La democracia y los jueces
En las últimas elecciones generales de Estados Unidos, Donald Trump realizó una campaña muy peculiar. Agitó peligrosamente los prejuicios xenófobos de una gran parte de la población, menudeó los insultos racistas contra determinados grupos y prometió, entre otras cosas, que, si era elegido presidente, deportaría a millones de inmigrantes ilegales y cerraría las puertas del país a los musulmanes. Muchos consideraron su participación en las primarias una broma de mal gusto, el capricho de un millonario excéntrico deseoso de experimentar nuevas emociones.
Sus posibilidades de ganar, según decían, eran nulas. Relevantes personalidades del Partido Republicano hicieron campaña en su contra. Sin embargo, para sorpresa de todos, lo imposible sucedió. Es cierto que consiguió tres millones de votos menos que Hillary Clinton, su rival demócrata, pero la cifra fue suficiente para que, debido a la proporcionalidad con que se asignan los escaños, fuera elegido primer mandatario.
Si Trump hubiera querido implementar algunas de las promesas que aireó en campaña, y que (no lo olvidemos) contaban con el apoyo de los que lo votaron, se habría encontrado con la Constitución y con los jueces. Dos piezas complementarias, esenciales para el buen funcionamiento de una democracia. Sin ellas, los derechos de los ciudadanos podrían quedar en manos de quien mejor supiera manipular los sentimientos de la población. Una base demasiado débil como para asentar en ella cualquier tipo de convivencia.
Bastará con una prueba. El 27 de enero del 2017, una semana después de jurar el cargo, Trump firmó una orden ejecutiva vetando la entrada a Estados Unidos a los naturales de seis países con mayoría musulmana. Pero tres días más tarde, la Fiscal General suplente, de ideología liberal, instruyó a los abogados del Departamento de Justicia para que ignoraran la orden alegando su inconstitucionalidad. De manera simultánea, jueces federales de diversos Estados (Maryland, Hawaii, Virginia) bloquearon su aplicación. En junio, la Corte Suprema determinó que la orden podía ser implementada en ciertos casos, pero se produjeron nuevas alegaciones. En enero de este año, el mismo organismo admitió otro recurso contra la ley, prometiendo que emitiría un dictamen para el próximo verano. Ahí es donde ahora estamos.
Por otra parte, la anunciada deportación masiva de inmigrantes ilegales, nunca llegó a plantearse. Pero si Trump pretendiera hacerlo, como prometió en campaña, es fácil suponer que confrontaría una batalla legal en distintos frentes. Así ha sucedido, por ejemplo, con DACA, el programa social establecido por Obama en el 2012, que permite a los niños que ingresaron al país de manera ilegal con sus padres evitar la repatriación y conseguir un permiso de trabajo. Trump prometió que, de ser elegido, lo derogaría de inmediato.
El 5 de septiembre del 2017, el nuevo Fiscal General, conservador, anunció que en seis meses DACA sería cancelado. Algunos Estados desafiaron la medida en los tribunales. Diversos juzgados de California y Nueva York emitieron una orden para que se aceptaran nuevas solicitudes y se renovaran las existentes. La batalla, como no podía ser menos, se libra en los tribunales. Que son, en definitiva, el último recurso con que cuentan los ciudadanos para asegurarse de que se respetan sus derechos constitucionales. Incluso, contra la voluntad de la mayoría.
Los ejemplos podrían multiplicarse, no solo en la era Trump. Me limitaré a añadir dos más. Desde los años setenta, la batalla por legalizar el matrimonio homosexual en Estados Unidos se libró en diversas instancias, hasta que, en junio del 2015, la Corte Suprema resolvió que era inconstitucional prohibir ese derecho a personas del mismo sexo.
Por otra parte, el mismo organismo había declarado inconstitucional en 1954 la segregación de la población negra en las escuelas. La decisión confrontó una fuerte resistencia en ciertos estados. En 1957, el Gobernador de Arkansas hizo uso de la Guardia Nacional para evitar que nueve estudiantes negros asistieran a un colegio en la ciudad de Little Rock y el Presidente Eisenhower se vio obligado a enviar al ejército para garantizar su acceso a las aulas. Todo ello, entre fuertes protestas por parte de la mayoría blanca, que se resistía a aceptarlo.
