La importancia de la suerte
Napoleón Bonaparte, Woody Allen y John F Kennedy son firmes defensores del factor suerte en el resultado final de nuestras vidas.
Una pelota de tenis se debate en qué lado del campo caer y una voz en off nos dice que “aquel que dijo que más vale tener suerte que talento conocía la esencia de la vida”. De esta forma comienza Match Point (2005), una de las mejores cintas del legendario cineasta Woody Allen.
Se cuenta que el emperador Napoleón Bonaparte seleccionaba a sus generales en base a dos cualidades, por una parte, el talento y por otra la suerte. Ningún militar llegó a promocionar bajo su imperio a la graduación de general si la suerte no le había acompañado a lo largo de su vida.
Y es que la suerte, nos guste o no, ocupa un lugar destacado en la ecuación del éxito. Pero, ¿cuánto?
Hace unos años un grupo de científicos, con la ayuda de un modelo informático, monitorizaron el éxito de mil personas virtuales durante una carrera de 40 años. Al final de la simulación llegaron a la conclusión que la buena fortuna —no el talento, la pasión o el trabajo duro— era el factor más importante para conseguir el éxito.
El coco que salvó al futuro presidente
Las Islas Salomón forman un archipiélago situado al este de Australia y Nueva Guinea. Durante la Segunda Guerra Mundial allí estuvo destacado un capitán estadounidense de 26 años que respondía al nombre de Jack. Se trataba de John F. Kennedy.
Jack era comandante de una patrulla torpedera —las conocidas como PT—, veloces naves fabricadas de madera en las que viajaban en torno a una docena de hombres y cuatro torpedos.
El 2 de agosto de 1943 la Marina de Estados Unidos preparó una operación de ataque con 15 lanchas torpederas, una de las elegidas fue la PT-109, la de Jack.
La embarcación no disponía de radar, por lo que redujeron la velocidad para que el ruido de los motores fuese el menor posible y no alertase al enemigo, el resultado fue que no pudo salir lo suficientemente rápido y, por tanto, fuese embestida por un destructor japonés.
La tragedia se mascaba. El motor explotó y dos hombres resultaron muertos, los otros 11 restantes se aferraron a la parte delantera flotante del barco. Con enorme dificultad consiguieron nadar durante cuatro largas horas hasta alcanzar una pequeña isla desocupada llamada Plum Pudding (Budín de Ciruelas). Allí subsistieron durante seis días a base de cocos y una buena dosis de optimismo.
11 vivos… necesitan barco pequeño
Lo que no sabían en aquellos momentos es que sus compañeros les habían dado por muertos y así se lo hicieron saber a sus familiares. Esta decisión suponía que ningún bote de rescate saldría en su búsqueda.
Fue precisamente al sexto día cuando dos isleños —Eroni Kumana y Biuku Gasawere— pasaron en un cayuco por delante de los miembros de la tripulación. Los aborígenes no hablaban inglés, en los cayucos no había sitio para todos, pero quizás podrían, de alguna forma, vehiculizar un mensaje de ayuda.
Los supervivientes americanos no disponían de papel, pero sí de un cuchillo y decenas de cocos. Kennedy cogió un coco y, con la ayuda de su cuchillo, talló: “11 vivos… necesitan barco pequeño”.
El coco fue llevado por los aborígenes a un observador de la costa australiana —a unos 56 kilómetros de distancia— que, a su vez, lo transmitió a la base estadounidense de la isla de Rendova.
El Alto Mando de la Marina sopesó la posibilidad de que se tratase de una trampa nipona. Aun así, decidieron dar una oportunidad y sacrificar un barco en un intento de rescate. El comandante William F Liebenow, con su bote, el PT-157, fue el elegido para la misión. El resultado de la historia resulta obvio.
Durante su estancia en la Casablanca, el 35º presidente de los Estados Unidos tuvo un pisapapeles en forma de coco con un mensaje escrito en cuchillo… Todo fue cuestión de suerte. Por cierto, la isla Plum Pudding fue rebautizada tiempo después como Isla Kennedy.