¿Te gusta discutir?
Desde muy temprana edad, tuve cerca de mí a personas que huían como de la peste de cualquier discusión o conato de ella. Nunca daban pie a que se formara y, si la atisbaban o veían que era inevitable, trataban de cambiar de tema o directamente huían, incluso literalmente. Para ellas, las discusiones eran el mal que había que evitar: si no se discutía, todo era felicidad absoluta o, al menos, felicidad aparente... y eso era mucho mejor que discutir y correr el riesgo de ver iniciada una supuesta pelea que nos provocara malos rollos o incluso un infarto generalizado.
No les bastaba con impedirlas casi incluso por decreto: si veían que tus comentarios podrían dar lugar, quizás, a una discusión (un simple intercambio acalorado de ideas o incluso ni acalorado), allá que entraban ellas a cortar el cambio de pareceres, no fuera a ser que una cosa llevara a la otra y la última fuera un derramamiento inevitable de sangre. Para estas personas, discutir era sinónimo de romper relaciones, tensar familias y hacer la guerra. Por supuesto, con el fin de evitarlo, aconsejaban siempre dar la razón a los otros como si fueran tontos. Llevarles la contraria era un riesgo demasiado elevado. Ay, qué recuerdos, por cierto, aquellos amigos que me aconsejaban ni siquiera hablar (¡no ya discutir!) de política...
Desde muy temprana edad, conviví con personas a las que les encantaba discutir incluso sin razón aparente o simplemente por tocar las narices. En ocasiones yo caí en dicho comportamiento, lo reconozco, aunque luego comprendí que las discusiones son interesantes (¡y saludables!) si son auténticas y no forzadas. Al fin y al cabo, del mismo modo que no hay mejor forma de mostrar respeto (personal, humano) a alguien que llevar la contraria a sus argumentos con argumentos supuestamente mejores, no hay cosa más triste que no rebatir algo por miedo... ni cosa más absurda que discutir con quien pasa del tema.
A día de hoy, intento comportarme de modo natural: en función de las circunstancias, opino libremente de lo que supuestamente se debate e intento no callarme una opinión aunque sea minoritaria. Si, como consecuencia de ello, se inicia una discusión encendida, no me asusto e incluso me parece razonable, dado que somos humanos y no máquinas insensibles e indolentes.
No creo que haya que decir nada para generar artificialmente polémica y tampoco que haya que opinar siempre de todo y en cualquier circunstancia y tampoco que tengamos que ir diciendo a la gente lo que pensamos de ella; pero tampoco debemos callarnos por miedo al qué dirán o porque nuestra opinión sea minoritaria o porque pudiera estar, en ese determinado lugar y a esa hora, mal vista. Todo ello con dosis de desparpajo pero también de prudencia.
Desde siempre, el ser humano ha necesitado y necesita sentirse reconfortado y notar que rema en la misma dirección que el resto, sentir que forma parte de un grupo y que camina por la misma senda. Sin embargo, la discusión y el intercambio de pareceres forman parte de su esencia. No tengamos miedo a llevar la contraria a los demás... y mucho menos a nosotros mismos. Es una buena medicina contra los sectarismos. Y tampoco, por cierto, tengamos problema en dar la razón a quien pensamos la tenga.