Lamebotas y solteros
Pienso que el mundo se puede dividir en personas que viven sus contradicciones con conflicto, y las que, aún contradictorias, no parecen tener ningún problema con eso. Y por alguna razón son estas últimas las que despiertan una curiosa fascinación en las primeras: una servidumbre sentimental o conductual, un respeto perruno, un sometimiento lamebotas.
En el mundo de las mujeres esta sospecha se ha centrado en el campo amoroso. Uno de los temas favoritos de las revistas de mujeres –cuando aún existía algo que se llamaba así– era la advertencia sobre los sujetos que despertaban este tipo de mareo hipnótico en las mujeres heterosexuales: “Cómo saber si estás en una relación con narcisista”, “cuáles son los 5 pasos para salir de una relación tóxica”, que básicamente era repetir la palabra amor propio de distintas formas. Hoy a esto se le llama deconstrucción del amor romántico, y se explica por la inercia de una estructura heteropatriarcal. Efectivamente hubo mucho tiempo en que la única posibilidad de existencia de una mujer era tener un marido, de ahí la competencia por obtener uno. El llamado a la sororidad es también el recordatorio de que ya no es vital competir por un hombre, trabajar para conseguir un marido es un artefacto del pasado.
Sin embargo, la dependencia amorosa insiste y, lejos de ser patrimonio de la heterosexualidad, perturba incluso a los que se declaran militantes del nuevo amor, a los más independientes, a los más menos enamoradizos. Incluso a los que nunca hablan de amor, porque la fascinación esclavizante no es sólo un fenómeno presente en el amor romántico. Lo es también en ese otro amor sexual, sublimado, camuflado que existe por las figuras que lideran, influencers de hoy y de antes.
En el mundo masculino tradicional no existe una Cosmopolitan que nombre algo así como “Los cinco pasos para dejar de someterte al jefe de la pandilla”. Existe eso sí, la filosofía de “Cómo convertirte en líder subiendo una montaña muerto de frío”, seguramente porque lo lamebotas lo reconocen fuera del campo amoroso. Aunque, en ocasiones, el conflicto explota cuando es la pareja del lamebotas quien se da cuenta de que también está siendo obligada a someterse, porque su hombre se somete a otro hombre. No pocas veces la plusvalía del sometimiento femenino, ni siquiera se la lleva su pareja, sino el jefe –real o sentimental- de éste. ¿Cuántos varones se enamoran de una mujer, porque en realidad idealizan al padre de ésta? ¿O cuántos siguen valorando al matón del curso aun siendo adultos? ¿O hacen callar a sus mujeres para no incomodar a sus amigos? Hace poco escuché algunos que con orgullo contaban que habían tenido alguna cercanía con Cardoen, un empresario chileno, ex fabricante de armas, que hoy tiene solicitud de extradición por Estados Unidos, diciendo que aunque no compartían sus conductas lo “admiraban como empresario”: triunfo lamebotas sin duda.
¿Cómo operan las leyes de la fascinación? ¿Quiénes son los sujetos que despiertan nuestras pasiones más inútiles? Me atrevo a decir que son los que transgreden una ley; los que paradójicamente, para quienes suponen que este es un fenómeno propio de lo patriarcal, lo profanan, ubicándose ellos mismos como padres de su propia ley. Son los que no tienen conflicto con sus contradicciones. Porque a fin de cuentas estar en conflicto significa tener que ceder en el narcisismo, obligarse a escuchar otras voces, es aceptar que nadie es padre de una idea o una razón; eso es ser parte de la tribu.
El filósofo español Santiago Alba Rico, les pone un nombre a estos sujetos sin conflicto, les llama “solteros”, independiente de su estado civil. Son los que están sueltos, sin ataduras a otros cuerpos, pueden estar efectivamente casados, dice, como lo estaba Goebbels o Bush cuando invadió Irak. Pero lejos de que se trate de sujetos excepcionales, parece ser el paradigma contemporáneo: el soltero es la unidad económica más funcional al capitalismo financiero, sujetos que se relacionan por separado, sin contradicción, como mercancías que tratan a otros como mercancías, a los que a veces llaman “autos”, otras, “hijos”.
¿Cómo zafar en cinco pasos? Yo sé al menos de uno: confiar sólo en los que aún creen que sus contradicciones tienen algo que decirles.