LO QUE TE HAN ENSEÑADO DE LA OBESIDAD ES FALSO
La comunidad médica lleva décadas ignorando las evidencias y abanderando una guerra cruel contra los gordos. Es hora de un nuevo paradigma.
Desde el siglo XVI hasta el siglo XIX, el escorbuto acabó con la vida de unos dos millones de marineros, más que las guerras, la sífilis y los naufragios juntos. Era una muerte desagradable y olorosa que comenzaba con el traqueteo de una dentadura debilitada y terminaba con un cuerpo tan podrido desde dentro que los pacientes podían llegar a morir del susto si oían un ruido fuerte, literalmente. Igual de terrible es el hecho de que, durante la mayor parte de esos más de 300 años, los médicos de la época sabían cómo prevenirlo y aun así fracasaron.
En el siglo XVII, algunos capitanes de navíos empezaron a repartir limones, limas y naranjas a su tripulación haciendo caso a la creencia de que una dosis diaria de cítricos detendría el avance del escorbuto. La armada británica, consciente del coste que supondría expandir el tratamiento, se pasó a las gachas de cebada, un subproducto de la cerveza hecho puré y cocinado que tenía la ventaja de ser más barato y la desventaja de no hacer absolutamente nada contra el escorbuto. En 1747, un médico británico llamado James Lind realizó un experimento por el cual le dio a un grupo de tripulantes rodajas de cítricos y al otro grupo, vinagre, agua de mar o sidra. Los resultados no pudieron ser más evidentes: quienes tomaron cítricos se recuperaron tan rápido que fueron capaces de ayudar en los cuidados de los compañeros del otro grupo a medida que languidecían. James Lind publicó su descubrimiento, pero murió antes de que nadie le sacara partido casi 50 años después de su fallecimiento.
Esta clase de miopía se repite a lo largo de la historia. Los cinturones de seguridad se inventaron mucho antes que el automóvil, pero no fueron de obligatoria implantación en los coches hasta los años 60. La primera muerte registrada por exposición al amianto se produjo en 1906, pero Estados Unidos no empezó a prohibir la sustancia hasta 1973 (y la prohibición no entró en vigor en la Unión Europea hasta 2005). Cada vez que se produce un descubrimiento en materia de salud, da igual lo trascendental que sea, se ve obligado a competir contra las tradiciones, los prejuicios y los incentivos financieros de quienes los perpetúan.
Esto nos lleva a una de las mayores lagunas que existen en nuestra época entre la ciencia y la praxis. Dentro de unos años miraremos con horror las medidas contraproducentes que estamos tomando para combatir la epidemia de obesidad y el trato bárbaro que les estamos dando a las personas con sobrepeso, pese a que hace mucho tiempo que descubrimos mejores alternativas.
Hace unos 40 años, los estadounidenses empezaron a engordar mucho. Según los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades, casi el 80% de los adultos y aproximadamente un tercio de los niños se encuentran actualmente dentro de la definición clínica de persona con sobrepeso o con obesidad. Hay más estadounidenses que viven con "obesidad extrema" que con cáncer, alzhéimer y VIH juntos.
La reacción principal de la comunidad médica ha sido culpar a los gordos por ser gordos. La obesidad, tal y como la han explicado, es un fracaso personal que sobrecarga el sistema sanitario, que reduce el PIB y debilita la fuerza militar del país. También se convierte en una excusa para meterse con los gordos y decir en la siguiente frase que lo haces por su propio bien. Por eso el miedo de volverse gordos o de seguir siéndolo hace que los estadounidenses gasten más dinero anualmente en su dieta que en videojuegos o en películas. El 45% de los adultos aseguran preocuparse por su peso en algún momento o a todas horas, un porcentaje un 11% superior al registrado en 1990. Casi la mitad de las niñas de entre 3 y 6 años dicen que les preocupa ser gordas.
Los costes emocionales son incalculables. Nunca en mi vida había escrito una noticia en la que tantas de mis fuentes rompieran a llorar durante la entrevista, en la que se aseguraran dos y tres veces de que no publicaría sus nombres, en la que negaran con la cabeza con rabia al describir sus interacciones con médicos, con desconocidos y con sus propios familiares. Una de las entrevistadas dijo que los niños le cantaban Baby Beluga cuando subía al autobús escolar; otra dijo haber probado dietas tan extremas que llegó a desmayarse; uno me describió las estrategias elaboradas que utilizaba para evitar que su pareja lo viera desnudo a la luz. Un técnico sanitario al que llamaré Sam (me pidió que le cambiara el nombre para que su esposa no descubriera que había hablado conmigo) me contó que el simple hecho de mirarse al espejo puede destrozarle el estado de ánimo durante días. "Tengo la sensación de que estoy gordo y no debería. Es la peor clase de debilidad que puedo sentir", asegura.
Mi interés por este problema va más allá de lo periodístico. Cuando era pequeño, el peso de mi madre fue un coprotagonista poco reconocido de todos los problemas familiares, el motivo obvio pero nunca mencionado de que nunca saliera del coche cuando venía a buscarme al colegio, el motivo por el que podía pasar años sin aparecer en el álbum de fotos familiar y el motivo por el que se pasaba horas cocinando pasteles de carne para luego sentarse a la mesa con una ración de zanahorias. El año pasado, por primera vez, hablamos en profundidad sobre su peso. Cuando le pregunté si alguna vez se habían burlado de ella, recuerda que un hombre la llamó "bola de sebo" hacía años cuando ella pasó en bici a su lado. "Pero no era frecuente", me dijo. "Lo peor de mi peso es que me obligó a esperar para hacer cosas porque pensaba que las personas gordas no podíamos hacerlas". Se sacó un máster a los 38 años y un doctorado a los 55. "Evitaba muchas actividades en las que pensaba que mi peso me desacreditaría".
