Luz de Luna
Sirvan estas palabras para que el nombre de Luna Reyes no naufrague en el olvido.
En ocasiones, la libertad está en un subtítulo. La sentí aquella tarde, mediaban los 80 y todos llevábamos hombreras, en que leí la conocida frase mientras la voz acerada y tensa de Kirk Douglas la pronunciaba en ignorado inglés: “Samuel Johnson escribió que el patriotismo es el último refugio de los canallas”.
Recuerdo que aparté la vista de la pantalla para buscar, en la penumbra de la sala, al policía que detendría la proyección, a los bárbaros que contarían el final a cadenazos, al rabioso que levantaría el brazo para cantar el himno de la ropa a estrenar. Pero nada de eso ocurrió. Volví a las trincheras de la película y saboreé cada frase, cada plano, sintiendo, quien sabe si por primera vez, el aliento de la libertad.
La semana pasada, casi 8.000 migrantes entraron en Ceuta, muchos de ellos por la playa del Tarajal. Los policías marroquís les abrieron la puerta de su lado para añadir tensión en este. Cuando volvieron, a su pesar, y como ya no valían para molestar al vecino, recibieron su correspondiente dosis de palos, hambre y noches al raso. La misma que reciben desde que la guerra, la persecución o la miseria los echó de sus casas. Una vez fueron seres humanos. Hoy son peones en un juego de intereses y dinero manchado.
Por un momento, uno de ellos volvió a sentir, quizás, que era un miembro de nuestra especie. Aterido, exhausto tras horas en el agua, desesperado al comprender que su enésimo intento de vivir había fracasado, rompió a llorar y a golpearse la cabeza. Entonces, una trabajadora de Cruz Roja se acercó a él, le ofreció una botella de agua y lo abrazó.
Ni imaginar puedo la ansiedad que se adueñó de aquel desgraciado, la entrega a un mínimo momento de consuelo, apenas unos segundos robados a la catástrofe.
Ella se llama Luna Reyes y se mantuvo al lado del migrante hasta que los soldados, con delicadeza, se hicieron cargo de él para devolverlo, órdenes son órdenes, a la cegadora oscuridad.
Y Luna ha sido insultada, tildada de idiota, de traidora, acusada de querer follarse al negrito que, a su vez, era señalado por tocar los pechos de la joven con aviesas intenciones. Y se ha visto obligada a cerrar sus redes sociales para dejar de recibir escarnios.
Y yo me pregunto qué gelatina les baila a esos despojos en el sitio donde los demás tenemos un cerebro. Degenerados morales que se envuelven en la bandera para disimular su tara.
Luna Reyes lloró al final del día, en su casa, ante su cena caliente, en el comedor, mientras sentía cerca su cuarto de baño, su dormitorio, su nevera llena. Cómo no llorar al comprobar que lo que creemos indispensable es, en realidad, privilegio de no tantos. Cómo no crispar los puños al saber que las alimañas no perdonan un gesto de humanidad, un gesto que debiera ser cotidiano.
Luna Reyes no colaboró con ningún invasor, no bombardeó los cimientos del orden social, no es enemiga del Estado. Pero aquellos que ocultan su miseria tras el velo del patriotismo se han ensañado con ella, seguramente, porque la consideran débil.
No han señalado al guardia civil que se tiró al agua para sacar a un bebé que se ahogaba, ni al que se encaramó a la hiriente valla para sacar del laberinto vertical a un niño atrapado. Ni a los guardias y soldados que trataron con humanidad a los llegados y que cumplieron la orden de expulsión, sintieran lo que sintieran, con respeto a las personas a las que conducían.
Con ellos no se han atrevido, aunque los imagino rabiando en sus madrigueras al ver que ni el Ejército ni la Guardia Civil son salvaguarda de la brutalidad y de la oscuridad. Los cobardes hubieran preferido paredones y calabozos con picana.
Y no quiero dejar de saludar a la iluminada de la CUP que acusó al Gobierno de enfrentar soldados a niños. Nunca hay que dejar pasar la ocasión de callarse.
Si esa es la patria que defienden, insensible, analfabeta, cruel, rancia, no debería extrañarles que sean tantos los que se declaren antipatriotas.
Mientras tanto, mientras escribo estas líneas, Luna ha vuelto a su trabajo, los cobardes buscan otra garganta que morder y los soldados se comen otra noche de guardia, un hombre, un morenito, deambula por un descampado en tierra de nadie intentando recuperar aquel abrazo en el que paladeó la libertad, la dignidad, la vida.
Pero la libertad, la dignidad, la vida, son fantasmas para la gente como él, mera mercancía, carne a granel de mafiosos y sátrapas. Del negrito, no llegamos a saber su nombre. Sirvan estas palabras para que el de la abnegada Luna, al menos, no naufrague en el olvido.