Trump ha sido incluso peor de lo que todo el mundo esperaba
Ha separado a niños de sus padres, ha alentado el supremacismo blanco, ha apoyado a autócratas extranjeros y ha tratado la presidencia como si fuera su empresa privada.
Cuando Donald Trump inició su campaña presidencial en 2015, se aseguró de que le grabaran bajando por la escalera mecánica de su Torre Trump de Nueva York para promocionar su marca y sus propiedades. Mintió. Hizo declaraciones racistas. Exageró la cifra de los simpatizantes que acudían a sus eventos.
Básicamente, mostró la clase de presidente que iba a ser.
El resto de su campaña no fue diferente. Siguió avivando las tensiones raciales, acosando y degradando a sus rivales.
Incapaces de creerse que pudiera ser tan malo como se mostraba, algunos demócratas pensaron que Trump se moderaría una vez lograda la presidencia. Quizás habría alguna forma de colaborar con él. Chuck Schumer, alto miembro del Partido Demócrata, dijo por entonces que había ciertos ámbitos en los que Trump había “manifestado opiniones muy progresistas” que quizás podían ser áreas de cooperación.
“No creo que tenga sentido decir: ‘No, no vamos a colaborar de ningún modo con la Administración Trump’”, dijo el senador progresista Bernie Sanders.
John Lewis, icono de los derechos civiles, fue uno de los pocos demócratas que se atrevieron a criticar duramente a Trump y a oponerse a él. Incluso antes de la toma de posesión, Lewis declaró que Trump no era un presidente “legítimo”. Algunos demócratas apoyaron estas declaraciones, pero muchos otros se desmarcaron y dijeron que había ido demasiado lejos.
Entretanto, cuando a otros altos cargos del Partido Demócrata les preguntaban por la creciente falta de honestidad de Trump en su campaña, intentaban tranquilizar a todo el mundo con el argumento de que si llegaba a la presidencia, Trump cambiaría. Las responsabilidades del Despacho Oval le mantendrían a raya y, además, estaría rodeado por un equipo de asesores muy competentes. La Casa Blanca funcionaría igual que con cualquier otro presidente.
“Creo que muchos de los republicanos que le votaron en 2016 pensaron que al menos estaría asesorado por consejeros experimentados y otros funcionarios republicanos que le ayudarían a trazar un plan político para administrar el país”, comenta Jennifer Pierotti Lim, cofundadora de Republican Women for Progress. “Pero, como hemos visto, todos han abdicado sus responsabilidades en él y, en vez de priorizar el país, han apoyado el trumpismo en todas sus formas”.
Trump ha sido la clase de hombre que mostró ser durante su campaña, o peor. Ha abandonado en gran medida sus promesas populistas para perseguir las políticas económicas típicas de los republicanos. Ha seguido haciendo declaraciones racistas y sexistas, con sus correspondientes decisiones políticas, y se ha aprovechado de la presidencia para enriquecerse a sí mismo y a su familia.
Son muchos los políticos demócratas que confiesan que Trump ha sido incluso peor de lo que esperaban.
“Yo creía que aprovecharía la oportunidad para intentar reconstruir el país. Ha perdido una gran ocasión. Evidentemente, no pensaba que fuera a abusar de su poder como ha hecho”, confiesa el senador demócrata Bob Casey.
El senador Jon Tester, por su parte, pensaba que Trump intentaría alcanzar alguna clase de acuerdo entre los dos partidos en algún asunto.
“Simplemente, no estaba interesado. Me sorprendió”, comenta Tester.
La falta de cooperación con la oposición ha quedado aún más clara durante las últimas semanas, en las que Trump, con todo el apoyo de sus senadores, finalmente ha logrado colocar a Amy Coney Barrett en el Tribunal Supremo en sustitución de la difunta Ruth Bader Ginsburg. La decisión final se ha tomado solamente una semana antes de las elecciones, pese a que los republicanos protestaron cuando Barack Obama intentó hacer lo propio con la vacante de Antonin Scalia meses antes de las elecciones de 2016.
Trump mintió sobre la cantidad de simpatizantes que acudieron a celebrar su primer día en el cargo y Sean Spicer, su secretario de prensa, adornó la mentira horas después. En ese momento, quedaron establecidas las expectativas para los siguientes cuatro años.
