Mi marido no está "bien adiestrado". Simplemente es un padre
Ya estaba crispada de los nervios cuando me lo dijo.
Llevaba despierta desde antes de las 6 de la mañana con el tontorrón de mi bebé, que está pasando por una fase en la que no puede despegarse de mí y berrea como si lo hubiera abandonado cada vez que se me ocurre salir de la habitación. También está pasando por una fase en la que no quiere dormir, hasta tal punto que hemos ocupado las tardes de los fines de semana con interminables paseos en coche dando vueltas mientras escuchamos en bucle The Wheels on the Bus hasta que se queda dormido en el asiento trasero. Está pasando también por una fase en la que no quiere comer nada que no sean plátanos, galletas de soda o los tentempiés dulces que esté comiendo yo en ese momento para intentar mantener los ojos abiertos.
Además, esa misma mañana por fin había conseguido echarme un buen vistazo en un espejo inclinado y certificar que mi incesante caída de pelo postparto se había extendido desde los laterales y la parte de arriba de la cabeza (donde llevo más de un año luciendo pelos en punta por el flequillo en lugar de una melena de león) hasta la parte de atrás, donde tengo una zona en zigzag en la que me clarea el pelo y que ya puedo sumar a la lista de víctimas provocadas por el parto (que mi maltrecha vagina descanse en paz).
Y todo esto mientras mi marido dormía para superar un virus estomacal de 24 horas que había traído del trabajo el día de antes. Era un virus que le había hecho vomitar escandalosamente buena tarde de la tarde anterior (BLUAGH), mientras yo trabajaba en el salón para intentar cumplir un plazo límite (BLUAAAGH) y le traía vasos de agua y paños frescos (BLUAAAGH), estando él, por tanto, incapacitado para ayudarme a cuidar del bebé aquella tarde (BLUAAAGH), a desinfectar el baño en el que había acampado (BLUAAAAGH) o a hacer la limpieza general y ordenar el desbarajuste que tenemos por hogar (BLUAAAAGH) antes de que llegara su madre, que iba a venir a la ciudad ese fin de semana.
Así que supongo que ya estaba un poco irascible cuando mi marido por fin salió del dormitorio a la mañana siguiente, consiguió beber algo, declaró que el Gran Virus de 2018 había terminado y decidimos ir con nuestro pequeño de 17 meses al centro comercial para comer algo.
Como suponía, mi hijo rechazó la comida que le pedí y le troceé meticulosamente, salvo la ración de plátano. El resto, entre chillidos despreocupados, lo escupió al suelo. El tiempo restante a la mesa se lo pasó berreando furioso porque no le dejaba jugar con cuchillos ni tragarse los sobres de azúcar y de crema para café. Al final, mi suegra se lo llevó en el carro para que mi marido y yo pudiéramos devorar nuestra ración de huevos revueltos (que se habían quedado fríos), pagar la cuenta y recoger del suelo, abochornados, los trozos de pan tostado reblandecido.
Nos reunimos unos pocos minutos después. Mi risueño hijo zarandeaba un nuevo libro de Jorge el curioso que le había comprado su yaya y estaba haciendo sonidos de mono. Como ya casi era la hora de su siesta, estaba segura de que se quedaría dormido en el trayecto de cinco minutos en coche que había hasta casa, lo cual frustraba cualquier oportunidad de llevarlo a la cuna. Con un suspiro, llevé a nuestro grupo hasta la salida.
"Espera, el abrigo", le advertí a mi marido antes de que saliera con nuestro hijo al exterior y le pillara el gélido invierno con solo unos pantalones vaqueros y una camiseta de manga larga.
Mi marido envolvió pacientemente con el abrigo a nuestro revoltoso pequeño y le puso las manoplas mientras yo metía la mochila bajo el carro con cuidado de que los dos vasitos para bebé que había en los bolsillos laterales no se cayeran y rodaran por el suelo.
Me volví a poner de pie y me fijé en que había una mujer de mediana edad observando cómo mi marido le metía los bajos de los vaqueros a mi hijo por dentro de las botas.