¿Qué podemos deducir de todo esto? Que pretender que la democracia consiste en aceptar lo que decida la mayoría es simplista y peligroso. Lo sucedido en las últimas elecciones americanas prueba que, hoy como siempre, una parte importante de la población puede dejarse manipular por la retórica incendiaria de candidatos sin escrúpulos. Sin la Constitución (y el poder judicial, su complemente indispensable), políticos populistas podrían creerse legitimados por las urnas para tomar decisiones que violan los derechos básicos de ciertos grupos.
Por otra parte, prueba también que la justicia es relativa. No se asienta en principios matemáticos de validez universal, sino en leyes que varían de país a país y que, además, frecuentemente dejan un margen para la interpretación. Por eso, lo que es legal en una democracia, puede no serlo en otra. Por eso también, la aplicación de las leyes varía dependiendo de quién lo haga. Los jueces no son máquinas, sino personas, y, en consecuencia, carece de sentido pretender que deberían liberarse por completo de sus simpatías y de sus fobias. Se explica así que, cuando se produce una vacante en la Corte Suprema, los partidos se preocupen por cubrirla con un candidato afín a sus ideas. No se trata de una manipulación vergonzosa, sino, por el contrario, de un componente intrínseco del juego democrático.
En el caso concreto de la democracia española, si exceptuamos el terrorismo etarra, solo ha habido dos grupos que han pretendido hacerse con el poder (o ejercerlo) al margen de la Constitución: la extrema derecha y el independentismo catalán. En el primer caso, todas las fuerzas democráticas condenaron sin fisuras la acción de Tejero. A nadie se le ocurrió plantear que era conveniente negociar con los golpistas. Simplemente se dejó que los jueces hicieran su trabajo de acuerdo a las leyes. En el segundo caso, la reacción ha sido mucho más ambigua. Nacionalistas moderados y partidos de la izquierda radical se han dejado seducir por el hábil planteamiento de los independentistas de que la democracia consiste en votar.
Por eso, cuando los jueces han actuado, se ha criticado su "injerencia". Incluso un político como Felipe González, tan poco sospechoso de simpatizar con el independentismo, ha cuestionado la intervención de la Justicia. Como si la Constitución no fuera de aplicación obligada, y como si, una vez que existen sospechas de que alguien viola su articulado, no deban necesariamente ser los magistrados los encargados de analizar el asunto y dictar sentencia.
La Constitución fue un acuerdo entre las distintas fuerzas políticas que recibió un amplio respaldo por parte del electorado. Implicó un intento de armonizar los programas de los principales grupos que configuran el panorama político en un texto que resultara aceptable para todos. Fuimos muchos los que pensamos que, de ese modo, habíamos conseguido finalmente superar los problemas que el país había padecido por siglos.
Por eso, lo sucedido en Cataluña en los últimos cinco años ha provocado tanta frustración. Nadie tiene nada que celebrar. Los nacionalistas, porque han quedado defraudados en las expectativas creadas por unos dirigentes torpes y fanáticos. El resto de los españoles (incluyendo la mitad de los catalanes), porque nos hemos visto tratados de manera injusta. Tras cuarenta años de democracia, los insultos a la España actual han sido interpretados por muchos como un ataque personal. El intento de enlodar nuestra democracia ante el mundo, equiparándola con el franquismo y despreciando el enorme esfuerzo realizado por todos para fundar la convivencia sobre bases más flexibles e inclusivas, es lógico que haya originado un amplio rechazo.
Al igual que el resto de las Constituciones, la nuestra es susceptible de ser revisada, sin duda, pero, al mismo tiempo, nadie puede comportarse como si no existiera. De permitirlo, estaríamos entrando en un terreno peligroso. La Constitución representa un escudo frente a las posibles arbitrariedades del poder, por más que ese poder haya sido adquirido en las urnas. Es la única garantía que tienen los individuos para asegurarse de que sus derechos serán respetados. Y los encargados de implementarla son los jueces. Como en cualquier democracia, puede haber diferencias de opinión entre ellos. Sus decisiones, según nos favorezcan o no, a veces nos parecerán cuestionables. Pero, sin la Constitución, los miembros de una sociedad quedarían a merced de los agitadores de turno, sean del bando que sean. Es algo que ninguna democracia puede permitirse. Y la española no es una excepción.