Pero la historia de mi madre, como la de Sam, como la de cualquier persona en su situación, no tendría por qué haber sido así. Durante 60 años, los médicos e investigadores han sido conscientes de dos datos que podrían haber mejorado o salvado millones de vidas. El primero es que las dietas no funcionan. No hablo solo de la dieta paleolítica, la dieta Atkins, la dieta Weight Watchers o la de Goop, sino de todas las dietas. Desde 1959, las investigaciones han demostrado que entre el 95% y el 98% de los intentos de perder peso fracasan y que dos tercios de las personas que se someten a alguna dieta acaban engordando más de lo que llegaron a perder. Los motivos son biológicos e irreversibles. Ya en 1969 se demostró que al perder un 3% de la masa corporal se produce una reducción del 17% del ritmo metabólico, una reacción corporal que provoca una sensación de hambre y reduce la temperatura interna del cuerpo hasta que este vuelve a su peso máximo. Perder peso implica luchar contra los esfuerzos de regulación del cuerpo y pasar hambre durante todo el día, todos los días del resto de tu vida.
El segundo dato importante que los médicos han sabido y rechazado durante años es que el peso y la salud no son perfectos sinónimos. Vale, prácticamente todos los estudios concluyen que las personas con sobrepeso tienen peor salud cardiovascular que las personas sin sobrepeso, pero las personas no son medias: hay estudios que han descubierto que entre un tercio y tres cuartos de las personas obesas están metabólicamente sanas. Ni tensión alta, ni colesterol alto ni resistencia a la insulina. Por otra parte, en torno a un cuarto de las personas sin sobrepeso constituyen lo que los epidemiólogos denominan "delgados no sanos". Un estudio publicado en 2016 que había hecho un seguimiento a pacientes durante una media de 19 años descubrió que las personas delgadas que no hacen ejercicio tienen un riesgo dos veces mayor de padecer diabetes que las personas obesas que hacen ejercicio. Los hábitos, independientemente del peso, son lo que de verdad importa. Hay decenas de indicadores, como el consumo de frutas y verduras, el ejercicio regular o la fuerza de agarre, que aportan una instantánea más clara de la salud de una persona que un simple vistazo desde el otro lado de una sala.
La terrible ironía es que durante 60 años la epidemia de obesidad se ha abordado como si pudiera tratarse con una supuesta dieta milagro: seguro que si hacemos exactamente lo mismo una vez más conseguiremos resultados distintos. Por eso es hora de cambiar el paradigma. No vamos a volvernos un planeta más delgado, pero sí podemos convertirnos en un planeta más sano.
Esta es Corissa Enneking en su peso más bajo. Se despierta, se ducha y se fuma un cigarrillo para controlar el hambre. Conduce hasta su trabajo en una tienda de muebles, se pasa el día de pie con unos tacones de 10 centímetros y se toma un yogur ella sola en el coche durante el descanso de mediodía. Después del trabajo, con la mente algo aturdida y con los pies palpitando, saca tres galletitas saladas, se las come en la encimera y anota las calorías en su diario.
O no. A veces llega a casa y se va directamente a la cama, exhausta y mareada del hambre, sufriendo escalofríos en el pleno calor de Kansas (Estados Unidos). Se levanta a la hora de cenar y se bebe un zumo de naranja o se come media barrita de cereales. A veces consigue dormir toda la noche para empezar al día siguiente con la misma rutina.
La última vez que siguió una rutina así, hace ya unos años, su madre la obligó a ir al hospital. "Mi hija está enferma. No come", le dijo al médico. El médico la miró de arriba abajo. Pese a los seis meses de hambruna autoimpuesta, seguía llevando tallas extragrandes, aún no podía comprarse nada en la tienda de ropa J. Crew y sus compañeros y clientes seguían dándole consejos de dietas que ella no pedía.
Enneking le dijo a su médico que antes pesaba más, que había perdido algo de peso del mismo modo que las anteriores tres o cuatro veces: investigando cuánto tiempo podía pasar sin comer durante el día, cambiando alimentos sólidos por líquidos y la comida por horas de sueño. Pasaba hambre a todas horas, pero estaba aprendiendo a disfrutarlo. Cuando comía, sufría ataques de pánico. Su jefe ya había empezado a notar su conducta errática.
"Bueno, sea lo que sea que estés haciendo ahora, está funcionando", le dijo el médico, animándola a seguir así y asegurando que cuando adelgazara lo suficiente, su organismo empezaría a procesar los alimentos de forma diferente. Podría empezar a añadir unos cuantos cientos de calorías a su dieta. Volvería a tener la regla. Se mantendría delgada sin esforzarse tanto.
"Si miramos más allá de mi peso, tenía un trastorno alimentario y mi médico me felicitaba", señala Enneking.
No hay más que preguntar a las personas con sobrepeso por sus experiencias con los profesionales del sistema sanitario y no se tarda en encontrar una historia o dos o tres del mismo tipo que la de Enneking: ojos en blanco, escepticismo y tratamientos denegados, puestos en lista de espera o revocados. Se supone que los médicos son autoridades en quienes confiar, la primera vía a la que un paciente puede acudir en busca de una solución. Sin embargo, para las personas con sobrepeso, son una fuente permanente de auténticos traumas. Da igual lo lejos que estés llegando o cuánto daño te estés haciendo, lo primero que te dicen es que todo mejoraría si dejaras los Cheetos.
No se trata de un fenómeno anecdótico. Las consultas médicas son más breves cuando los pacientes tienen sobrepeso y los médicos muestran menor empatía en los minutos que les dedican. Utilizan palabras negativas, como "incumplir", "exceso de indulgencia", o "poca fuerza de voluntad" cada vez con más frecuencia en la historia clínica de estos pacientes. En un estudio, los investigadores derivaron a otros médicos unos casos prácticos de pacientes aquejados de migraña. Todos los parámetros salvo el peso eran iguales, pero los médicos informaban que los pacientes con sobrepeso mostraban una actitud peor y que eran más reacios a seguir sus indicaciones. Y eso si aceptan ver al paciente. En 2011, The Sun-Sentinel realizó una encuesta a obstetras y ginecólogos del sur de Florida y descubrió que el 14% de ellos se niegan a atender a pacientes que pesen más de 91 kilos.
