome (a fuer de no perder la fe) por qué la prensa no se hace más eco de que el Vaticano es uno de los Estados que no reconoce los derechos (humanos) de las mujeres, al igual que otros países, por ejemplo, Irán o Yemen; por qué silencia que la Iglesia católica se alía sin excepción con los países más insultantemente machistas en cada reunión internacional para tratar de rebañar -en perfecta coordinación- un poco más alguno de los derechos elementales de las mujeres; por qué un Estado laico como el de aquí envía a un príncipe, a un presidente de Gobierno (y cónyuges) y no a un ministro, no, sino a tres, y del más alto rango, a la ceremonia de entronización; por qué trata como una minucia y no una cuestión estructural -hay rabinas y no por esto del cielo llueve azufre- que la Iglesia católica cierre ferozmente el paso a sacerdotas o curas (cuando existan, saber cómo se las tiene que nombrar será pan comido).