Los tiroteos de Nueva Zelanda no fueron solo un atentado religioso
No me apetece escribir sobre esto de nuevo. Otra historia terrible. Mismo estado emocional. Casi en la misma época del año. Musulmanes asesinados en un lugar de culto. Un déjà vu, pero no de los buenos. Ha muerto gente. La última vez que escribí sobre ello estaba en Canadá cerca del atentado de Quebec, una provincia a la que una vez llamé hogar, pero este último atentado no lo he sentido más lejano.
Tengo familia en Nueva Zelanda y en Australia. Son inmigrantes y van a mezquitas similares a las que fueron atacadas. Son recién llegados que tuvieron que dejar su país y su hogar para practicar libremente su religión, un culto minoritario prohibido y perseguido en su lugar de nacimiento. Una familia que adoptó un nuevo país y lo consideró propio porque este les ha dado todo. Esta historia no les resulta ajena a muchos inmigrantes canadienses ni a los que viven en Quebec y en Christchurch.
Resulta extraño verte obligado a dejar tu país por tus creencias religiosas, pero cuando huyes de las persecuciones, de la guerra o de las penurias económicas, puedes acabar en cualquier parte. Mi madre llegó a Canadá y algunos familiares suyos aterrizaron en otras partes del mundo. Es inquietante acabar convirtiéndote en un objetivo por el mismo motivo en un lugar que, aparte de eso, te lo ha dado todo.
Los tiroteos de Nueva Zelanda tenían motivaciones religiosas, sin duda. Son el resultado de los constantes prejuicios contra la imagen de los musulmanes como personas inherentemente violentas, vengativas, bárbaras y opresoras.
Sin embargo, limitar los motivos exclusivamente a la religión permite que las causas fundamentales de este sistema sigan obviándose. La religión se convierte así en un chivo expiatorio cómodo para identificar la causa del problema y pasar por alto que, al final, los tiroteos de Nueva Zelanda y Quebec, entre otros, también tienen que ver con el color moreno (y negro) de la piel.
Culpar al tirador por atacar a musulmanes en el mundo hiperpolarizado de hoy en día (un mundo en el que merecemos ser odiados) permite que la mayoría silenciosa no diga nada sobre el racismo y el supremacismo blanco.
Permite que personas que no tienen ni idea del Islam citen las guerras, la cobertura de los medios y a los comentaristas polémicos para hacer como si los ataques a los musulmanes no estuvieran también motivados por la raza, la cultura, la inmigración, la economía y, ante todo, el odio. Un odio que se ha alentado y que ahora se ha generalizado. Lo evidenció el propio atacante en el juicio, en el que le dedicó a la cámara una señal utilizada por muchos grupos supremacistas blancos.
Debemos hacer frente a estos prejuicios de nuestro pensamiento, de los medios y de la interpretación de estos sucesos. Hasta ahora, hemos fracasado.
La cobertura de los medios está salpicada de titulares que describen al terrorista como un “niño angelical” y un buen chico que se echó a perder, radicalizado en sus viajes al extranjero. También están publicando entrevistas con sus familiares. Son intentos de humanizar al asesino como si sus acciones no se hubieran basado en el odio, el color de la piel y los valores culturales, sino en un desvarío individual contagiado en lugares desconocidos, lejanos y siniestros.
La doble vara de medir de los medios es evidente y, por desgracia a estas alturas, previsible. Lo que ya no es admisible es pensar que el origen de la filosofía del asesino (su manifiesto, la mención a sucesos y asesinos similares, su opinión sobre los inmigrantes y su desprecio por las personas con otro color de piel) no está en el sistema, generalizado y arraigado.
Reconocer eso tiene implicaciones reales en el mundo. Si se hubiera tomado en serio el problema, quizás se habría podido fichar al asesino y evitar sus actos. Con la intensa actividad que tuvo en internet antes del suceso, se deberían haber encendido las alarmas.
Es hora de reconocer el racismo inherente de un sistema que solo elabora listas de vigilancia con personas de piel oscura pese a que la amenaza es universal. Es hora de dejar de poner comillas a la palabra terrorista cuando nos referimos a supremacistas blancos, como si no tuviéramos clara la intención de sus acciones. Es hora de que la mayoría silenciosa reconozca que la filosofía del asesino también está en su comunidad, en su lugar de trabajo y a las puertas de su casa.
Visita este enlace para realizar donaciones económicas a las familias de las víctimas de Nueva Zelanda.
Este post fue publicado originalmente en el ‘HuffPost’ Canadá y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.