Por qué me enorgullezco de ser una 'stripper' de mediana edad
La humedad gelatinosa de Bourbon Street pasó a convertirse en lluvia cuando un hombre blanco de unos cincuenta y pico años entró al club erótico Larry Flynt's Hustler Club y yo estaba abierta de brazos y piernas sobre el frío mármol ante una multitud dispersa e ingrata, así que agradecí sus 2 dólares de propina. Lo encontré más tarde en el bar y le di las gracias.
Jeff resultó ser la clase de cliente que hace preguntas. "¿Cuántos años tienes?" (38, pero le dije 32). "¿Cuánto tiempo llevas haciendo esto?" (Más de una década dejándolo y volviendo, pero le dije que un año). "¿Qué más haces para ganarte la vida?" (Escribir). "¿Cómo te sentirías si algún conocido entrara al club?".
No me gustaba el rumbo que estaba tomando la conversación.
"Me daría igual. No me avergüenza mi trabajo", le dije, aunque no siempre he pensado así.
"Si pudieras elegir cualquier trabajo, ¿cuál sería?", me preguntó mi pseudomentor personal mirándome por encima de su cerveza.
Jeff debió dar por hecho que mi vida ideal no se parecía en nada a la vida que estaba viviendo. A veces yo tampoco puedo creerme que siga bailando. Se suponía que ser una trabajadora del sexo iba a ser un medio para un fin, un trabajo temporal hasta que despegara en mi verdadera vocación. Sin embargo, cuando llegué a una mediana edad y me vi feliz con mi carrera como escritora (y sin ganas de colgar los tacones), me di cuenta de que ser stripper forma parte de mi identidad.
Empecé cuando tenía 19 años. Conocí a un hombre 27 años mayor que yo entre los incensarios, tomates creole y cabezas de caimán del French Market. Me invitó a cenar, me llevó de compras y me dio un trabajo a media jornada en su empresa. En ese momento no me di cuenta de que era una relación interesada, solo sabía que me ayudaba a pagar las tasas académicas.
A veces me llevaba a Ship's Wheel, un club de striptease de ambientación náutica donde había mujeres que bailaban las canciones de Nine Inch Nails y bailaban en la oscuridad. Me entraron ganas de probar lo que hacían; parecía más sencillo y divertido que satisfacer los caprichos de un hombre muy irritante. Fui a un club nocturno para hacer una prueba, pero estaba sudorosa, nerviosa, con un vestido de campesina que había cosido mi abuela y aún no tenía edad legal para pedir una bebida con alcohol. No estaba preparada.
No volví a hacer una prueba hasta ocho años más tarde. Por entonces, estaba estudiando en la Universidad Estatal de Louisiana y tenía experiencia como modelo desnuda. El director del club Visions de Nueva Orleans me miró de arriba abajo y me entregó la documentación para rellenar.
"El turno de día es un buen momento para empezar", me dijo.
Tenía razón. Lo hice bien en mi primer día. Ya en la casa que compartía con otros cuatro compañeros conté las ganancias una y otra vez. 375 dólares. Parecía dinero del Monopoly, de ese que consigues al ganar una partida larga y aburrida que depende en gran medida de la suerte.
Poco después, dejé la Universidad y empecé unas prácticas no remuneradas en el periódico local, lo cual confundió a mis padres.
"¿Por qué quieres trabajar gratis?", me preguntaron. El motivo era que me lo podía permitir gracias a mis ganancias como stripper. Estuve bailando a tiempo completo un año, de 2008 a 2009.
Luego me tocó la lotería de los becarios: la editora de secciones especiales decidió no volver al trabajo tras la baja por maternidad y yo conseguí un despacho sin ventanas y su puesto, remunerado con 38.000 dólares anuales.
De alguna forma milagrosa, había conseguido convertir mis palabras en una nómina. Exultante, colgué los tacones. Era una periodista profesional ahora, rebosante de felicidad y cafeína gracias al café gratuito de la redacción.
Entonces, ¿por qué decidí volver a convertirme en stripper?
Era incapaz de explicar por qué pasaba el rato en foros de internet para strippers, por qué me sentía irracionalmente celosa de las hazañas de mi mejor amiga como escort o por qué empecé a trabajar en un club del extrarradio para que nadie me reconociera.
Como con cualquier impulso no deseado, traté de reprimirlo. No quería poner en peligro mi trabajo soñado. Sin embargo, mi alter ego estaba decidido a hacerse valer.
Una tarde, el editor jefe asomó la cabeza por la puerta de mi oficina. "¿Puedes venir a la sala de las fotos?", solicitó.
Allí me encontré a la directora de marketing del periódico con la boca en una mueca sombría y los labios apretados.
