La trampa de las palabras
No es lo mismo la violencia del colonizador que la del colonizado, la violencia del opresor que la del oprimido.
Las palabras velan y revelan, cubren y descubren. Las palabras curan y las palabras matan. Cuando no se piensa en las palabras, ese instrumento insustituible del pensamiento humano, otros lo hacen por nosotros y le dicen a cada una lo que deben decir. Entonces, las palabras se vuelven esclavas de los de arriba y esclavizan a los de abajo. Entonces, las palabras engañan y tratan de pensar por uno mismo.
Dentro de cada palabra hay una multitud de significados, muchas veces contradictorios, pero siempre triunfa uno de ellos a conveniencia del poder social de turno, y así cada palabra impone una idea, una forma de pensar y, finalmente, una realidad que se convierte en indiscutible hasta que alguien vuelve a pensar en las palabras con otras palabras.
Por ejemplo, los ideoléxicos tolerancia, libertad, americano, éxito, fracaso, violencia y todas sus combinaciones posibles en combos convenientes.
Por ejemplo:
Se afirma que los críticos que luchan por los derechos iguales de los diferentes y son antiimperialistas o antibélicos son contradictorios porque se oponen a una guerra contra Irán mientras en Irán ponen a los homosexuales en la cárcel o los condenan a muerte. En cambio nosotros, los salvadores del mundo, sí respetamos los derechos de los homosexuales (cuando nos conviene), lo que nos da el derecho de bombardear e invadir países que no lo hacen (excepto si son nuestros aliados, como Arabia Saudí). Luego les decimos qué hacer, nos quedamos con sus recursos e imponemos el imperio de la libertad en ese país y en todos los países que lo rodean. Y a eso le llamamos coherencia.
Theodore Roosevelt, premio Nobel de la Paz, decía que la invasión de Filipinas, donde los marines mataban negros por deporte, en realidad era por humanidad, y también decía que “la paz llega con la guerra”. Ciento veinte años más tarde, otro presidente, Donald Trump, bombardea a un ejército enemigo “para evitar la guerra”. Cuando Irán responde con el bombardeo de dos de sus bases en Irak y su escudo antimisiles resulta inefectivo, dice que “el enemigo se está retirando”. La voz del poder no necesita pruebas y las pruebas en contra, por evidentes que sean, son mudas.
Cada tanto, como en Azizabad y en tantos otros lugares, decenas de niños en algún país lejano mueren bajo las bombas inteligentes (a veces 60, a veces 90 de un solo golpe) y la acción se la reporta como un éxito porque un supuesto terrorista se cuenta entre las pocas víctimas y la gente decente que en los países libres vive en paz gracias a dichas acciones de humanidad y coraje, los echa inmediatamente al olvido. Solo nuestros muertos son verdaderos porque duelen.
Entonces algunos pacifistas reaccionamos contra todo tipo de violencia. Y está bien. Pero cuando no diseccionamos como se debe esa simple palabra (no mencionemos el resto de la narrativa), volvemos a caer en la trampa semántica. Porque no es lo mismo la violencia del colonizador que la del colonizado, la violencia del opresor que la del oprimido. La violencia del invasor se la llama defensa propia y a la violencia del invadido se la llama terrorismo.
Y así un largo etcétera, tan largo como cualquier diccionario de cualquier lengua.