-Tu abuelo no volvió a casa cuando terminó la guerra, hubiera durado vivo menos que una espiga a merced de los tordos. Mi madre me contó mil veces la angustia que se respiraba cada noche, cuando la Guardia Civil y los del somatén entraban sin miramientos en las casas de los republicanos para llevárselos hasta la labranza de don Álvaro. También a los que se habían rendido y habían sido puestos en libertad porque no tenían más pecado encima que haber entrado en quintas y haber ido a pegar tiros donde les mandaban.
Al maestro y a su mujer los pasearon de los primeros. Por enseñar, digo yo, porque nada más hizo el pobre hombre, y su señora ni eso, que en casa se estuvo, acomodando una olla de collejas y remendando camisas desastradas. El médico también cayó. Tiraba a faccioso y lo pasó mal durante la guerra, pero su muerte arreglaba unos pleitos de tierras que le convenían a don Álvaro.
Algunas mañanas, cuatro desgraciados a los que no les daban más que un poco de aguardiente y unos pitillos se llegaban a la labranza y recogían lo sembrado por la noche. Y no decían ni palabra de lo que veían, por la cuenta que les tenía.
Tu abuelo no volvió a casa, pero tampoco se marchó. Se quedó en el monte, con una partida que formaron los pocos de su unidad que llegaron vivos al final. No sé si creían que podrían ganar con emboscadas lo que habían perdido a campo abierto, o si, sencillamente, pretendían seguir vivos como fuera. Es cierto que al principio dieron guerra, que vengaron a los fusilados y que más de un faccioso se fue a vivir a Toledo para no pagar el rescate o acabar en la cuneta con la cabeza agujereada.
Hasta un convoy del ejército asaltaron. Creyeron que iban a conseguir armas, pero lo único que había en los camiones eran instrumentos para la banda de música de la Academia. Si lo piensas, es para reírse. Tu abuelo apuntando a los soldaditos con el naranjero (al alférez al mando le habían condecorado con una ráfaga) mientras sus compañeros desenvolvían trompetas y trombones.
Para cuando yo nací, nada se decía ya de los maquis. Eran fantasmas que vivían de las setas, los espárragos y los pocos conejos que caían en las trampas. Si bajaban a la carretera, se conformaban con parar al arriero de Gálvez para quitarle el tabaco, el pitarra y el bacalao salado que vendía de pueblo en pueblo.
Porque yo soy hija de tu abuelo, que te quede claro. Del marido de tu abuela, quiero decir.
Se quedó en el monte como una alimaña y hasta los suyos se olvidaron de él, instalados en Francia, con un trabajo francés y un par de tetas francesas en las que calentarse al volver a casa. Y tu abuelo durmiendo en covachas para que no lo pillaran. En todos aquellos años, apenas se acercó cinco o seis veces a ver a la abuela, a coger un poco de calor en el cocedero y a engañar al hambre con unas tajadas de matanza echadas al zurrón.
Y yo nací de una de esas noches.
Mi madre, para protegerlo, mintió y atribuyó el bombo a un comerciante de Talavera que se había dejado querer a cambio de unos cortes de tela y unos zapatos. Prefirió pasar por puta antes que delatar a tu abuelo. Me contaba que, en el parto, con cada pujo, repetía en voz baja “que no se parezca a él, que no se parezca”.
El año que hice la primera comunión fue el año en que cazaron a tu abuelo. Te lo cuento ahora, antes de que se me vaya la cabeza como a tu abuela, que acabó, la pobre, demenciada y en el asilo.
Fue un chivatazo. Aunque la sierra se había ido despoblando, no faltaban alimañeros, leñadores, furtivos… Vino un capitán con ganas de hacer méritos y organizó una batida. Ya solo quedaba él, consumido y agarrotado. El capitán tenía orden de atraparlo vivo, pero sintió miedo y le descerrajó cuatro tiros por la espalda. Luego, ordenó que lo enterrasen allí mismo y que no se comentase el incidente. Mi madre llegó a creer que había logrado escapar a Francia, y casi deseaba que hubiera encontrado los cuidados de otra. Pero Hilario, el carbonero, escuchó los tiros y, desde su escondrijo de retamas, vio como excavaban el hoyo. Y supo callar durante años. Ya viejo y entregado al aguardiente, se decidió a contar la historia, y mucho le costó que alguien llegara a creérsela.
Es cuanto te puedo decir de él. Es tu abuelo mucho más de lo que nunca fue mi padre.
Para que yo hiciera la comunión, mi madre apañó un vestido metiendo las tijeras a unos retales. No pasaba nada. El mío era un pueblo pobre, y salvo los hijos del terrateniente y de los dos o tres aprovechados crecidos a su sombra, todos los demás iríamos de prestado o de remiendos. El problema era que, en aquella época y en La Jara, existía la tradición de que las niñas acudieran a la iglesia cubierto el rostro con un velo de tul. Mayor vergüenza que no hacerla era hacer la primera comunión sin el velo. Y mi madre no tenía velo ni de donde sacarlo. Si alguno tuvo su familia se fue con las ropas requisadas para el frente o desapareció en cualquiera de los registros brutales con que los de verde la atosigaron por años. Nadie del pueblo consintió en prestárselo. A la puta roja, ni agua. Una mañana, tras dejarme en la escuela en la que yo malaprendía a leer a fuerza de reglazos, emprendió el camino de La Umbría, a más de seis kilómetros aunque se atajara por los sembrados.