Hasta la fecha, Trump ha hecho decenas de miles de afirmaciones equívocas como presidente. Algunas de ellas son simples exageraciones, pero otras son directamente mentiras. Por ejemplo, cuando afirmó que su bajada de impuestos era la mayor de la historia del país o cuando dijo que había facilitado el acceso de los veteranos a los servicios de atención médica (es cierto que creó una ley para ello, pero no le asignó fondos).
“Si echamos un vistazo a la campaña de 2016, vemos que todas las advertencias que hicimos sobre la maldad de Trump se han hecho realidad, pero no sirve de nada decir ‘os lo dijimos’. Los votantes tienen que darnos los números”, avisa Ian Sams, portavoz de Hillary Clinton en 2016. “Por desgracia, en estos cuatro años, sobre todo durante la pandemia, se ha desvelado demasiado pronto lo equivocados que estaban quienes pensaron que Trump sería un líder duro que solucionaría nuestros problemas. Ahora, la mayoría de los estadounidenses reconocen su fracaso”.
En muchos sentidos, Trump ha resultado ser la peor versión de lo que la gente se esperaba. Ha separado a niños inmigrantes de sus padres, ha alentado a los supremacistas blancos, ha apoyado a los autócratas de otros países y ha tratado la presidencia como si fuera su empresa privada.
“Suelo decir que ha habido muchas sorpresas puntuales, pero que, en general, nada ha sido inesperado”, señala el senador Tim Kaine, que fue el candidato demócrata a la vicepresidencia en 2016.
Las consecuencias de su incompetencia han sido letales. Quizás no se podía predecir la pandemia, pero debería haber estado mejor preparado. Su incapacidad (o su falta de voluntad) para guiar a su país en la crisis ha superado las peores expectativas de sus detractores al haber propiciado más de 225.000 muertes de sus ciudadanos.
Lee a continuación una recapitulación de sus peores hazañas:
Trump empezó su anterior campaña obsesionado con la inmigración y demonizó a los inmigrantes. No fue una sorpresa para muchas de estas personas sin documentación, la mayoría latinos, negros y asiáticos.
“Ya sabíamos quién era Donald Trump”, asegura Greisa Martínez, directora ejecutiva de United We Dream Action, el brazo político de un grupo de defensa de los derechos de los inmigrantes. “No sabíamos que Trump iría tan en serio, pero sabíamos que su agenda iba a tocar el nacionalismo blanco”.
Poco después de tomar posesión, Trump aprobó una restricción de viajes desde varios países de mayoría musulmana que dejó a multitud de personas tiradas en los aeropuertos sin posibilidad de reunirse con sus familias. Aunque los tribunales anularon esta primera prohibición, Trump logró sacar adelante otra ley que limitó a mínimos históricos la reubicación de refugiados. Modificó la ley de residencia para poner a más inmigrantes en peligro de deportación. Ha atacado en reiteradas ocasiones a las llamadas ciudades santuario, que son aquellas que cuentan con políticas que restringen su cooperación con las leyes federales de inmigración. Ha diezmado el sistema de inmigración legal y ha vaciado los fondos del Pentágono para financiar su famoso muro en la frontera con México.
Algunas de sus actuaciones más agresivas las ha reservado para los inmigrantes detenidos en la frontera, incluidos los niños. La Administración Trump ha separado a más de 4000 niños de sus padres en la frontera sin un plan para reunirlos después, según denuncia American Civil Liberties Union. Cientos de familias siguen separadas. La Administración Trump envió a niños a centros de detención temporales, donde quedaban encerrados en jaulas y, ha habido familias detenidas durante meses. Trump eliminó recursos legales para los buscadores de asilo y puso en marcha el plan Remain in Mexico (Permaneced en México) para obligar a los inmigrantes a quedarse en este país hasta la celebración del juicio pertinente. Desatada la pandemia, deportó a miles de inmigrantes en la frontera aprovechando que podía saltarse los procedimientos habituales.
Pero también conviene recordar la cantidad de ideas que no ha podido llevar a la práctica: eliminar el derecho a la nacionalidad por nacimiento, acabar con las loterías de diversidad (sorteos que conceden la nacionalidad a inmigrantes cuyo país de origen Trump calificó como agujeros de mierda), suprimir las visas de reunificación familiar, que los republicanos consideran un instrumento de inmigración en cadena, etc. Y, pese a que los tribunales bloquearon su plan para acabar con el programa DACA (Acción Diferida para los Llegados en la Infancia), la Administración siguió retrasando las renovaciones incluso después del fallo del Tribunal Supremo.
