Las verdades del político y el científico
Algunos políticos tienen una ignorancia profunda, no ya de la ciencia, sino de como ésta funciona.
La ciencia ha utilizado el método científico como sistema universalmente aceptado para conseguir avanzar en el conocimiento. No obstante, la ciencia no trabaja con verdades absolutas.
Dos de los pilares básicos del método científico son la refutabilidad y la reproducibilidad. Dicho de otro modo, que toda teoría científica pueda ser sometida a posibles pruebas que la rebatan y que los experimentos puedan ser reproducidos por otros investigadores. De esta manera, podríamos hablar de proposiciones científicas no refutadas, como es el caso de la Teoría de la Relatividad de Einstein constantemente sometida a pruebas para contradecir sus postulados.
Así, y no de otro modo, es como avanza el conocimiento científico, aplicando un método y no dando nada por hecho de una forma definitiva.
La pandemia de la Covid-19 ha puesto a la ciencia, por primera vez en muchos años, en el primer plano de la actualidad. Y este protagonismo inesperado ha evidenciado, de una forma clara, los desajustes existentes en la relación entre políticos y científicos.
En algunos casos, las opiniones científicas han sido usadas para reafirmar las posiciones previas del político y, en otros momentos, para atacar al contrario acusándolo de improvisación e incompetencia.
Esta situación lo que hace es reflejar dos cosas. La primera, que algunos políticos tienen una ignorancia profunda, no ya de la ciencia, sino de como ésta funciona. La segunda, que la política trabaja últimamente con verdades pretendidamente absolutas, mientras la ciencia avanza sometida al escrutinio de la duda.
Esto ha provocado polémicas estériles sobre, por ejemplo, los cambios de opinión en el uso de las mascarillas, que han estado más vinculados a cuestiones como el conocimiento que se tenía en cada momento sobre la propagación del virus, o a situaciones de posible desabastecimiento, que a la capacidad de gestión de los gobiernos.
Añadiría una tercera cuestión. Cada rama de la ciencia aborda los problemas desde una perspectiva distinta, lo que da lugar a proposiciones diferentes y, a veces, contradictorias. Así, si para un epidemiólogo los confinamientos son indiscutibles, para un economista pueden hundir la economía, para un pediatra pueden afectar al desarrollo de los niños y niñas y para un psicólogo generan secuelas en la salud mental de la población. Sin embargo, todas las propuestas pueden tener un grado de validez, ya que en la ciencia no hay verdades absolutas.
Y es ahí donde entra el papel de la “buena política”. El político, que es quien gestiona, tiene que poner en una balanza las diferentes perspectivas que aporta cada rama del conocimiento científico y apostar por una solución que recoja lo mejor de cada una de ellas.
Estas polémicas no son exclusivas del presente siglo, y ya Max Weber dijo en su momento que el científico debe aportar al político el mejor conocimiento posible y el político debe aprovecharlo para tomar las mejores decisiones posibles.
Indudablemente, es aquí donde radica la esencia del “buen político” y de la “buena política”, que en lugar de utilizar la ciencia como un arma arrojadiza, la aplica para mejorar el bienestar y la calidad de vida del conjunto de la sociedad.
Max Weber también nos advirtió sobre el científico amateur o aficionado, aquel que ocasionalmente puede aportar un conocimiento nuevo, pero más por casualidad o por ingenio que por desarrollar de forma continua un método científico. Y es que el ingenio puede acertar o fallar de modo altamente aleatorio, mientras que una metodología adecuada permite avanzar con más constancia, precisión y certeza.
Hoy vemos a mucho científico amateur afirmar “ya lo dije yo”. Entre tanto, la ciencia ha ido acumulando más y mejor conocimiento. Al principio, lo poco que se sabía acerca del virus pudo llevar a tomar decisiones que luego se demostraron parcialmente acertadas, pero con el paso del tiempo nuestros científicos están combatiéndolo de una forma más concluyente, hasta que finalmente logremos la vacuna para vencerlo.
Todo el conocimiento acumulado nos servirá para abordar mejor la próxima crisis, mientras que el científico amateur tendrá que seguir encomendándose a su ingenio o al azar.
Esta reflexión me lleva a pensar que los políticos, salvando las excepciones, deberíamos de tener mayor cultura científica, o al menos deberíamos comprender mejor cómo funciona la ciencia, lo que nos conduciría a ser mejores políticos y a hacer mejor política.
Tampoco estaría de más que nuestros jóvenes salieran del sistema educativo con un sólido conocimiento de la ciencia y del método científico. Con ello evitaríamos, en cierta medida, la existencia de un caldo de cultivo para la desinformación, las teorías conspiratorias o el negacionismo.