Algunos de esos médicos simplemente aplican los mismos prejuicios que dominan la sociedad que los rodea. Un anestesista de la Costa Oeste asegura que en cuanto un paciente se queda dormido en la mesa de operaciones, los cirujanos empiezan a lanzarle "insultos de instituto" por su físico. Janice O'Keefe, que trabajaba como enfermera en Boston, comenta que una vez un médico la miró, se quedó un momento en silencio y luego le preguntó: "¿Cómo te puedes hacer esto a ti misma?". Emily, que es asesora en la Universidad Eastern Washington, fue a extirparse un quiste ovárico. La médica miró su cuerpo con sobrepeso en la imagen por resonancia magnética y le dijo: "Mira la mujer delgada que tienes ahí dentro intentando salir".
"Yo preocupada por si tenía cáncer y ella tomándoselo como un momento para soltarme una moralina por mi peso", se lamenta Emily.
Otros médicos piensan realmente que hacer pasar vergüenza a las personas con sobrepeso es la mejor forma de motivarlas para que adelgacen. "Es el último ámbito médico en el que se prescribe mano dura", señala Sean Phelan, investigador de la Clínica Mayo.
En un artículo de 2013, el especialista en bioética Daniel Callahan argumentaba que hace falta aún más estigma contra las personas con sobrepeso. "Las personas no se dan cuenta de su obesidad y, si se dan cuenta, no es suficiente para que piensen que deben hacer algo al respecto", justifica. La vergüenza le ayudó a dejar de fumar, así que, según arguye, también debería funcionar con la obesidad.
Esta creencia no concuerda en absoluto con las últimas investigaciones sobre obesidad y conducta humana. Tal y como apunta uno de los (muchos) investigadores que rebatieron el artículo de Callahan, avergonzar a los fumadores y a los consumidores de drogas con mensajes del tipo "di no a la droga" (como el programa contra la drogadicción DARE) puede haber incrementado el consumo de drogas al hacer que los consumidores estén menos dispuestos a abordar el problema con médicos y familiares.
Y, como debería resultar obvio, fumar es un hábito; tener sobrepeso, no. La endocrinóloga y especialista en obesidad Jody Dushay, del hospital Beth Israel Deaconess Medical Center, asegura que la mayoría de sus pacientes han probado multitud de dietas y han adelgazado y recuperado mucho peso antes de acudir a ella. Decirles que lo vuelvan a intentar utilizando palabras más duras solamente les hace más propensos a fracasar en su empeño y a culparse por ello.
Evidentemente, no todos los médicos denigran a propósito a sus pacientes con sobrepeso, algunos causan el mismo daño de formas más sutiles e inconscientes. Por ejemplo, la mayoría de los médicos están en forma ("Si vas a un congreso sobre obesidad, buena suerte buscando una cinta para correr a las 5 de la mañana", comenta Dushay) y se han pasado más de una década de su vida metidos en la burbuja de alto riesgo y alto estrés de los colegios de medicina. Según varios estudios, los médicos que están delgados se muestran más seguros al dar consejos, esperan de sus pacientes que pierdan más peso y tienden a pensar que seguir una dieta es sencillo. Sarah (no es su verdadero nombre), directora general de una empresa tecnológica de Nueva Inglaterra, le dijo en una ocasión a su médico que le costaba mucho aguantar durante el día comiendo menos y el médico le contestó: "Mírame: me he tomado un huevo para desayunar y me encuentro bien".
Y también hay que tener en cuenta las evidentes diferencias culturales. Kenneth Resnicow, que trabaja de asesor enseñando a los médicos a establecer mayor afinidad con sus pacientes, indica que los médicos blancos, adinerados y delgados tratan muchas veces de empatizar con sus pacientes de menor renta con frases como: "Sé lo que es no tener tiempo para cocinar". Sus pacientes, que pueden ser madres con tres hijos y dos trabajos, piensan de inmediato: "No, no lo sabes", y desde ese momento la relación ya queda irremediablemente enrarecida.
Cuando la investigadora de Nueva Jersey Joy Cox tenía 16 años, fue al hospital con dolores estomacales. El médico no logró diagnosticarle una grave inflamación del conducto biliar, pero sí le dijo, sin basarse en nada, que se pondría mejor si dejaba de comer tanto pollo frito. "Se las arregló para denigrarme como gorda y como negra en una sola frase", recuerda.
Muchas de las estructuras financieras y administrativas con las que trabajan los médicos incentivan esta mala conducta. El problema empieza desde que son estudiantes universitarios, donde, según una encuesta de 2015, los estudiantes estadounidenses solo reciben 19 horas de educación nutricional a lo largo de cuatro años, 5 horas menos que en 2006. El problema se acrecienta cuando estos médicos empiezan a practicar la medicina. Los médicos de cabecera solo tienen 15 minutos para cada paciente, lo que apenas da tiempo para preguntar qué han comido ese día y mucho menos para preguntar qué han comido a lo largo de los años. Un acercamiento más humano no les sale rentable: mientras que algunos procedimientos como hacer análisis de sangre y exploraciones por tomografía computarizada producen beneficios de entre cientos y miles de dólares, un médico solo recibe 24 dólares por cada sesión de asesoramiento nutricional y dietética.