A Martínez no le sorprendió que Trump impulsara políticas de nacionalismo blanco, pero sí le impactó que todos los organismos gubernamentales (Congreso, tribunales, agencias federales...) le siguieran el juego. La “mayor sorpresa” para ella fue que el sistema democrático fuera incapaz de aplicar sus frenos y contrapesos.
La presidencia de Trump ha devastado la reputación del Departamento de Justicia y del FBI. Desde el inicio de su campaña de 2016, que estuvo marcada por los cánticos de “Enciérrala” que le dedicaban los seguidores de Trump a Hillary Clinton, Trump ha utilizado el Departamento de Justicia como una herramienta para proteger sus intereses políticos y para castigar a sus rivales.
Trump se ha abierto camino a través de las restricciones habituales que rigen el contacto entre la Casa Blanca y el Departamento de Justicia para evitar interferencias políticas en la aplicación de la justicia. Ha desatado una campaña contra el FBI, ha acusado a esta agencia federal —que por lo general tiende hacia posturas tradicionales y conservadoras— de estar detrás de una conspiración para arrebatarle la presidencia. Ahora, el FBI tendrá que lidiar con unas consecuencias a largo plazo y muy reales que pesan sobre su reputación.
Trump despidió al director del FBI, James Comey, con un falso pretexto y forzó la dimisión del anterior fiscal general, Jeff Sessions. El actual fiscal general, William Barr, en vez de plantar cara a cualquier interferencia política indebida como se esperaba de él, decidió proteger al presidente de toda repercusión legal retorciendo y minimizando los hallazgos del fiscal especial Robert Mueller sobre la injerencia rusa en las elecciones de 2016.
Tal y como quedó reflejado en el informe Mueller, Trump participó activamente en dicha injerencia de Rusia a su favor. Lo único que protegió a Trump de una acusación definitiva fue un memorándum del Departamento de Justicia que reflejaba que es inconstitucional procesar a un presidente en activo y que no procedía acusar a Trump por haber cometido presuntos actos delictivos si no estaba procesado de forma oficial.
Algunos republicanos esperaban que el informe Mueller y el impeachment a Trump por presionar a Ucrania para que investigara a Joe Biden le sirviera de escarmiento. No obstante, pocas semanas antes de las elecciones, Trump pidió públicamente al Departamento de Justicia que utilizara sus poderes contra Biden.
“Tenemos que conseguir que el fiscal general actúe. Debe actuar. Y rápido. Alguien debe asumir responsabilidades”, dijo Trump el martes. “Es un caso de corrupción enorme y debe saberse antes de las elecciones”.
Trump retuiteó este mes para sus 87 millones de seguidores una publicación que sugería que Biden y Obama habían mandado ejecutar a los miembros del equipo de operaciones especiales del Seal Team Six para encubrir su supuesto fracaso en la misión de asesinato del líder de Al Qaeda, Osama Bin Laden, que seguiría vivo. Esta publicación enlazaba a otra página que explica que el presunto cadáver que mostraron de Bin Laden en mayo de 2011 en realidad sería el de un doble.
“No me posiciono”, dijo Trump posteriormente para defender su retuit. “Yo lo expongo ahí para que la gente saque sus conclusiones”.
En circunstancias normales, un presidente en activo que fomenta y luego defiende semejante conspiración sería portada en todos los periódicos del país y fuera de sus fronteras. Sin embargo, a lo largo de su mandato (y antes incluso), Trump ha recurrido a la desinformación que le favorece a él o que deja en mal lugar a sus rivales, independientemente de la veracidad de los hechos.
Su cuenta de Twitter se ha convertido en una pieza fundamental de su sistema de suministro de fake news para la extrema derecha. Así, páginas web marginales crean bulos, los influencers y los medios de comunicación más afines, como OAN o Fox News, les dan alas y, finalmente, Trump se encarga de difundirlos a través de su cuenta de Twitter.
Trump ha sido un altavoz de la desinformación desde el primer momento. En su campaña de 2016, pregonó allá adonde fue que Obama no había nacido en Estados Unidos, una mentira sobradamente desmentida. Ahora, Trump está repitiendo estrategia con la candidata demócrata a la vicepresidencia, Kamala Harris.
