Sin calma después de la tormenta
La crisis económica, las tensiones sociales y la situación de abandono institucional a la que se enfrenta la población son palancas que podrían llevar de nuevo a un demócrata a la presidencia.
A menos de una semana para las elecciones presidenciales de Estados Unidos, la mayoría de los sondeos sitúan a Joe Biden en cabeza. El candidato demócrata aventaja en ocho puntos a Donald Trump. Sin embargo, no todo depende del voto popular: los delegados de cada estado juegan un papel determinante, igual que los estados ‘bisagra’. Las condiciones de esta campaña han sido atípicas, pero ambas candidaturas se las han ingeniado para seguir haciendo política del espectáculo. De hecho, el presidente no desaprovechó la oportunidad de hacer un show con su contagio y su supuesto ingreso hospitalario.
Mientras la campaña de Biden se ha centrado en apelar al ‘sentido común’ y desacreditar a Trump, este último ha optado por enmbarrar la carrera y presentar al demócrata como un candidato senil. En el último debate presidencial, Biden presentó a Trump como un incompetente y un conspiranoico, alguien que no está en condiciones de “tomar el control”. Por otra parte, unos días antes el magnate había avisado a su electorado: “Si votan a Biden, creerá a los científicos”. Estos son los candidatos que se darán cita en las urnas el próximo martes.
Candidatos que han hablado muy poco de su proyecto para el país. Biden se apoya fundamentalmente en el espíritu antiTrump. Es evidente que una de las debilidades de su candidatura es la falta de propuestas concretas, algo que también caracterizó la campaña de Hillary Clinton en 2016. Entonces, los demócratas fueron incapaces de marcar la agenda y se limitaron a responder que no harían todo lo que Trump sí llevaba en su programa. 2020 no parece muy diferente. El trumpismo, basado en la escalada constante de la crispación y en un discurso repleto de barbaridades, lleva cuatro años arrastrando el debate norteamericano y pintándolo con tintes broncos.
No podemos negar que la candidatura de Joe Biden es un fracaso para los demócratas y para el proyecto progresista que merece el pueblo americano. Adolece de falta de propuestas y su aval más potente es simplemente que no es Donald Trump. En la campaña de 2008, el Partido Demócrata utilizó el argumento de que el candidato republicano, John McCain, era una simple imitación de George W. Bush. En aquel momento nadie quería ser como Bush. Ocho años después, Biden está usando la misma estrategia, repitiendo que nadie quiere ser como Trump: nadie quiere ser el hazmerreír mundial cuatro años más. Sin embargo, la falta de propuestas, la falta de proyecto y las compañías de viaje que no aseguran un cambio realmente progresista pueden desmovilizar a una gran parte de la población, a la más vulnerable, a la que no se siente representada.
El magnate, por su parte, no solo no ha renunciado a la crispación y el insulto, sino que ha superado por completo los límites de la moralidad. En su anterior campaña optó por presentarse como el candidato antiestablishment, como un outsider, algo difícil de creer entonces, y más aún a estas alturas. Buena parte de los esfuerzos de la campaña republicana se han centrado en crear un clima de desconfianza e incertidumbre frente al posible triunfo demócrata. Trump ha preparado el caldo de cultivo perfecto para no reconocer la victoria de Biden antes incluso de que se produzca. De hecho, ha mencionado esa posibilidad abiertamente.
Debido a la pandemia (que, entre otras cosas, ya no le permite usar como reclamo las buenas cifras macroeconómicas de años anteriores), Trump se ha visto obligado a centrar su campaña en teorías de la conspiración y en extremar las ideas que lo llevaron a la Casa Blanca en 2016: un nacionalismo supremacista sembrado de comentarios racistas, negacionistas del cambio climático, misóginos y homófobos. Continúa hablando de sí mismo como un héroe americano aupado por la clase trabajadora blanca de los nodos industriales del país, obviando de manera indecente la responsabilidad que su gobierno y el establishment que lo respalda tienen en la precariedad y en la pobreza de la clase obrera. En la anterior campaña, la falta de entusiasmo y la política ‘a la defensiva’ de los demócratas decantaron la balanza hacia el ‘carisma’ de Trump.
Las dos últimas victorias del Partido Demócrata tuvieron lugar al comienzo y durante el momento más duro de la crisis económica (2008 y 2012). El pueblo americano escogió a Barack Obama porque entendía que era la opción que podía ofrecerle más Estado y más protección social. Puede que ahora, y solo puede, la crisis económica, las tensiones sociales y la situación de abandono institucional a la que se enfrenta la población muevan lo suficiente la palanca para llevar de nuevo a un demócrata a la presidencia.
En cualquier caso, quiero llamar la atención sobre la victoria que para el nacionalismo supremacista estadounidense ha supuesto ya esta campaña. Las últimas candidaturas demócratas fueron un hombre afroamericano y una mujer blanca de la élite neoliberal. Ambos fueron excepciones que, sin embargo, no pudieron impulsar cambios más profundos en las dinámicas de su partido. En lugar de avanzar hacia un proyecto transformador de la realidad político, social y económica del país, como los movimientos sociales están demandando, el Partido Demócrata decidió dar un paso atrás y volver a la figura del hombre blanco de clase alta y con experiencia de gobierno para enfrentarse a otro hombre blanco de clase alta y con experiencia empresarial.
Donald Trump ha sido y es una pesadilla para la sociedad estadounidense y para la democracia internacional. Su presidencia solo puede calificarse como caprichosa y desastrosa. En un contexto de incertidumbre mundial, las decisiones unilaterales tomadas por su Administración han reventado numerosos consensos internacionales y han convertido a EEUU en una amenaza para la gobernanza global. La victoria de Biden podría suponer un cambio en el país y en el orden geopolítico, pero el trumpismo y sus políticas no acabarán solo con Trump fuera de la Casa Blanca. El cambio en la presidencia solo será un éxito progresista para la ciudadanía y para el orden internacional en la medida en que un nuevo liderazgo escuche al pueblo, a las luchas sociales, y ataje las tremendas desigualdades sobre las que se construye el sistema. Para ello, deberá implementar políticas que incorporen las demandas de las bases sanderistas y socialistas, sumando a los movimientos por la igualdad racial, social y económica y contra el cambio climático: espacios que han sido, son y serán la principal oposición a las políticas trumpistas.
Con ellas y ellos, miles, millones, gane quien gane, seguiremos construyendo.