La gente que ama a los verdugos
Pedro Sánchez tiene un serio problema de credibilidad con las abstenciones de Bildu
Arnaldo Otegui ha sacado pecho. Ante el escándalo social, y naturalmente, político, que han provocado los homenajes en la galaxia ‘abertzale’ a los terroristas excarcelados después de cumplir sus penas de cárcel, el antiguo estratega-jefe de los matones y asesinos responde jactancioso que quedan 250 presos de ETA en prisión y que, por lo tanto, “quedan 250 homenajes”.
Los que ahora caminan libres en Euskadi y Navarra no son gente cualquiera: son criminales que durante décadas sembraron indiscriminadamente el dolor y la muerte en toda España: asesinaron a hombres, mujeres, niños, ancianos, militares y civiles, políticos o taxistas.
Le dieron gusto al gatillo, gozaron con el dolor de los secuestrados, en nombre de la libertad: de la libertad de matar. Eran totalitarios. Quisieron impedir que la democracia llegara a España; quisieron cortocircuitarla con todas sus fuerzas y con todos los recursos del odio. Pero la democracia les derrotó. Con los tricornios de la Guardia Civil persiguiéndoles sin descanso; con la Policía Nacional, con los jueces y fiscales, con periodistas valientes, sin miedo ni a las consecuencias, ni al qué dirán; con políticos, de derecha y de izquierda, también valerosos…
Sin olvidar a la sociedad, que poco a poco, pasó de la ceguera y la anormal normalidad del tiro en la nuca y la bomba lapa y los secuestros de sofisticada maldad, a ‘descubrir’ la realidad. Y a comprender que nadie estaba a salvo de la locura y de la tiranía.
Hubo un punto de inflexión en la marea, que fue el asesinato del joven Miguel Ángel Blanco, cometido con extremada crueldad. Fue la primera manifestación a la que llevamos a nuestras dos hijas. Una en brazos, otra a la ‘pela’, subida a mis hombros, para poder ver la marea humana. Desde la niñez tenían que saber distinguir entre hombres y mujeres buenos y malos; tenían que saber que la maldad, el mal, existe. Y que hay que luchar contra él, hasta el final de los tiempos. Que no hay ni puede haber razón alguna que justifique el terrorismo, y menos en una democracia.
ETA se ensañó con la democracia y con los demócratas, casi en exclusiva con el pensamiento no nacionalista.
La Transición salió avante de chiripa. Hoy, pasados los años, las nuevas generaciones no pueden imaginar cómo fue aquél terror inhumano, irracional. Y, sobre todo, cobarde. En 1977, en las primeras elecciones democráticas, las Constituyentes del 15J, hubo 12 muertos. En 1978, el año que se elaboró la Constitución, hubo 65. Y unos 84 en el 79, y 93 en el 1980…
Trataron de impedir el proceso democrático por todos los medios, y encima, con la comprensión cómplice de una parte del nacionalismo ‘moderado’ y de un sector de la Iglesia que lavaba el pecado con agua bendita; que entendía a los terroristas, “esos chicos equivocados”, decían, y que impedían que los féretros de las víctimas entraran en iglesias y catedrales para las honras fúnebres como cristianos que eran los que lo eran.
Y esto no suele proclamarse con frecuencia, hay como una cierta vergüenza, que siempre ha atenazado a esa parte boba, como la llama Alfonso Guerra, de la izquierda, que no ha hecho mentalmente su propia transición desde la dictadura a la democracia.
La banda asesina –aquí la palabra banda está bien empleada, y no como la utiliza con insufrible frivolidad y cinismo el ‘ciudadano jefe’ Albert Rivera– quiso provocar un levantamiento militar; de hecho, en 1978, llevó a que unos 250 policías salieran a la calle pistola en mano. Fueron sancionados y cambiados de destino, pero no hubo desgracias porque los ‘abertzales’ aplicaron el principio de prudencia, que en este caso es hermano gemelo del de cobardía.
La derrota de ETA fue total; con amplios sectores de la sociedad en contra. Incluso los ambiguos, hechos de la pasta de los Arzalluz y los Ibarretxe, recularon y optaron por el silencio. Josu Jon Imaz fue clave para devolverle la dignidad y hasta la reputación al PNV. Urkullu también ha dado pasos serios y claros en la buena dirección.