En La Umbría vivía Carmen Beraza, una amiga de la infancia de mi madre que hizo buena boda, a la que mi madre acudió invitada, aunque Carmen ya no fuera a la suya. La República las separó. Su marido, camisa vieja, tuvo la precaución de marcharse a Burgos con la familia cuando supo la que se preparaba. Pasó la guerra haciendo de lacayo de Giménez Caballero en la dirección de Propaganda, luciendo correajes por los paseos y pistola por las tabernas. Cuando volvió, era aún más retorcido y peor. Si déspota y rico era antes, más rico se hizo después revendiendo los sacos de trigo que él mismo se robaba.
Mi madre no había tenido trato con ella desde que se casó, ni se hubiera atrevido, sabiendo como era el animal del marido. Por eso no me cuesta imaginar el miedo con el que llamó a la puerta del corral de aquella casona imponente en la que cabía casi toda nuestra aldea, ni la voz mendicante con la que preguntó a la mujer que barría el patio por doña Carmen, mientras intentaba asearse los andrajos de pueblerina teñidos por el polvo de mayo, ni la vergüenza que pasó cuando Carmen Beraza la reconoció y le invitó a pasar.
-Bibiana, que alegría. Cuantos años ya… Tú sabes que siempre te he querido bien, y no sé por qué no has venido a verme en todo este tiempo, con lo mal que los has tenido que pasar.
-Mujer, yo no quería comprometerte…
- ¡Qué me vas a comprometer! Pasa y tomamos un café, que acabo de hacer rosquillas.
-No hace falta, no quiero molestar.
Mi madre no consintió en pasar de la cocina. Comió poco y habló menos. Resumió años de miedo y de miseria con un par de frases resignadas mientras se fijaba en las manos cuidadas de Carmen, en su vestido de corte fino y en el peinado minucioso y brillante. Ella, incómoda, solo quería hacer su petición y marcharse.
-Sé que tu hija hizo la comunión el domingo, y yo quería pedirte el velo, porque no soy capaz de encontrar el que yo guardaba y no hay en el pueblo quien me lo pueda prestar. Si no te supusiera un trastorno…
Carmen Beraza se palmeó los muslos fingiendo escándalo. ¿Qué trastorno ni qué niño muerto? No solo el velo; el vestido, el rosario y el misal de tapas de nácar le ofreció. Si total, ya solo iba a servir para juntar polvo en un arcón.
Pero tu abuela rechazó todo lo ofrecido. Entiéndelo, Miriam. No por orgullo, sino por evitarme un desprecio mayor al que ya iba a sufrir. Bien sabía mi madre lo que todos me dirían a la cara si comulgaba con las ropas de una niña rica.
Tampoco quiso el dinero que Carmen Beraza intentó colarle en el bolsillo; por delicadeza, aceptó las rosquillas que Carmen le había envuelto en papel de estraza; y mi madre emprendió el camino de vuelta con el velo bien guardado y el paquete grasiento en las manos.
El día de mi primera comunión, mi madre me llevó a la iglesia. Don Julián, el párroco, nos esperaba a todos los niños en la puerta. Cuando llegué, pude escuchar cómo alguien soltaba desde la penumbra de la taberna:
-¿Qué pasa? ¿Que hoy también comulgan las hijas de puta?
Y mi madre murió pensando que yo no lo había oído. Pero sí que lo escuché. Y sentí el apretón de la mano de mi madre, y el siseo de su pañuelo cuando agachó la cabeza, y el silencio cómplice del cura. Por eso, cuando llegó el momento de recibir la forma y eché para atrás el velo que me tapaba el rostro, no pude aguantar más y rompí a llorar. Hubiera querido patear el velo, la hostia, la imagen de la Virgen y las lamparillas, pero solo supe llorar.
Después de la ceremonia, don Julián le comentó a mi madre cuánto le había sorprendido mi devoción sincera, que me había roto en llanto ante la emoción de recibir por primera vez a nuestro Señor. El muy cabrón, que no hizo otra cosa en la vida que negar la caridad a quien la necesitaba y engordar a fuerza de arrimarse a todas las mesas.
A la semana siguiente, mi madre malvendió lo poco que tenía y nos vinimos a Jaén, a casa de un primo lejano que era esquilador, sin más ajuar que un hato de ropa, un libro de familia y la intemperie.
No volvimos al pueblo nunca, ni prácticamente volvimos a hablar de él hasta que cayó enferma. Yo ya me había casado y tú estabas a punto de venir. Un día me pidió que fuera a verla a su casa, sabes que nunca quiso venirse a vivir con nosotros, para decirme que Carmen Beraza había muerto cinco años atrás, y que yo me tendría que hacer cargo de la promesa que ella se había hecho. Así lo he cumplido hasta ahora. Y ahora, Miriam, eres tú la que tiene que continuar. No sé cuándo terminará, si contigo o con tus nietos, pero hoy no, eso te lo aseguro.