Pero, ¿quiénes fueron José Antonio y Francisco Franco? Una visita al Valle de los Caídos
Estoy pasando unos días en la Sierra de Madrid y una calurosa tarde he conseguido que me lleven al Valle de los Caídos. No voy a gastar letras explicándole mis razones. Digamos que últimamente tengo la memoria bastante presente. Pero dejemos el tema de la motivación para otro artículo.
Son las cinco y somos el último de tres coches en la entrada. A la derecha una periodista de La Sexta practica su intervención ante el cámara.
El ticket cuesta nueve euros por persona. No es barato, pero no me pilla desprevenido porque me había informado en internet. Se paga desde el coche. Mi acompañante interroga escéptica: "¿Este dinero adónde va?". Se hace un silencio que a mí me parece innecesariamente largo. Claramente no es la primera vez que se lo preguntan. "Es Patrimonio Nacional. Es del Estado". Pagamos.
Dentro del recinto del valle hay fauna y flora variada, o eso anuncian los carteles, pero yo no había venido en su busca. A velocidad prudente y cuesta arriba, tras unas cuantas curvas llegamos al aparcamiento. Estacionamos sin dificultad. Habrá una veintena de vehículos pero muchos más huecos. Pasamos lo suficientemente cerca del bar/restaurante como para escuchar frases sueltas de comensales en diversas mesas. Nada reseñable francamente (con perdón), pero me sorprende la comodidad con la que charlan. Yo cómodo precisamente no me siento. También hay un funicular hasta la cruz, pero no funciona.
Minutos después nos encontramos frente al monumento. Es gigante, como lo había imaginado. Abruma. A ambos extremos dos mayúsculos escudos franquistas hacen de escolta en piedra. "Es del Estado", recuerdo las palabras de la funcionaria de la taquilla.
Hay un contraste notable entre la calma del entorno y la agresividad del mausoleo. Quien ordenó construir este sitio tuvo que ser un hombre acomplejado, temeroso de que la historia no lo fuera a recordar con cariño, o de que no lo fuera a recordar a secas.
Al pasar el detector de metales de la entrada se me informa: "No está permitido sacar fotografías". Lástima. Me pregunto por qué será. Me lo pregunto pero no lo pregunto.
Avanzo. La basílica es un túnel hacia el interior de la montaña, amplio, frío y, sabiendo quién está enterrado al fondo, siniestro. A pocos metros a la izquierda puede leerse en letras grandes y creo que doradas (¡qué bien me habría venido sacar fotos!) que el monumento fue inaugurado por dos hombres: Franco y Juan XXIII, en ese preciso orden, en 1959 y 1960.
Sigo adelante. Intento adivinar la motivación de los otros visitantes. ¿Devoción quizás? ¿Interés histórico? ¿Curiosidad o morbo? ¿Se estarán haciendo la misma pregunta respecto a mí?
A la derecha veo una larga fila de momentos religiosos que al parecer tienen algún vínculo con varios estamentos del ejército. No me pregunte los pormenores pero ahí están (supongo que) bien identificados en notas escritas sobre atriles. Quédese con el detalle del atril porque luego tendrá su relevancia.
Unos cincuenta heladores metros más y llego a unos escalones. Un cartel me recuerda que no puedo sacar fotos, ni comer ni beber. Otro explica que en horario de misa no está permitido seguir adelante. El Valle de los Caídos es de misa diaria. Luego descubriré que el sábado anterior a mi visita se celebró una boda allí.
Por suerte no hay ceremonia así que sigo. Diez o doce filas de bancos y llego al altar en medio de un círculo. Delante, la tumba de José Antonio. Detrás, sospecho, la de Franco.
En silencio frente a José Antonio escucho una voz justo detrás de mí. Una adolescente extranjera consulta con la que parece ser madre española de una amiga suya, también presente. "Who was this?" La señora en buen inglés responde (traduzco) que fue "presidente del gobierno con Franco". Debería girarme y corregir a la señora pero no lo hago, quizás por vergüenza, quizás por temor (¿a qué o a quién?). La señora no parece saber mucho o quizás no quiere asustar a la joven hablando de los orígenes del fascismo español. "Es del Estado" pero nada se dice sobre quién fue José Antonio.
Completo un semicírculo y ahí está la tumba de Franco, más bien pequeña. Me quedo de pie un rato junto a la lápida, adornada con ramos de flores como la otra. La piso con media planta de un pie como si con ese gesto de algún modo enderezara la historia. No cambio nada. Creo que un señor me mira mal pero tampoco puedo asegurarlo. Quizás sólo lo hago para alardear tontamente de ello aquí.
Me alejo unos metros y veo que se aproximan a la tumba dos parejas que vivirían su juventud bajo el yugo y las flechas. Uno de los hombres se santigua.
Tampoco hay cartel alguno sobre Franco, como si su presencia allí se justificara por sí misma.
Dos trabajadoras de Patrimonio Nacional charlan despreocupadas a cierta distancia. Me aproximo y les pregunto sobre la ausencia de textos en la basílica. "La razón es muy sencilla, señor –dicen, con apelativo incluido-. Antes había atriles también en el altar (¿recuerda los atriles?) para dar detalles sobre la cúpula y los frescos, pero se rompieron y no los remplazaron". ¿Y sobre José Antonio y Franco hubo atriles? "No, sobre ellos nunca ha habido." Les cuento lo que había escuchado decir en inglés. "Si nos preguntan les podemos explicar quiénes fueron, pero no podemos evitar que la gente dé información equivocada". También podrían ponerlo por escrito a la vista de todo el mundo, sugiero. Es del Estado, a fin de cuentas. Se encogen de hombros.
Siguiente cuestión. ¿Cómo puedo yo saber si los restos de algún familiar mío están enterrados aquí? "Eso lo tiene que hablar con los benedictinos en la abadía". Menos mal que es del Estado.
Subimos 500 metros hasta la abadía. La puerta está entreabierta. No me voy a andar con miramientos ahora. La termino de abrir y me recibe un monje barriendo el hall. "Los gobiernos dicen que son 34.000, pero nosotros creemos que son muchos más". Le facilito el nombre de mi bisabuelo, su lugar de nacimiento y la fecha aproximada de fallecimiento. "Debería ser información suficiente pero tenga en cuenta que no tenemos los datos de todos los fallecidos. Mande usted una carta." ¿Y qué tal un correo electrónico? "Inténtelo".
Ya está enviado.
Menos de dos horas después de llegar emprendemos el camino a casa. La periodista y sus dos compañeros siguen tostándose al sol y mi acompañante y yo empezamos a descorchar reflexiones.
A la próxima persona que me diga que es mejor no revolver el pasado le contestaré que fracasamos cada día cuando somos incapaces de explicar en dos párrafos quiénes fueron José Antonio y Francisco Franco.