Madrid es una fiesta
Necesitamos un cambio de rumbo en la izquierda.
Madrid es una fiesta. ¿Qué digo? ¡Es todo un festival! Y no solo para los franceses que, según Almeida, han convertido el Museo del Prado en una rave de la cultura etílica. En realidad, Madrid lleva muchos años siendo una gran fiesta, pero solo para unos pocos.
Para entendernos, vendría a ser como un guateque casposo en el que unos cuantos ricachones deciden sobre la vida de la mayoría de la población. Que si especulación por aquí, que si privatización por allá, algún macroproyecto urbanístico y faraónico para agenciarse contratos públicos, etc. ¿Y cuál es el problema? Que la cuenta la hemos pagado los de siempre.
El PP de Madrid lleva años gobernando para una corte económica, financiera e inmobiliaria. Sin embargo, las consecuencias para la clase trabajadora han sido desastrosas. La política de ladrillazo y turismo se vendió, bajo la doctrina económica dominante, como generadora de empleo, crecimiento y bienestar. ¡Ja! La realidad es tozuda y contrasta con los fuegos de artificio.
Madrid es un lugar donde la riqueza y la pobreza conviven frente a frente. Basta mirar al núcleo financiero de Chamartín y comprobar que a unos kilómetros se encuentra la Cañada Real, barrio de infraviviendas desprovisto de luz desde hace más de cinco meses. La especulación y los fondos buitre están provocando que gran parte de la población se esté viendo expulsada de sus barrios.
Asimismo, la precarización social y laboral es también creciente en los trabajos subcontratados que dependen de grandes empresas adjudicatarias (muchas de ellas, también constructoras como ACS, Sacyr, FCC, OHL, Ferrovial, etc.). Algunos de estos servicios públicos son, además, de actividades esenciales y de cuidados, como la gestión de residencias o la ayuda a domicilio. Porque junto a las políticas de especulación urbanística, la salvaje ola privatizadora que impulsó el aguirrismo ha salido muy cara tanto en términos sociales como económicos.
Pero ahora, en medio de una pandemia, el sufrimiento es ya inasumible. Madrid se ha convertido en la región con más muertes por covid y también es el lugar con más contagios y con más hospitalizaciones. La gestión de la crisis sanitaria por parte de Ayuso formará parte de los manuales de necropolítica neoliberal. Los presuntos delitos de homicidio imprudente, lesiones y omisión del deber de socorro que señala la querella de familiares de las víctimas impulsada por la Marea de Residencias ofrecen buena cuenta de ello. Por eso, desalojar a Ayuso es una urgencia vital. Hay que echarla y evitar que nos gobierne la ultraderecha porque suponen un auténtico peligro mortal.
Pero que las ramas trumpistas no nos impidan ver el bosque. La izquierda llega a estas elecciones ahogada en renuncias.
Tras la grieta que se abrió con el ciclo de luchas del 15-M, el llamado espacio del cambio ha venido menguando su perímetro. Las causas son diversas: optar por modelos verticalistas en lugar de apostar por construir redes militantes y de activismo, el corsé de suplir las estrategias con tacticismo electoral cortoplacista o confiar su programa a las garras de un PSOE que sigue siendo el mayordomo progre de las élites, entre otras. Estos factores retroalimentan la pérdida de peso en esa correlación de fuerzas a la que a la postre se hace referencia para justificar concesiones en un bucle hacia el abismo.
Pablo Iglesias deja la vicepresidencia del Gobierno sin haber derogado las reformas laborales ni la ley mordaza. También parece lejos de conseguir la prometida regulación del precio de los alquileres.
Las principales medidas que traía Unidas Podemos como estandarte han quedado en el tintero tras más de un año de Gobierno de coalición. Quizás esto debería hacer reflexionar al conjunto de la izquierda sobre una hipótesis fallida en la que se impuso el supuesto falso de que entrar en el Gobierno (de forma subordinada al PSOE) garantizaba arrancar mayores conquistas que presionando desde fuera (preservando la independencia política del social liberalismo). Hoy esa apuesta hace aguas.
Pero tampoco se puso freno desde el Gobierno central a determinadas políticas de Ayuso, algo que habría ahorrado mucho sufrimiento. Más allá de la confrontación discursiva, no se optó por tomar el control de la sanidad privada. Tampoco se intervino en la gestión de las residencias, ni se ha actuado para solventar la situación dramática que atraviesa la Cañada Real.
La excusa de que Sánchez se nos ha comido los deberes ya no sirve. No podemos ligar nuestro destino a quienes pretenden mantener privilegios fiscales y se niegan a regular los alquileres. Y mucho menos abrir la puerta a Ciudadanos. ¿Qué será lo siguiente? ¿Pactar con Gargamel para ver si nos salva de Sauron?
Necesitamos un cambio de rumbo en la izquierda. Necesitamos abrir un nuevo ciclo para construir una fuerza social que haga frente al entramado de poder que ha tejido la derecha en las últimas décadas. Esto no se consigue con golpes de efecto ni con triples en el clutch time.
Hay que mirar más allá de la institución. Hay que construir la ofensiva social que revierta la privatización de la sanidad privada, que acabe con la educación concertada, señale a los responsables de la especulación y ponga fin a los regalos fiscales a los ricos.
Madrid era un jolgorio, pero solo para unos pocos. Durante esta larga noche neoliberal madrileña, privatizaron la fiesta y socializaron la resaca. Pero ya está bien de que la barra libre para una minoría signifique la ansiedad para la mayoría. Porque estamos hartas de renuncias y lo queremos todo: comunismo y libertad.