La lista de mentiras y conspiraciones desmontadas que Trump ha difundido es mareante: que el presentador Joe Scarborough (también republicano, pero detractor de Trump) asesinó a su becaria; que Obama le pinchó todos los teléfonos; que los molinos de viento causan cáncer; que un manifestante antifascista que sufrió lesiones cerebrales a manos de la Policía estaba fingiendo sus heridas; que Bill Clinton asesinó al magnate Jeffrey Epstein; que los Biden son unos pedófilos...
Ahora, Trump acoge con los brazos abiertos a QAnon, un movimiento conspiracionista de extrema derecha que denuncia la existencia de una secta de demócratas satanistas que dirigen una red de pedofilia con las élites de Hollywood. Los seguidores de QAnon creen fervientemente que Trump está salvando el mundo de esta secta, algo que Trump no ha querido desmentir. A estos conspiracionistas de QAnon los llama “gente que ama nuestro país”.
Al mismo tiempo que Trump ha ejercido de altavoz de estos teóricos de la conspiración, también ha defendido a la extrema derecha. A comienzos de octubre, el FBI detuvo a más de una docena de miembros de una milicia –la mayoría, votantes de Trump– por planificar el secuestro y asesinato de la gobernadora demócrata Gretchen Whitmer. Trump había criticado en reiteradas ocasiones a Whitmer por sus medidas de confinamiento y en abril tuiteó: “LIBERA A MICHIGAN”. Incluso después de haberse frustrado el atentado político, Trump siguió echando leña al fuego, sembrando el odio mientras la multitud de Michigan coreaba “Enciérrala”, esta vez en referencia a Whitmer.
Michigan ha evitado este atentado político extremista, pero durante el mandato de Trump, la violencia de la extrema derecha ha aumentado en todo el país. El terrorismo doméstico ha sido el más mortífero de las últimas décadas y el auge de la extrema derecha es ahora una de las mayores amenazas para la seguridad nacional. Los nacionalistas blancos implicados en estos ataques han publicado manifiestos que se parecen sospechosamente a los discursos que hace Trump en sus mítines y en Twitter. Muchos de estos atacantes son orgullosos votantes de Trump y tienen en su punto de mira a los musulmanes, los inmigrantes y los periodistas, a quienes el presidente difama constantemente.
En contadas ocasiones, Trump ha condenado de forma tímida algunos actos de violencia, pero no ha tardado en recuperar su discurso. Después de que unos neonazis protagonizaran los disturbios de Charlottesville en 2017, Trump dijo que había “muy buenas personas” en ambos bandos de la confrontación. Durante el primer debate presidencial de 2020, Trump les dijo a los Proud Boys, un grupo neofascista violento, que estuvieran “preparados”. En cuestión de horas, multitud de miembros del grupo añadieron las palabras literales de Trump (stand back and stand by) a sus perfiles para presumir del apoyo del presidente.
La extrema derecha y los nacionalistas blancos han hallado en Trump un vehículo para dar voz a sus ideas y transformarlas en políticas concretas. Espacios digitales racistas y de extrema derecha que apenas tenían predicamento antes de Trump ahora cuentan con una línea directa con la Casa Blanca. Con la filtración de los correos del asesor Stephen Miller se ha evidenciado que este, en sus conversaciones con los medios más derechistas, les recomendaba artículos con una ideología aborreciblemente racista.
Al haber abrazado de forma tácita la ideología de los nacionalistas blancos y la extrema derecha, Trump se ha convertido en un icono para los extremistas de todo el mundo. Los investigadores hace tiempo que rastrean de forma sencilla el extremismo por internet simplemente buscando simbolismo asociado a Trump, como su lema, MAGA, Make America Great Again (Hagamos a Estados Unidos grande de nuevo). Políticos alemanes e italianos de extrema derecha han posado en fotocon gorras de Trump, al igual que el extremista que asesinó a seis hombres musulmanes en una mezquita de Quebec en 2017. Uno de los seguidores declarados de Trump es el líder de una red de extrema derecha alemana al que pillaron haciendo acopio de bolsas para cadáveres y armas como parte de su plan para asesinar a los políticos que se manifestaran a favor de acoger refugiados.
Trump ha utilizado su cargo para canalizar millones de dólares de los contribuyentes y los donantes hacia su bolsillo. También ha solicitado dinero públicamente desde sus hoteles y clubes de golf para asuntos que tenían más que ver con sus intereses empresariales que con las necesidades de sus agencias gubernamentales.