Lesley Williams, médica de cabecera de Phoenix, asegura que recibe una alerta del programa que ejecuta el historial clínico de sus pacientes cada vez que está a punto de ver a un paciente por encima del umbral de sobrepeso. El motivo es que a los médicos se les pide a menudo por escrito que demuestren a los administradores del hospital y a los seguros que han hablado con sus pacientes de su sobrepeso y que han trazado un plan para reducirlo, tanto si el paciente acude al médico con artritis, con un brazo roto o con una quemadura solar grave. Si no lo hacen, pueden ver perjudicados sus informes de rendimiento, la valoración que reciben de las compañías de seguros o incluso serles denegado el reembolso si derivan a estos pacientes al especialista.
Otro problema, según Kimberly Gudzune, especialista en obesidad de la Universidad Johns Hopkins, es que muchos médicos, independientemente de su especialidad, piensan que el peso entra dentro de su competencia. Gudzune suele pasar meses trabajando con pacientes para que fijen objetivos realistas (pasar más tiempo jugando con los nietos, dejar de necesitar la medicación para controlar el colesterol) solo para que vengan otros médicos y pongan en peligro todos los avances logrados. Una de sus pacientes estaba logrando importantes avances y llegó un cardiólogo y le indicó que debía perder 45 kilos. "De repente se empezó a sentir como una fracasada. Ahora a empezar de cero otra vez. Y eso si decide volver", lamenta Gudzune.
Por lo tanto, al trabajar en un sistema que ni enseña ni anima a empatizar con los pacientes de más peso, los médicos acaban recomendando dietas milagro y tratando de animar mediante tópicos trillados. Ron Kirk, electricista de Boston, afirma que el primer recurso de su médico a lo largo de los años ha sido hacerle seguir dietas que solo es capaz de mantener durante unas pocas semanas. "Me dijo que la lechuga era un alimento que podía comer libremente". Acabó cenando un cogollo de lechuga romana.
En un estudio que analizó 461 interacciones con médicos, solamente el 13% de los pacientes recibió una planificación de dietas o ejercicios y solo el 5% obtuvo ayuda para realizar un seguimiento. "Puede ser estresante cuando [los pacientes] empiezan a hacer un montón de preguntas sobre dietas y sobre perder peso", comentó un médico a los investigadores en 2012. "Considero que no tengo tiempo para sentarme a darles una sesión de asesoramiento sobre los fundamentos. Les digo: 'Aquí tiene varias páginas web, écheles un ojo". Un sondeo de 2016 desveló que hay el doble de estadounidenses que han probado alguna dieta sustitutiva (que no suele funcionar) que los que han recibido asesoramiento de un dietista.
"Raya en la negligencia médica", sostiene Andrew (utiliza un seudónimo), asesor y músico que ha tenido sobrepeso toda su vida. Hace unos años, en una visita rutinaria, la médica de Andrew lo pesó y le dijo que tenía "un sobrepeso peligroso" y que se pusiera a dieta e hiciera ejercicio, pero sin entrar en detalles. ¿Una dieta baja en grasas? ¿Baja en carbohidratos? ¿Hacerse vegetariano? ¿Empezar a hacer Crossfit? ¿Yoga? ¿Comprarse un puñetero ThighMaster?
"Ni siquiera me preguntó por el ejercicio que ya estaba haciendo. Por entonces, estaba entrenando para hacer montañismo invernal, haciendo senderismo todos los fines de semana y yendo al gimnasio cuatro veces a la semana. En vez de mantener una conversación, me regañó. Parecía que su verdadero objetivo era avergonzarme", recuerda.
Estas situaciones hacen que las personas con sobrepeso sean más reticentes a ir al médico. Tres estudios independientes descubrieron que las mujeres con sobrepeso tienen una mayor probabilidad de fallecer por cáncer de mama y cuello uterino que las mujeres sin sobrepeso, una circunstancia que en parte se atribuye a la aversión a ir al médico y hacerse pruebas. Erin Harrop, investigadora de la Universidad de Washington, estudia a mujeres de peso elevado con anorexia. Pese al estereotipo impulsado por los medios sobre los anoréxicos superdelgados, las mujeres anoréxicas de tallas grandes son dos veces más propensas a vomitar, a recurrir a laxantes y a abusar de las pastillas para adelgazar. Según descubrió Harrop, las anoréxicas delgadas tardan alrededor de 3 años en empezar el tratamiento, mientras que sus participantes pasaron una media de 13 años y medio esperando para recibir tratamiento para sus trastornos alimentarios.
"Gran parte de mi trabajo consiste en ayudar a la gente a recuperarse del trauma derivado de sus interacciones con el sistema sanitario", explica Ginette Lenham, asesora especializada en obesidad. El resto de su trabajo consiste en ayudarles a recuperarse del trauma derivado de sus interacciones con el resto de la gente.
Si en algún momento Sonya olvida que tiene sobrepeso, el mundo se encargará de recordárselo. Comenta que ha dejado de usar el bus porque nota la molestia de los demás pasajeros cuando tienen que apretujarse para dejarle pasar. Sarah, directora ejecutiva de una empresa de tecnología, se pone en tensión cuando alguien trae algo de bollería a una reunión de trabajo. Si decidiera tomar uno, ¿estarían sus empleados pensando: "Ya va la gorda de la jefa"? Si decidiera no hacerlo, ¿la felicitarían en secreto por mostrar algo de moderación?
Emily comenta que son las personas bienintencionadas quienes más la irritan, las mujeres que la paran por la calle para decirle lo valiente que es por llevar un vestido sin mangas un día a 35 ºC. Sam, técnico sanitario, evita por completo hablar sobre el tema del peso. "Se supone que los hombres no deben pensar en esto, pero yo estoy constantemente dándole vueltas", admite. "Así que nunca me permito hablar de ello, lo que es bastante raro, teniendo en cuenta que es lo más visible de mí".
Una y otra vez, oigo historias sobre cómo la presión de ser un "gordito bueno" en público se va acumulando hasta que explota. Jessica tiene cuatro hijos. Cada semana tiene una fiesta de cumpleaños, una quedada familiar o una reunión social en la piscina, un montón de ocasiones en las que está rodeada de bandejas de costillares y tentempiés con las demás madres.
