Ser ama de casa me hizo más feminista
Hay una disonancia entre ser feminista y ser ama de casa. La gente tiene esta imagen de que una feminista solo puede estar orientada a lo profesional, es enemiga a muerte de toda plancha y escoba, y pasa los días siendo un mensaje caminante: no soy la mujer que esperaba que fueras.
Y por "la gente" me refiero a mí.
Llevo años llamándome feminista y abogando por la libertad de las mujeres de decidir cómo quieren vivir la vida, así que me tomó por sorpresa cuando, en medio de circunstancias que me obligaron a ser estrictamente ama de casa temporalmente, me descubrí describiéndome con adjetivos como "mantenida", "aburrida", "inútil" e "improductiva".
Yo, que siempre rechacé la idea de no trabajar. Yo, que siempre amé ganar mi propio dinero. Yo, feminista, era una ama de casa. "Nada más", una ama de casa.
Mis días transcurrían entre planear el menú de la semana, limpiar la casa, llevar al parque a nuestra mascota mientras hablaba con las demás amas-de-casa-y-dueñas-de-mascota del barrio, hacer yoga a las 11 de la mañana –a lo que en España llaman "horario de marquesa"– y recriminarme por cada segundo de tiempo libre que tenía.
Pasaron varios meses antes de que me diera cuenta de que yo era la única que me estaba juzgando por mi posición, y que estaba usando atributos comúnmente asociados a las amas de casa para hacerlo. Atributos que, además de inherentemente negativos, eran falsos.
A pesar de haber vivido en carne propia el desgaste físico y emocional de dedicarse exclusivamente al hogar, al expresarme sobre mí misma con desprecio dejé en evidencia que en realidad pensaba que las amas de casa hacían un trabajo poco valioso.
Dejé, inadvertidamente, que los estereotipos de la cultura machista se reflejaran en mi forma de ver a otras mujeres, y me di permiso de juzgarlas –y juzgarme– de forma absolutamente injusta.
Solo al percatarme fui capaz de interiorizar algo que siempre había dicho, pero que creía solo en teoría: ser feminista es reconocer que las mujeres tienen derecho de elegir cómo quieren vivir la vida, de acuerdo a sus gustos, capacidades y circunstancias, mientras se lucha porque todas las opciones estén disponibles para todas las mujeres. Sin juzgar, sin sentirnos superiores.
No se trata de querer que todas y todos vivan el mismo estilo de vida, sino que cada mujer, cada hombre, y cada pareja pueda elegir el modelo que más se ajusta a lo que quiere y necesita, y sea libre de ejecutarlo sin miedo a que se le condene al ostracismo. Se trata de que dejemos de obligarnos a elegir un camino solo por haber nacido con o sin ciertos órganos reproductivos. Se trata de libertad verdadera, libre de expectativas y de roles preasignados. Se trata de formar tu propio modelo de vida ideal –o no tan ideal, como en mi caso– y de vivirlo sin culpas.
Pero no solo se trata de tomarte la libertad tú, sino de darla a las demás. De no llamar "mantenida", pero tampoco llamar "feminazi". Porque la lucha feminista al final del día nos beneficia a todas (y todos, y todes) porque nos hace libres de elegir.
Ahora, si me disculpan, voy a hacer yoga.
Este artículo fue publicado originalmente en el HuffPost México.