Y entonces fue cuando lo dijo.
"¡Sí que lo tienes bien adiestrado!".
Bien. Adiestrado.
Me vinieron a la mente varias respuestas.
Que me preocupa quedarme calva del estrés, una. Que me había pasado la tarde anterior rascando del retrete los restos de vómito de mi marido. Que me había pasado la mañana intentando convencer a mi hijo para que comiera un poco de yogur y persiguiéndole por el salón mientras chillaba "¡Mamááá! ¡Pelota! ¡PELOTA!". Que tengo la teta derecha (megateta) el doble de grande que la teta izquierda (flappy flap, flácida y caída) gracias a una lactancia prolongada que he tratado de suspender sin éxito (búscame tú una forma mejor de hacer que mi hijo se quede dormido por las noches).
Que intentar compatibilizar constantemente la maternidad y un trabajo a tiempo completo me hace sentir como si estuviera naufragando en ambas cosas. Que la angustia que siento cada vez que mi hijo llora "¡Mamááááá!" cuando mi marido lo coge de mis brazos para llevarlo a la guardería me está matando, al igual que me está matando la culpa de sentirme aliviada cuando ya se ha ido y por fin puedo hacerme un café, sentarme y ponerme a trabajar.
Que mi marido, cuando no está vomitando a chorro, es un padre (y compañero) entregado, comprometido y cariñoso. Que dividimos al 50% las tareas del hogar y del cuidado del pequeño desde que volví al trabajo el pasado otoño. Que no creo que sea una afortunada por ello, ya que nos comprometimos a criar juntos a un niño y ser padres también significa ponerle el abrigo al hijo (y la maternidad implica recordarle a tu marido que todo eso es necesario).
Sin embargo, con mi agotamiento y con la mente a toda máquina imaginando escenarios que podrían llevarme a la fama en Youtube, todo lo que alcancé a decirle a la mujer que había dicho que mi marido estaba "bien adiestrado" fue: "¡Sí!", y acto seguido salí con mi familia, ahora ya bien abrigados.
Mi marido no está "bien adiestrado". Simplemente es un padre. Uno muy bueno, tal y como me recuerdan a menudo los desconocidos, ya sea con elogios o con miradas de aprobación. Veinte minutos atrás, mientras recogía del suelo del restaurante algunos trozos de huevo revuelto, dos ancianas lo habían mirado con agrado. Yo estaba cortando desesperadamente un plátano a trozos aptos para un bebé, para que mi hijo no se muriera de hambre ni se atragantara, pero no pasa nada.
Ese mismo día por la tarde lo llevamos a su clase de natación, lo que me recuerda que mi hijo está pasando en realidad por cuatro fases: la fase de no querer alejarse de mamááá, la de no querer dormir, la de no querer comer Y la de no querer meterse a la piscina a no ser que esté pegado como una lapa a mamááá.
De modo que la natación, que se suponía que tenía que ser la carga (digo... el momento para estrechar lazos afectivos) de mi marido, ahora es cosa mía.
Me metí en la piscina climatizada para niños con mi hijo lloriqueándome al oído e introduje la boca en el agua para hacer burbujas por instrucción del monitor, justo a tiempo para ver un vómito de bebé, sigiloso como nunca, flotando a mi lado, y levanté la vista para mirar a mi marido. Estaba sentado en un banco junto con las demás madres, guardando nuestros bolsos y saludándonos.
Después, encorvada y cojeando por la rampa de la piscina (tenía a mi hijo enroscado en la pierna y agarrándose a la parte de arriba de mi traje de baño, así que me resultaba imposible enderezarme sin exhibir a megateta y a flappy flap ante todo el centro acuático), mi marido nos recibió con los brazos abiertos y con toallas limpias. Si recibió alguna mirada de aprobación, yo estaba demasiado ocupada despegándome de la pierna a mi hijo como para darme cuenta.
Mi marido no está "bien adiestrado". Simplemente es un padre. Y no dan trofeos por criar a un hijo (aunque yo lo aceptaría de buen grado).
Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Canadá y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.