Según ella, me había surgido un ciberacosador que había desvelado mi identidad rastreando mis publicaciones en foros y mi blog anónimo.
"Hora de sacar a la luz a otra stripper. Ahora es editora en el GAMBIT WEEKLY, un medio de comunicación de Nueva Orleans. Consiguió el trabajo el pasado verano. Parece que las strippers resisten a la crisis", escribió el ciberacosador en la sección de comentarios de varias publicaciones del periódico.
Mis superiores me aseguraron que estaban haciendo lo posible para controlar la situación, pero yo estaba destrozada. Me había costado horrores ocultar mi doble vida a todo el mundo excepto a mi mejor amiga. Nacida y criada en el sur de Louisiana por unos padres cristianos conservadores que veían a Obama como el anticristo, literalmente, no había conseguido sacudirme de encima la sensación persistente de que trabajar de stripper era una afronta contra mí misma, contra otras personas y contra Dios.
Ahora sentía que estaba recibiendo un merecido castigo.
Cerré mi blog. Corté el contacto con mis amigas trabajadoras sexuales. Vendí por eBay todos mis zapatos de tacón alto de stripper salvo un par. No me despidieron. Cuando dejé el periódico en 2016 para hacerme periodista independiente, no tenía ninguna intención de volver al escenario.
De hecho, la sola idea me asustaba. ¿Qué pasará si no me va bien como periodista independiente y tengo que hacerme stripper otra vez?
Pero sí que me fue bien. Empecé a ganar el mismo dinero como periodista independiente que cuando trabajaba para el periódico. Aparecí en publicaciones nacionales y escribí noticias interesantes. Cubrí el movimiento LGTBQ escribiendo sobre el evento anual de seis días Southern Decadence y sobre el nuevo papel de los bares homosexuales en el Barrio Francés de Nueva Orleans.
Percibí similitudes entre los Disturbios de Stonewall y las redadas policiales de 2018 que cerraron cuatro clubs de striptease pese a que no había pruebas de tráfico de personas. Me pregunté cómo podían alcanzar los trabajadores sexuales la clase de movimiento social que ha logrado el colectivo LGTBQ en defensa de sus derechos. Cómo podíamos hacer para que nos vieran como seres humanos que merecen los mismos derechos fundamentales: lugares de trabajo seguros, no ser discriminados y gozar de la protección de la ley, al igual que cualquier otra persona.
Y entonces me di cuenta de que yo misma me había convertido en una cómplice con mi retirada.
No volví a los escenarios como forma de reivindicación. Cuando volví el año pasado, mis motivos fueron mucho más prácticos. Ser stripper es un trabajo lucrativo, flexible y un buen antídoto contra el trabajo solitario y sedentario de la escritura. A veces termino mis tareas pronto por la tarde y me dispongo a hacer medio turno, lista para una copa y un poco de juerga. Cuando estoy hasta arriba escribiendo, puedo pasar semanas sin pisar el club.
En lo que va de año he trabajado 46 turnos. En esta ocasión está yéndome mejor porque me he dado cuenta de qué es lo que hace que el trabajo merezca la pena para mí. Prefiero los turnos de día y de las primeras horas de la noche en clubes céntricos y me siento mucho más feliz cuando no es mi única fuente de ingresos.
Cada vez que vuelvo después de un parón, me sorprende que no ha cambiado nada en estos clubes, ni los movimientos de baile, ni el bullicio, ni el olor (tabaco y las 50 millones de pulverizaciones acumuladas de spray corporal de Victoria's Secret con el toque amargo del agua de fregar). En el pasado, esto me ponía de mal humor, pero ahora aprecio la faceta estática de los clubes, algo que revela mi faceta cambiante de forma tan efectiva como los espejos que rodean el escenario.
Me gusta el trabajo, pero no podré hacerlo eternamente. No quiero arrepentirme de no haber bailado cuando tuve la ocasión. Tampoco quiero vivir con miedo a que me saque a la luz un ciberacosador o a que me castigue un dios vengativo.
Esto es lo que no le dije a Jeff y me habría gustado decirle aquella lluviosa tarde de julio.
Antes pensaba en mi trabajo sexual como un defecto, una veta en un cristal de cuarzo que sería transparente de no ser por ella. Pero, en unas circunstancias adecuadas, esta fractura interna muestra una identidad: el holograma de una mujer reluciendo entre ráfagas de luz reflejadas por una bola de discoteca y realzada por luces láser. El holograma se desvanece cuando se encienden las luces de la casa para renacer, turno tras turno, en la perpetua oscuridad de las dos de la mañana en el club.
Y vivirá dentro de mí incluso cuando deje los escenarios definitivamente. Y no me siento nada mal por ello. Estoy orgullosa.
Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.