"Mi mente está todo el día contando calorías, sopesando qué puedo comer y pensando en quién está vigilando", resume. Después de los comentarios no solicitados que ha recibido a lo largo de los años (¿Te conviene comer eso?), ha aprendido a tener cuidado y desempeñar el papel de gorda impecable: picotea tomates cherry, bebe agua del grifo, permanece de pie e ignora el postre al final del banquete.
A medida que va concluyendo la reunión, Jessica y los demás padres se reparten las sobras. Envuelve las hamburguesas, la ensalada de pasta o la tarta de cumpleaños, lleva a sus hijos de vuelta a casa y espera a que estén en la cama. Solo entonces, cuando no hay nadie con ella, se come las sobras ella sola, a escondidas.
"Siempre lo hago a escondidas. Me compro un envase de helado y me lo como todo. Luego tengo que volver a la tienda y comprar otra vez. A lo largo de la semana, mi familia cree que hay un envase de helado en el congelador, solo que en realidad han sido cinco", confiesa.
Así funciona el acoso a la gente con sobrepeso: de forma visible e invisible, en público y en privado, a escondidas y por todas partes al mismo tiempo. Las investigaciones demuestran que los estadounidenses con más sobrepeso (sobre todo las mujeres) cobran menos y tienen menos probabilidades de ser contratados y ascendidos. En una encuesta de 2017, 500 encargados de contrataciones observaron la fotografía de una aspirante al puesto, una mujer con sobrepeso. El 21% de ellos la describió como "poco profesional" pese a no tener ninguna otra información sobre ella. De hecho, solo en 1 de los 50 estados de Estados Unidos (buen trabajo, Michigan) está prohibido por ley discriminar a la gente en el trabajo por su peso.
Paradójicamente, conforme ha aumentado el número de personas con sobrepeso, los prejuicios contra ellos se han vuelto más graves. Más del 40% de los estadounidenses clasificados como obesos dicen sufrir las consecuencias del estigma a diario, una tasa muchísimo mayor que en cualquier otro sector minoritario de la población. Y esto les provoca unas secuelas terribles en el organismo. Según un estudio realizado en 2015, las personas con sobrepeso que se sienten discriminadas por su peso tienen una esperanza de vida menor que las personas con sobrepeso que no se sienten discriminadas. "Estos resultados sugieren la posibilidad de que el estigma asociado con el sobrepeso es incluso más perjudicial que el propio sobrepeso", concluyó el estudio.
Por si no fuera suficiente, uno de los efectos de los prejuicios por sobrepeso es que te hace comer aún más. La hormona del estrés, el cortisol, una hormona que diseñó la evolución para entrar en acción cuando te persigue un tigre o, al parecer, cuando alguien te rechaza por tu aspecto, aumenta el apetito, reduce las ganas de hacer ejercicio e incluso mejora el sabor de la comida. Sam, al igual que tantas de las personas entrevistadas para este reportaje, comenta que se fue directo al restaurante de comida rápida Jack in the Box el año pasado cuando una persona le gritó desde el otro lado de un aparcamiento: "¡Hay que comer menos!".
Hay una triste lógica cavernícola que explica el rechazo a las personas con sobrepeso. "Somos especialmente conscientes de los cuerpos que tienen un aspecto distinto. En nuestro pasado evolutivo, podía tratarse de un síntoma de enfermedad y ser visto como una amenaza para la tribu", expone Janet Tomiyama, investigadora sobre el estigma en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA). Estas pistas biológicas ayudan a explicar por qué el estigma comienza a tan tempranas edades. Unos niños de entre 3 y 5 años participantes en un estudio definían a sus compañeros de clase de más peso con palabras como "malos", "tontos" y "vagos".
Aun así, pese a que el peso es el principal motivo de acoso escolar, las instituciones estadounidenses de salud pública siguen poniendo en práctica políticas perfectamente diseñadas para exacerbar esta crueldad. En la televisión y en las vallas publicitarias se utilizan eslóganes como "Demasiada pantalla, demasiado niño". Cat Pausé, investigadora de la Universidad Massey de Nueva Zelanda, estuvo meses analizando campañas de salud pública en todo el mundo en busca de un solo mensaje que pretendiera reducir el estigma contra las personas con sobrepeso y acabó con las manos vacías. En lo que supuso una revolución bienintencionada pero incendiaria, ahora hay aproximadamente una docena de estados que pueden mandar a los niños a casa con un "boletín de notas de IMC" (índice de masa corporal), una medida que probablemente no influirá en su peso pero casi seguro que intensificará el acoso que sufran en su propio entorno familiar.
No se trata de una preocupación abstracta: los sondeos entre adultos con sobrepeso desvelan que las peores experiencias de discriminación sufridas procedían de sus propias familias. Erika, educadora de salud, aún recuerda la palabra que le solía dirigir su padre: "Fuertota". Su abuelo prefería definirla como "robusta". Su madre nunca dijo nada sobre el cuerpo de Erika, pero no hizo falta. Ella misma estaba obsesionada con su propia imagen y decía que era enorme pese a usar dos tallas menos que su hija. Cuando Erika tenía 11 años, se escabullía en el bosque de detrás de su casa para vomitar en un arroyo cuando las reuniones familiares le hacían imposible no comer.
El acoso que sufren por parte de sus seres queridos continúa cuando son adultos. Un estudio de 2017 descubrió que el 89% de los adultos con obesidad ha sufrido acoso por parte de sus parejas. Emily, la asesora, comenta que durante su adolescencia y cuando era veinteañera se acostaba con hombres que no le interesaban, a los que ella sí interesaba. En su mente, que un hombre estuviera interesado por ella era un recurso escaso que no estaba dispuesta a dejar escapar: "Estaba desesperada por conseguir la atención de los hombres. El sexo era una buena forma de conseguirla".
