Meditación política sobre un ojo
Algunos creen que todo sacrificio humano, en aras del triunfo de un determinado sistema político, es deseable.
La perfección del ojo humano ha sido celebrada y admirada desde la antigüedad. No solo en su dimensión estética, sino como paradigma, precisamente, de perfección técnica: los filósofos y teólogos occidentales se valieron incluso de su afinada mecánica y complejidad para intenta demostrar mediante argumentos basados en la analogía la existencia de Dios.
Así, por ejemplo, en sus Diálogos sobre la religión natural (1779), David Hume pone en boca de uno de los personajes que intervienen en el coloquio que tiene lugar en la obra, llamado Cleantes y que representa la posición teísta en el debate, lo siguiente: “Examina la anatomía del ojo, considera su estructura y articulación y dime, dejándote guiar por tu propio sentir, si la idea de un artífice no aflora en ti de inmediato con una fuerza pareja a la de la sensación”. Pero también el ojo posee otras implicaciones más elementales, más primarias.
Como nos recuerda Walter Burkert en su obra La creación de lo sagrado, el ojo también ha sido un componente clave a la hora de provocar temor y generar ansiedad, en tanto órgano encargado de la búsqueda de alimento: “el miedo al ojo está presente en muchos animales, como reacción funcional al ser cazado por depredadores de vista aguda”.
Cuando leí hace unos días que, durante una de las múltiples protestas que han tenido lugar recientemente en varias ciudades españolas, una joven había perdido uno de sus ojos se agolpó con claridad en mi cabeza, con endiablada velocidad y considerable rabia, una idea que se formuló básicamente en estos términos: te hacen creer que vives en una dictadura y que la única forma de
cambiar las cosas es mediante la violencia.
Lo que pasa es esto, que pierdes un ojo por un rapero que no vale una de tus pestañas mientras tus dueños políticos, los que se encargaron de envenenarte con sus bajezas y deformarte con sus odios, ven con sus dos ojos series de televisión cómodamente en sus casas, escriben palabras grandilocuentes en Twitter y no se sienten culpables de haberte incitado, con esa oblicuidad taimada en la que buena parte de la clase política es experta, a salir a la calle sin el objetivo de dialogar con nadie. ¿Acaso no es despreciable, en un país en el que impera el Estado de derecho y la legalidad, que algunos se crean llamados a sembrar la discordia con tal de alcanzar el poder?
No faltan quienes creen que todo sacrificio humano, en aras del triunfo de un determinado sistema político, es deseable. Como si la prosperidad de una sociedad como la española, que ya está estructurada y sometida al imperfecto imperio de las instituciones democráticas requiriese de agresiones, destrozos
y mutilaciones para alcanzar un estado mayor de bienestar.
La idea es sencillamente ridícula, por mucho que desde algunos partidos políticos y movimientos sociales se la tenga como el summum de la dignidad, tratándose más bien de lo contrario: no hay mayor prueba de la perversidad de una doctrina que su exigencia de que personas inocentes sufran todo tipo de dolores, pérdidas y privaciones para que dicha doctrina se lleve a cabo. Para que una democracia avance, para que haga más fructífera e independiente la vida de sus ciudadanos, se requiere de tiempo y reformas progresivas, y cualquier político que esgrima razones en sentido contrario ha de ser tenido por enemigo de la libertad.
Solo me queda añadir que siento mucho lo que le ha sucedido a esta chica de 19 años, y no solo por el hecho de haber sido engañada, sino esencialmente porque el coste para ella ha sido demasiado elevado y no se verá nunca recompensada. Otra tragedia.