Pero, como dice el refrán, y la canción, de lo que hubo siempre queda. También siempre en entornos cerrados donde todos se conocen, surge la tentación del autoengaño, de justificar que lo hecho, aunque matar estuviera “éticamente” mal, tenía un motivo. Reconocer ante el espejo la equivocación, ver el rostro del mal reflejado en el cristal, aceptar que no se consiguió nada a pesar de los casi 1.000 muertos, y que el oprobio los perseguirá hasta que la Transición sea tan lejana como la prehistoria, no es fácil.
Por eso la agresión por una manada violenta en Alsasua a dos guardias civiles y sus novias no fue un hecho improbable, ni aislado. Fue la genética misma de la kale borroka. Los puños y las patadas como sustitutos de las Parabellum y la Goma 2. O de la horca, si estuviéramos en el far west.
Cierto es que el Gobierno de Sánchez ha condenado por ‘intolerables’ los homenajes ‘populares’ y ha anunciado que pondría el caso en conocimiento de la Fiscalía. Pero la reacción prepotente y autoritaria de Otegi demuestra que en el fondo no ha cambiado. Que no ha habido arrepentimiento sincero; que ha escogido la vía política, a través de EH Bildu, porque no tenía otras opciones. Sigue siendo el mismo y creyendo en lo mismo. Sigue siendo un adorador del diablo.
Por si no estuviera claro desde el principio que contar siquiera con la abstención de los etarras senior era no solo un desdoro para Sánchez y su equipo, sino un peligro real de múltiples efectos colaterales, las palabras altivas de que los 250 presos tendrán 250 homenajes indican que ETA sigue ahí, latiendo. Que se la venera, que los verdugos son recibidos como héroes. Ergo sum, se apoyan los asesinatos con efecto retroactivo. Se humilla a la víctimas. Se vuelve a causar un hondo dolor a todas las personas decentes. Vuelve a fracturarse la sociedad vasca.
Sánchez tiene, como muchos habíamos predicho, un serio problema de credibilidad con las abstenciones de Bildu, sea en Navarra, para investir a la socialista Chivite, o para alguna alcaldía o diputación, o para la suya como presidente; o con los organizadores, sean los de Puigdemont y Mas o los de Junqueras, del ‘golpe’ en Cataluña. A pesar de que no haya dado nada a cambio. Lo que importa es la imagen; la propiedad transitiva; y los rumores. Las redes se ven más y penetran más que los hechos y que la palabras en sede parlamentaria.
De ahí los reiterados intentos de Sánchez de conseguir que su investidura no dependa de estos grupos sino del apoyo por omisión de Ciudadanos o incluso del PP. Y por eso mismo Ciudadanos y el PP no ceden.
El problema es que a pesar de la convicción generalizada, o casi, de que hay que llegar a acuerdos de Estado entre los grandes partidos constitucionalistas para impedir precisamente que sean los partidos nacionalistas, populistas o antisistema los que decidan en última instancia la política nacional, lo cierto es que la ocasión nunca llega. Se aleja, como el horizonte. Y entre tanto, se agrava la enfermedad. Como en algunos anuncios de auto propaganda de la tele: “Lo estamos viendo. Está sucediendo”.
Mientras, en el País Vasco y en Navarra la enfermedad se ha cronificado, y sus síntomas se disfrazan de eczemas de temporada. Sin embargo estos homenajes a los verdugos son “claramente” (según Eligio Hernández, ex fiscal general del Estado) delitos de ‘enaltecimiento del terrorismo’. Aunque en muchas ocasiones el TS ha hecho prevalecer la ‘libertad de expresión’, en otras ha aplicado con contundencia el artículo 578 del Código Penal.
En estos ‘homenajes’, empero, la cuestión parece clara: estos ‘abrazos’, con gritos de apoyo y aplausos, son organizados y cuentan con publicidad. A Arnaldo Otegi y a todos sus conmilitones y matones de corpus conviene que la democracia les recuerde que es buena, pacífica y tolerante, pero no estúpida.
Por cierto, el 18 de octubre de 2018, durante las negociaciones del pacto presupuestario, el Gobierno de Sánchez rechazó la pretensión de Pablo Iglesias de aliviar o suprimir los delitos de odio y de enaltecimiento del terrorismo, y que se tuviera en cuenta si la organización terrorista estaba ‘inactiva’. O sea…
¿Y se pregunta el jefe podemita por qué no puede ser ministro?