Al final, acabó con una pareja abusiva. Durante el sexo, le decía que su cuerpo era bonito y luego, durante el día, que era repugnante. "Cuando intentaba cortar con él, me decía: '¿Dónde vas a encontrar a alguien que soporte tu repulsivo cuerpo?", rememora.
Emily consiguió alejarse de él, pero es consciente de que su vida amorosa será siempre complicada. El hombre con el que sale ahora es delgado ("como Tony Hawk", dice) y se da cuenta de las miradas de la gente cuando se dan la mano en público. "Eso nunca me pasaba cuando salía con hombres gordos. A los hombres delgados no se les permite sentirse atraídos por mujeres gordas", se lamenta.
Los efectos de los prejuicios por motivos de peso son aún peores si se suman a otras formas de discriminación. Un estudio de 2012 descubrió que las mujeres afroamericanas son más propensas que las mujeres blancas a sufrir depresión al internalizar el estigma por su peso. Los adolescentes de origen latinoamericano y de raza negra tienen una tasa de bulimia significativamente superior. Y, lo que resulta sorprendente, las personas ricas de color tienen una tasa de enfermedades cardiovasculares mayor que la de las personas pobres de color, al contrario de lo que sucede entre la población blanca. Una explicación es que moverse por las tradicionales esferas de poder de los blancos y participar cada vez más en ellas ejerce una presión en las minorías raciales que, con el tiempo, les hace más susceptibles a sufrir enfermedades cardiovasculares.
Pero posiblemente el aspecto más especial del estigma por motivos de peso es su capacidad para aislar a sus víctimas entre sí. En la mayoría de las minorías, la discriminación contribuye a formar un sentido de unión y pertenencia a una comunidad distinta de la mayoría. A los homosexuales les gustan los homosexuales. Los mormones apoyan a otros mormones. Las encuestas realizadas a personas con sobrepeso revelan que tienen los mismos prejuicios que las personas que los discriminan a ellos. En un estudio de 2005, las palabras que utilizaron los participantes obesos para clasificar a otras personas obesas incluían términos como "golosos", "sucios" y "lentos".
Andrea, enfermera retirada, lleva probando dietas comerciales desde los 10 años. Sabe lo complicado que es adelgazar y sabe por lo que están pasando las mujeres con más sobrepeso que ella, pero aun así le cuesta no caer en los prejuicios cuando trata con estas personas en público. "Pienso: '¿Cómo se han dejado llevar hasta este punto?' Pero es más por miedo, porque si me dejo llevar yo también sería así de gruesa", confiesa.
Su postura es perfectamente comprensible. Cuando yo tenía 9 o 10 años, sabía que salir del armario era lo que hacían las personas homosexuales, pero tardé otra década más en hacerlo. Las personas con sobrepeso, sin embargo, nunca tienen la oportunidad de desvelar su identidad y de identificarse como una persona de un colectivo distinto. Todavía viven en una sociedad que cree que el peso es algo temporal, que adelgazar es urgente y viable, que sentirse cómodos con su cuerpo es "exaltación de la obesidad". Este limbo, esta mentira, es el motivo por el que les resulta tan difícil a las personas con sobrepeso conocerse entre ellas o a sí mismas. "Nadie se cree la historia de que al final todo mejora. No puedes reivindicar una identidad si todo el mundo a tu alrededor te dice que no existe o que no debería existir", asevera Tigress Osborn, directora de la NAAFA (una asociación estadounidense para la aceptación de las personas con sobrepeso).
Harrop, la investigadora sobre trastornos alimentarios, se dio cuenta hace varios años de que su universidad tenía clubes para estudiantes transexuales, para estudiantes inmigrantes, para estudiantes republicanos..., pero ninguno para estudiantes con sobrepeso, de modo que lo inauguró ella y fue un fracaso rotundo y absoluto. Solo se presentaron un puñado de personas con sobrepeso durante el tiempo que estuvo en marcha el club. Casi todos los miembros eran personas delgadas que hacían lluvias de ideas para encontrar los mejores modos de convertirse en aliados para la causa.
Le pregunté a Harrop por qué cree que el club fue un fracaso tan rotundo y simplemente respondió: "Las personas gordas crecen en la misma cultura antigordos que las personas que no están gordas".
Desde 1980, la tasa de obesidad se ha duplicado en 73 países y ha aumentado en otros 113. En todo ese tiempo, no hay ningún país que haya reducido la tasa de obesidad. Ninguno.
El problema es que en Estados Unidos y en muchas otros lugares las instituciones públicas se han obsesionado tanto con el peso que han pasado por alto lo que de verdad está matando a la gente: las fuentes de los alimentos. La alimentación es la principal causa de muertes en Estados Unidos, dado que provoca cinco veces más muertes que la violencia con armas y los accidentes de tráfico juntos. Pero el problema no es cuánto se come (los estadounidenses, de hecho, consumen menos calorías ahora que en 2003). El problema es qué se come.
Desde hace más de una década, los investigadores han descubierto que la calidad de la comida afecta al riesgo de sufrir enfermedades independientemente de su efecto sobre el peso. La fructosa, por ejemplo, parece ser más perjudicial para la sensibilidad a la insulina y para la función hepática que otros edulcorantes con la misma cantidad de calorías. Las personas que comen frutos secos cuatro veces a la semana tienen una tasa de diabetes un 12% menor y una tasa de mortalidad un 13% menor, independientemente del peso. Nuestro sistema biológico de regulación de energía, hambre y saciedad queda desequilibrado al comer alimentos altos en azúcares, bajos en fibra y con aditivos, que, sorprendentemente, en la actualidad suponen el 60% de las calorías que consumimos.
