Tres inquietantes escenarios para el nuevo presidente de Túnez
La propuesta estrella de Kaïes Said -la descentralización del país- se perfila como una tarea titánica.
El tres de marzo de 2011 se recuerda como una de las fechas clave de la revuelta popular que contribuyó a derrocar la tiranía de Zinedin el Abedin ben Ali. Aquella mañana de invierno, bulliciosa, tensa y parcialmente soleada, el entonces presidente interino Fuad Mebazaa anunció que en un plazo de cuatro meses abriría las urnas para la elección de una Asamblea Constituyente, y el pionero movimiento asambleario popular establecido en la plaza de la Casbah estalló en un estremecedor e inaudito ululato de euforia. Fruto del idealismo tenaz de cientos de jóvenes desesperanzados llegados de todos los rincones de Túnez, el campamento celebraba un éxito impensable tres meses antes y se aprestaba a discutir si era suficiente como para poner punto y a parte a una movilización que había asombrado al mundo por su absoluta determinación y su innovador esquema organizativo. En apenas once de días de pacífica ocupación del espacio público, los allí acampados no solo habían logrado sostener y avivar el clamor popular que impelió al tirano a huir; igualmente habían conseguido forzar la dimisión del primer ministro, Mohamad Ghannouchi, destruido el sempiterno sistema de partido único y despejado el camino hacia una transición democrática genuina que intuían larga y compleja, pero también -y quizá por vez primera- factible.
Ocho años después, el recuerdo de aquella acampada, cincelada en el imaginario libertario tunecino como el único momento en el que la revolución soñada se antojó real, ha catapultado al austero y adusto jurista Kaïes Said a la presidencia de un país sumido de nuevo en la depresión. Catedrático de derecho constitucional, el erudito, de 63 años, fue uno de los expertos elegidos para participar en la reforma de la Constitución prometida a los jóvenes de ese movimiento conocido como “Casbah I”, a los que en su día aleccionó y con cuyos anhelos siempre se sintió plenamente identificado. Decepcionado, sin embargo, por la deriva por la que se precipitó el proceso, pronto renunció a la apuesta de mínimos que planteaba el viejo sistema para defender un programa renovador de máximos, sostenido en un transformación drástica que permitiera desmantelar un sistema oligárquico forjado en tiempos de la independencia. Dio un paso al lado, hacia los platós de televisión, y poco a poco se convirtió en el “Pepito grillo” de una sociedad de nuevo desencantada que con creciente enojo observaba como los vencedores políticos de la revolución olvidaban -e incluso despreciaban- las ambiciones económicas y sociales de aquellos que un día se atrevieron a conquistar calles y plazas al grito de dignidad, derechos y justicia social. Una conciencia asimismo moral, independiente, incorruptible, ajena a los partidos tradicionales y a una clase política desprestigiada a ojos de la opinión pública, que percibía en ella resabios de los tiempos en los que se pisoteaban almas, cuerpos y libertades.
Esa imagen de honestidad, sumada a la memoria mítica de la “Casbah I”, eje de su oratoria, se destaparon como una formula mágica, el bálsamo de Fierabrás que esperaba una sociedad joven y sin embargo ahíta de nostalgia revolucionaria. Discretamente, de forma sorpresiva, el hombre al que sus críticos apodan “Robocop” por su rostro hierático y “Don Limpio” por su aparente honradez derrotó a la vieja guardia en la primera vuelta de unas presidenciales adelantadas unos meses por el fallecimiento prematuro de Beji Caïd Essebsi, uno de los patronos de la transición política. Ni siquiera su ideología conservadora -defiende la pena de muerte, considera que la homosexualidad es un mal ajeno a los tunecinos introducido en la sociedad por los extranjeros y duda de la igualdad de la mujer en temas como la herencia-, ni sus posiciones nacionalistas -apuesta por el proteccionismo económico y el fortalecimiento del sector público- desalentaron a sus votantes, en su gran mayoría jóvenes y nuevos electores preocupados por el paro y la corrupción, los dos legados de la dictadura aún presentes, que entendieron su reivindicación de aquellos heroicos días de febrero-marzo de 2011 como un nuevo episodio de la lucha contra el sistema.
La victoria definitiva apenas fue un paseo militar. Respaldado por la mayoría de los candidatos a los que había derrotado, Said arrasó a su rival, el magnate populista de la televisión Nabil Karoui, con un margen que habría firmado el propio Ben Alí. Candidato preferido por Europa -encandilada por su propuestas liberales de apertura comercial- Karoui, antiguo Rasputín del partido gobernante “Nidaa Tunis” caído en desgracia- lideraba las encuestas de intención de voto hasta que el 23 de agosto, escasos días después de que arrancara la campaña electoral, fuera encarcelado de forma preventiva por un presunto delito de evasión fiscal y blanqueo de dinero.
Semanas antes, el primer ministro y también antiguo miembro de Nidaa Tunis, Yousef Chahed, había tratado de pasar una enmienda a la ley electoral para evitar su candidatura, maniobra que contó con la anuencia tácita del partido conservador de tendencia islamista Ennahda y que frenó días antes de morir el presidente Essebsi, de quien Karoui llegó a ser jefe de campaña. Karoui fue liberado cuatro días antes de la consulta definitiva y apenas 24 horas después de que amenazara con impugnar el proceso en una decisión que ha despertado suspicacias. Pudo participar en el debate final e incluso hacer campaña frente a Said, que un alarde de sagacidad política renunció a la misma para no incurrir en la “disparidad de oportunidades” que denunciaba la UE. Derrotado en las presidenciales, con su partido segundo tras Ennahda en las legislativas del 6 de octubre y con la justicia aún en sus talones, el futuro del “Berlusconi tunecino” se prevé nero.
Kaïes Said, por su parte, jura el cargo este miércoles, flanqueado por la ilusión que despiertan sus entusiastas seguidores y las dudas que albergan quienes observan el proceso político tunecino desde una atalaya más empírica. Sin otras atribuciones más allá de las políticas de Seguridad y Defensa y de Asuntos Exteriores, y la potestad de disolver el Parlamento en ciertas circunstancias, su propuesta estrella -la descentralización del país- se perfila como una tarea titánica. Sin partido político que le respalde -se presentó como independiente- y sin grupo en el Parlamento, donde reside el resto de la soberanía nacional, el nuevo presidente de la República se enfrenta a tres posibles escenarios, todos ellos inquietantes. El primero es una alineamiento con el partido conservador Ennahda, que ya negocia para formar un gobierno que legítimamente pretende liderar al ser la fuerza más votada; ambos tienen posiciones cercanas en política social y moral, no así en otras áreas. El segundo es el riesgo de un aislamiento paulatino en el Palacio de Cartago que le llevara a desistir; en 2012 ya optó por bajarse del carro de la reforma constitucional cuando esta se torció hacia derroteros que no se ajustaban a sus férreos ideales. El tercero, quizá el menos probable pero el más peligroso, es que su excesivo celo legalista le incline hacia las trochas que desembocan en el autoritarismo. Una tendencia en boga en el norte de África. Sirva mirar a Marruecos, Argelia, Egipto o la futura y ahora desangrada Libia.