Nada cambia, pero todo cambia después del 14-F
El escenario catalán es el mismo, pero el mapa ha sufrido un notable movimiento con la victoria de las fuerzas más gradualistas en ambos bloques.
Las elecciones catalanas han dejado, aparentemente, un paisaje muy similar al que existía desde 2017, pero con algunos matices que no son menores. Los bloques se mantienen, con ligeras modificaciones en los porcentajes –en muy buena parte debido a la alta abstención–, pero los liderazgos en cada uno de ellos sufren significativos cambios. En ambos se imponen los que defienden posturas más gradualistas y menos radicales, a diferencia de lo que ocurrió hace tres años. El escenario no cambia, pero el mapa sí.
Que el independentismo haya conseguido superar el 50% de los votos es un hecho significativo. Lo es desde un punto de vista moral y propagandístico. En primer lugar, porque la falsa declaración de independencia se produjo con un 47,8% de los votos, los que correspondían a las anteriores elecciones, celebrada en septiembre de 2015. Y en segundo, porque permite al movimiento independentista mantener la llama encendida, volver a conseguir atención informativa internacional (si bien, ya en páginas interiores y no en portadas) y aportar renovada vitamina para continuar el camino.
Pero poco más. Superar este 50% no se traducirá en ningún hecho real ni efectivo, a pesar de las falsas expectativas generadas por alguna candidata. La elevada abstención —que en unas elecciones al Parlament siempre repercuten más en el votante unionista que en el independentista— deslegitima cualquier operación que no sea la simple gestión de lo que se ha votado, que es la legislatura.
Además, las experiencias recientes —y sus terribles repercusiones de cárcel y exilio— constituyen un referente inequívoco ante cualquier intento de repetición de los hechos de octubre de 2017. Lo más lejos que han estado dispuestos a llegar desde entonces algunos ha sido a jugar con asuntos de adolescentes, como las pancartas y, de paso, comprometer el prestigio que distingue a la institución.
Por el contrario, si el escenario no se ha movido, sí que lo ha hecho el mapa. En 2017, las dos primeras fuerzas de cada bloque representaban las posturas más inmovilistas y radicales. En las elecciones del pasado domingo, las dos fuerzas más votadas son las que, como mínimo, han apostado para abrir vías de diálogo, que, aunque tengan objetivos diferentes —en ambos casos, legítimos—, constituyen un primer intento para salir del laberinto.
Que en el bloque constitucionalista el referente indiscutible sea el PSC en vez de Ciudadanos supone un cambio de partida absoluto, no solo en las formas, sino también en el articulado. Los socialistas catalanes aún no están en condiciones de recuperar una de las dos almas que perdieron con el procés, pero son los más interesados en propiciar un nuevo orden en la política catalana, no tan condicionado por el hecho nacional, en el que siempre se encuentran incómodos y con referentes cambiados. La única posibilidad que tiene el PSC para volver a gobernar pasa por rebajar la tensión y que se impongan nuevas coordenadas que no sea necesariamente las derivadas del eje territorial.
En el campo independentista, el cambio de liderazgos ha sido mucho más matizado. La diferencia entre ERC y Junts es mínima, como también lo fue en 2017, pero el acuerdo entre ambas fuerzas por ceder el mayor protagonismo a quien consiguió más votos permitirá a Esquerra asumir el liderazgo y, previsiblemente, la presidencia de la Generalitat, a pesar de no haber sido la fuerza más votada. En nuestro sistema electoral lo que se vota son mayorías y no presidentes.
Los resultados permitirán a ERC superar el acomplejamiento al que le sometía Junts en la carrera para ver quién es más independentista o más bien, quien lo demuestra. La misma carrera que aceptó jugar Artur Mas en 2012 por la parte inversa y que, nueve años después, no se ha traducido en ningún avance en las mejoras de autogobierno o financiación de la Generalitat.
Oriol Junqueras y Pere Aragonès han obtenido el aval para continuar pilotando una política gradualista, de diálogo y objetivos concretos que aparque las utopías irrealizable. Por cierto, su misma formación abanderó estas ideas en los tristes días de finales de octubre de 2017, cuando frustraron el intento de una salida pactada a través la convocatoria de elecciones. Faltará ver hasta dónde les llegará el crédito, porque estar sentado en Barcelona con Junts y la CUP y en Madrid con el PSOE requiere un juego de equilibrios que debe traducirse en resultados concretos, por mínimos que sean.