Eliminar este veneno de nuestro billonario sistema de alimentación no es algo que vaya a suceder pronto ni fácilmente. Cada eslabón de la cadena, desde las granjas hasta los comedores escolares, están controlados por un Mars, un Monsanto o un McDonald's, cada uno de los cuales trabaja de forma incesante para reducir sus costes de producción y maximizar sus beneficios. Pero todavía no hay que desesperarse por ello. Hay mucho que podemos hacer para mejorar la vida de las personas con sobrepeso, desde cambiar el enfoque por primera vez y empezar a buscar no estar delgados sino estar sanos y no avergonzar a quienes tienen sobrepeso, sino apoyarlos.
El lugar para empezar es la consulta del médico. El mayor fracaso del sistema médico en lo que a obesidad se refiere es que trata a cada paciente exactamente de la misma manera: si estás gordo, pierde peso. Si estás delgado, sigue así. Stephanie Sogg, psicóloga en el Mass General Weight Center, cuenta que tiene pacientes que empiezan a comer de forma compulsiva después de una agresión sexual, otros que se quedan sin comer todo el día antes de darse un atracón en el camino de vuelta a casa y otros que ingieren 1000 calorías al día, se entrenan cinco veces a la semana y siguen insistiendo en que están gordos porque no tienen "fuerza de voluntad".
Reconocer la complejidad infinita de la relación de cada persona con la comida, el ejercicio y la imagen corporal debería ser la parte central de su tratamiento, no una nota al pie. "El 80% de mis pacientes lloran en la primera cita", afirma Sogg. "Para algo tan emocional como el peso hay que escuchar un tiempo antes de dar cualquier consejo. Decir a alguien 'deja las hamburguesas' nunca va a funcionar si no sabes qué suponen para él esas hamburguesas".
Los beneficios médicos de este enfoque —ser más agradable con sus pacientes de lo que ellos son consigo mismos, como lo describe Sogg— son irreprochables. En 2017, el Grupo de Trabajo de Servicios Preventivos de Estados Unidos, el panel de expertos que decide qué tratamientos se deberían ofrecer de forma gratuita con el Obamacare, descubrió que el factor decisivo en los tratamientos para la obesidad no era la dieta que siguieran los pacientes, sino cuánta atención y apoyo recibían mientras lo estaban siguiendo. Los participantes que tuvieron más de 12 sesiones con un dietista vieron reducciones significativas en su tasa de prediabetes y riesgo cardiovascular. Los que tenían un cuidado menos personalizado casi no mostraron mejora.
Aun así, pese a la explícita recomendación del Grupo de Trabajo de un "asesoramiento intensivo, conductual y multidisciplinar" para los pacientes con sobrepeso, la gran mayoría de las empresas aseguradoras y los programas sanitarios estatales entienden este "asesoramiento" como una o dos sesiones, siguiendo exactamente el enfoque superficial que, después de años de investigación, se sabe que no funciona. "Los planes de salud se niegan a tratar esto como algo más que un problema personal", denuncia Chris Gallagher, asesor político en la Obesity Action Coalition.
Esta misma negligencia ruin se ve en todos los niveles del gobierno. Desde las normas de marketing hasta las regulaciones antimonopolio, pasando por acuerdos de comercio internacionales... la política estadounidense ha creado un sistema alimentario excelente en la producción de harina, azúcar y grasa, pero al que le cuesta mucho proporcionar nutrientes a una escala mínimamente cercana. Estados Unidos gasta 1500 millones de dólares en investigación sobre nutrición cada año, frente a los 60.000 millones de dólares que invierte en investigación de medicamentos. Solo un 4% de las subvenciones agrícolas van a parar a frutas y verduras. Se entiende, por tanto, que los alimentos más sanos cuesten hasta ocho veces más, caloría por caloría, que los no sanos, o que la brecha se amplíe más cada año.
Lo mismo ocurre con el ejercicio. Los riesgos cardiovasculares de un estilo de vida sedentario, la expansión urbana descontrolada y los largos trayectos en transporte están bien documentados. Pero en lugar de contribuir a mitigar estos riesgos —y su desproporcionado impacto en los pobres—, nuestras instituciones los han exacerbado. Solo el 13% de los niños estadounidenses camina o va en bici a la escuela; cuando llegan, menos de un tercio de ellos participa en una clase diaria de gimnasia. Y en los mayores la cosa no mejora: el número de adultos que hace un trayecto de más de 90 minutos de ida y otros 90 de vuelta cada día para ir al trabajo creció más del 15% entre 2005 y 2016, consecuencia predecible de la insuficiente inversión que se hace en transporte público y la sobreinversión que se hace en autopistas, aparcamientos y centros comerciales. Durante 40 años, mientras los políticos nos decían que comiéramos más verduras y utilizáramos las escaleras en lugar del ascensor, presidían un país en el que el ejercicio diario se ha convertido en un lujo y en el que comer bien resulta abusivo.
La buena noticia es que las mejores ideas para revertir estas tendencias ya han sido probadas. Muchas intervenciones de obesidad "fallidas" son, en realidad, intervenciones de éxito en comer más sano y hacer más deporte. Un análisis de 44 estudios internacionales descubrió que los programas de actividad en la escuela no influían en el peso de los niños, pero mejoraban su capacidad atlética, triplicaban la cantidad de tiempo que pasaban haciendo ejercicio y reducían su consumo diario de televisión hasta en una hora. Otro estudio demostró que con dos años de ejercicio y alimentación saludable, los niños no cambiaban de talla, pero mejoraban sus resultados en matemáticas (un efecto que era mucho mayor en niños negros que blancos).
Esto se ve en muchas de las investigaciones: las intervenciones de salud más efectivas no son en realidad intervenciones de salud; son políticas que reducen los apuros de la pobreza y dejan tiempo libre para el movimiento, el juego y la crianza. Los países en desarrollo con mejores salarios para las mujeres tienen menores tasas de obesidad, y la vida se transforma cuando los alimentos saludables se abaratan. Un programa piloto en Massachusetts que daba a los usuarios de vales de comida 30 centavos adicionales por cada dólar que gastaban en comida sana hizo que aumentaran su consumo de fruta y verduras un 26%. Es poco probable que políticas como esta afecten al peso. Pero es casi seguro, sin embargo, que mejoren considerablemente nuestra salud.