Al visitar sus propiedades cientos de veces para sus viajes oficiales o para jugar a golf, Trump ha ingresado varios millones de dolares de los contribuyentes, ya que al Gobierno le corresponde pagar el alojamiento y la comida de todos los empleados y agentes del servicio secreto que viajan con él. La cantidad real se desconoce, ya que la Casa Blanca se niega a hacer públicas sus cuentas.
Según la Comisión Electoral Federal, Trump ha desviado 8 millones de dólares de dinero público hacia su propio bolsillo desde que es presidente. Sus clubes de golf y sus hoteles, sobre todo su hotel de Washington, a apenas unas calles de distancia de la Casa Blanca, se han convertido en atracciones para sus seguidores más famosos, a quienes les interesa que Trump se entere de que están gastando un dinero que le beneficiará directamente a él.
Robert Weissman, presidente del grupo de vigilancia civil Public Citizen, sostiene que ya sabía desde el principio que Trump sería corrupto.
“Aun así, era difícil imaginar la enormidad y la omnipresencia de la corrupción que hemos sufrido”, lamenta. “También era difícil prever que Trump y su Administración ni siquiera se iban a molestar en ocultar su corrupción: se ha saltado como ha querido la Ley Hatch [que restringe la actividad política de los funcionarios], ha puesto a un empresario del carbón al mando de la Agencia de Protección Ambiental, etc.”.
La difusa línea que separa la presidencia y sus intereses personales terminó de borrarse este verano en la Convención Nacional Republicana, cuando Trump tomó la decisión sin precedentes de dar su discurso de aceptación desde la Casa Blanca. Hasta entonces, todos los presidentes que se presentaban a las elecciones habían mantenido separadas sus actividades personales y sus responsabilidades oficiales. La Convención terminó con fuegos artificiales sobre el Monumento a Washington para disfrute de Trump y todos sus seguidores.
Muchas de las personas que no votaron a Trump cruzaban los dedos para que no hubiera ninguna emergencia nacional durante su mandato, ya que el país necesitaría un verdadero liderazgo.
Pero la emergencia nacional llegó y aún no se ha ido.
La pandemia de coronavirus ha evidenciado todavía más la incompetencia de Donald Trump.
Trump no estaba preparado para gestionar una pandemia que ya se ha cobrado la vida de más de 225.000 estadounidenses y que sigue recrudeciéndose. Ha utilizado todas sus tácticas habituales: negar la evidencia, culpar a sus enemigos, restar importancia al problema, ponerle un nombre eufemístico... Pero no le está funcionando y, en esta ocasión, las consecuencias son letales.
Desde el inicio de la pandemia, Trump era consciente de lo peligroso que era el virus y hasta le dijo al periodista Bob Woodward a comienzos de febrero que era “una cosa letal”. En cambio, cuando hablaba en público, minimizaba la gravedad de la pandemia. Equiparó el coronavirus a la gripe y dijo que la pandemia acabaría en abril o cuando llegara el buen tiempo.
Recomendó curas milagrosas para el coronavirus –como tomar hidroxicloroquina o inyectarse lejía– pese a que la comunidad médica las desaconsejaba por inefectivas o por peligrosas. Entretanto, no ha dejado de burlarse de los que llevan mascarilla y ha intentado desacreditar a la comunidad científica por no querer seguirle el juego.
Ni siquiera cambió de discurso después de contraer el coronavirus. Donald y Melania Trump anunciaron que habían contraído el coronavirus el 1 de octubre, después de meses sin llevar mascarilla mientras asistían a eventos multitudinarios. Donald Trump ejerció de supercontagiador y ya son al menos 35 personas en su órbita las que han dado positivo en coronavirus.
Durante su estancia en el hospital arriesgó la vida de sus agentes del servicio secreto, así como la de todas las personas con las que entró en contacto en el hospital o en su irresponsable paseo en coche para saludar a sus seguidores. Nada más llegar a la Casa Blanca, pese a seguir siendo contagioso, se quitó la mascarilla en el balcón para que le fotografiaran.
Desde entonces, en la Casa Blanca se ha extendido la idea de dejar que el virus circule libremente entre la población, protegiendo a los mayores y a los vulnerables, para alcanzar cuanto antes la inmunidad de rebaño, que todavía está mucho más lejos de lo que la Administración Trump piensa.
Este artículo fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.
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