Y eso nos lleva al problema más intrínseco: nuestra actitud de mierda hacia la gente gorda. Según Patrick Corrigan, editor del diario Stigma and Health, incluso los esfuerzos mejor intencionados por reducir el estigma chocaban contra la realidad. En un estudio, los investigadores explicaron a niños de 10 a 12 años todos los factores genéticos y médicos que contribuyen a la obesidad. Después, los niños eran capaces de repetir el mensaje recibido —"los niños gordos no están así por elección"—, pero seguían teniendo las mismas actitudes negativas con los niños más gorditos que se sentaban a su lado. Un enfoque similar llevado a cabo con niños de la misma edad incrementaba incluso su intención de hacer bullying a sus compañeros gordos. Por otro lado, la representación del sobrepeso entre los famosos puede dar lugar a lo que Corrigan llama el "efecto Thurgood Marshall": en vez de actualizar nuestros estereotipos ("quizás la gente gorda no está tan mal"), a las personas destacadas de una minoría las vemos como excepciones aisladas ("bueno, él no es como los otros gordos").
Lo que funciona, apunta Corrigan, es que las personas gordas dejen claro a todo aquel con quien interactúen que su talla no es algo por lo que disculparse. "Cuando te compadeces de alguien, piensas que es menos eficiente, menos competente, más herido", dice. "No lo ves como alguien capaz. La única forma de deshacerse del estigma es desde el poder".
Esta siempre ha sido la gran esperanza del movimiento de aceptación de los gordos. ("We're here, we're spheres, get used to it" [Estamos aquí, somos esferas, acostumbraos a ello] fue uno de los eslóganes de los 90). Pero desde entonces las marcas de ropa, las empresas de dietas y jabones se han apropiado de este mensaje radical. Weight Watchers se ha renovado como un "programa de estilo de vida", pero sigue prometiendo que sus miembros pueden adelgazar hasta la felicidad. Las principales firmas de ropa se venden a sí mismas como "body positive", pero se niegan a hacer prendas que puedan ponerse modelos de talla grande en sus vallas publicitarias. Las redes sociales también se han convertido en una plataforma para las representaciones positivas de personas gordas y han creado comunidades para que sea más fácil encontrarse. Pero también han contribuido a un progreso anodino y estrecho que celebra a la mujer emprendedora que vende "bikinis para gordas" en Instagram, mientras ignora a la mujer que es despedida de su puesto de gestión supuestamente después de engordar 45 kilos en tres años (y es una historia real).
"El activismo de gordos no consiste en hacer que la gente se sienta mejor consigo misma", sostiene Pausé. "Consiste en que no te denieguen tus derechos civiles y en no morirte porque un médico te haga un mal diagnóstico".
Y eso, en un mundo que se niega a cambiar, todavía depende de que cada persona gorda, por sí sola, decida cómo sobrevivir. Emily, asesora en la Universidad Eastern Washington, reconoce que hace tres años tomó la decisión de reafirmarse. La primera vez que pidió una mesa más grande en un restaurante, estaba sudando, con la cara roja y jadeante. Parecía que las palabras —"no quepo"— no podían salir de su boca.
Pero ahora "es algo que hago directamente", cuenta. El mes pasado, estaba en una conferencia y preguntó a uno de los participantes si podía cambiarle la silla, porque la suya no tenía reposabrazos. Y no hubo problema, como suele pasar con ese tipo de peticiones. "Una persona alta no se sentiría rara pidiendo eso, ¿por qué iba a sentirme mal yo?", se pregunta Emily. Sus amigas delgadas ya lo hacen por ella antes de que a Emily le dé tiempo a preguntar.
El progreso de Emily me recuerda a una conversación que mantuve con Ginette Lenham, la asesora de dietas. Sus pacientes suelen vivir en el pasado o en el futuro con su peso. Le cuentan que están esperando a adelgazar para volver a estudiar o para buscar un nuevo trabajo. Le suplican que les devuelvan al peso que tenían cuando iban al instituto, o cuando se casaron, o cuando hicieron su primer triatlón, dando a entender que eso les devolverá su vida pasada.
Y entonces Lenham debe explicarles que estos sueños son una trampa. Porque no hay cura mágica. No hay máquina del tiempo. Solo está el acto revolucionario de estar gordo y ser feliz en un mundo que te dice que eso es imposible.
"Todos tenemos que hacer lo máximo con el cuerpo que tenemos", afirma. "Y dejar a los demás en paz".
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ARTÍCULO ORIGINAL DEL HUFFPOST ESTADOS UNIDOS
REDACCIÓN: MICHAEL HOBBES
Michael es colaborador habitual de Highline y reportero para la edición estadounidense del HuffPost. También es copresentador del podcast semanal You're Wrong About.
FOTÓGRAFÍAS: FINLAY MACKAY
Finlay es fotógrafo y cineasta que vive en Nueva York. Sus obras han aparecido en The New York Times, Time y la National Portrait Gallery.
CREACIÓN Y DISEÑO GRÁFICO: DONICA IDA
Donica es directora creativa de Highline.
AYUDANTE DE CREACIÓN Y DISEÑO GRÁFICO: KATE LARUE
Kate es directora creativa y periodista que vive en Brooklyn.
DOCUMENTACIÓN: MATT GILES
Matt es escritor freelance y director de investigación y fact-checking en Longreads.
DESARROLLO Y DISEÑO: GLADEYE
Gladeye es una agencia digital de innovación en Nueva Zelanda y Nueva York.
TRADUCCIÓN: DANIEL TEMPLEMAN SAUCO y MARINA VELASCO SERRANO