La Antártida amenazada: hay que protegerla antes de que sea tarde
Los científicos, políticos y activistas ambientales de todo el mundo se movilizan estos días en busca de lograr una mayor protección del Océano Antártico.
Los científicos, políticos y activistas ambientales de todo el mundo se movilizan estos días en busca de lograr una mayor protección del Océano Antártico. Entre ellos, un grupo de investigadoras de diferentes países, que participaron en las expediciones polares Homeward Bound, han publicado en Nature un artículo que resume la situación, coincidiendo con el inicio de las reuniones de la Convención para la Conservación de los Recursos Marinos Antárticos (CCMALR), este año online, que se celebra desde el día 26 de octubre al 8 de noviembre. Del resultado de este encuentro virtual depende su futuro.
La campaña de presión para conseguir proteger uno de los lugares más prístinos y amenazados del planeta no es nueva, pero sigue siendo necesaria dado que hay gobiernos de países que aún no entienden que sin conservación no hay futuro que valga. Organizaciones como la de Philipe Cousteau, Greenpeace o la americana Pew Environment llevan meses reclamando que los mares antárticos dejen de ser expoliados por la infatigable depredación humana. Basta fijarse en el supermercado de al lado de casa para comprobarlo. Fauna antártica a bajo costo, congelada o en píldoras.
Un informe firmado, entre otras investigadoras, por Casssandra Brooks en la revista científica PLoS One, recordaba este mismo año que hay un 12% de ese océano calificado entre las Áreas Marinas Protegidas, pero solo un 4,6% (el Mar de Ross) está libre de capturas. Y todo ello en un lugar donde las masacres se han repetido a lo largo de la historia. En concreto, desde que a finales del siglo XVIII llegaron los primeros foqueros (el escritor y científico Javier Cacho cuenta en Héroes de la Antártida que se llegaron a cazar tres millones de focas en siete años) y a finales del siglo XIX lo hicieron los balleneros. Pude ver en Isla Decepción los restos de los grandes depósitos en los que se acumulaba su grasa, hoy ruinas entre las que que pasean ceñudos leones marinos y algunos despistados pingüinos.
Pero si bien esa imagen que aún huele a muerte es pasado, el mismo aroma sigue acechando a la fauna antártica. Y con enemigos poderosos y diversos. Para empezar, ahora las víctimas principales de las capturas no son las simpáticas focas y ballenas, pero si otras fundamentales para su futuro. Se trata de una especie de ‘gamba roja’, el krill, que vive bajo los hielos antárticos marinos y es el alimento de sus vecinas mayores. A su vez, sus excreciones alimentan a otros microorganismos. Es decir, está en la base de toda una cadena tejida a lo largo de millones de años.
Y esa cadena se está rompiendo. Desde luego, por el cambio climático: en febrero de este año, cuando yo andaba por allí, las temperaturas alcanzaron los 20,75°C en la península Antártica, un récord que fue circunstancial pero que se encuadra dentro de una ‘ola de calor’ con medias superiores a las registradas en los 70 años anteriores. Es más, científicos chilenos han comprobado que también el invierno antártico que acaba de terminar ha sido el más cálido en 30 años, y como consecuencia, la mayoría de los glaciares y el hielo marino retrocede, así que el krill pierde su hogar y se desplaza más hacia el Polo Sur buscando frío, y con él va el resto de la fauna en busca de su supervivencia. Pero también van los buques, que alcanzan así zonas donde se reproducen los pingüinos, las focas o las ballenas.
El expolio del krill antártico
Pero es que, además, este crustáceo se ha puesto de moda, como un moderno antioxidante, un suplemento dietético de omega-3 que se vende en tiendas y webs que promocionan ‘la vida natural’. Y también se utiliza como harina de pescado, para alimento de nuestras vacas, pollos y cerdos, aunque pocos ganaderos se preguntan por el origen del pienso. ¿Quién iba a imaginarse que con un filete está acabando con la vida de los pingüinos? Sólo en 2019, según el artículo de Nature, se capturaron casi 400.000 toneladas de krill, la tercera captura más grande de la historia, y más del 90% se recogió alrededor de la Península Antártica. A ello se suman las de otras especies de peces, sobre cuyas poblaciones pocos datos se han conseguido en tan gélidas aguas, aunque se sabe que la pesca de merluza antártica (también llamado bacalao austral) es un pingüe negocio, así como de merluza austral o de langostinos australes es masiva. Los dos últimos es fácil encontrarlos en supermercados en España... Y en oferta a dos euros kilo.
Otra amenaza es el turismo. Según este artículo, más de 74.000 personas visitaron en 2019 la Antártida. En algunos sitios hubo hasta 20.000 visitantes, como Isla Rey Jorge. Incluso hay viajes de ida y vuelta en el día desde Punta Arenas por aquello de hacerse el ‘selfie antártico’. Bien es verdad que el coronavirus está poniendo en crisis este turismo, que ya se resintió la temporada pasada y aún lo hará más la siguiente, pero todo puede volver a ser lo que era, así que las investigadoras recuerdan que los barcos contaminan el océano con microplásticos y aceites y que el ruido de motores de naves y aeronaves es muy dañino. Eso cuando no hay accidentes, porque entre 1981 y 2011, al menos 19 buques encallaron y vertieron petróleo en aguas antárticas. Debo decir que es difícil olvidar el impacto que me produjo encontrarme botes, bolsas y otros plásticos mientras paseaba entre elefantes marinos en Isla Livingston. Los habían llevado las corrientes.
Bien es verdad que hay una Asociación Internacional de Operadores Turísticos de la Antártida (IAATO) que restringe el número de visitantes, pero también lo es que llegan cada vez más pequeños veleros descontrolados, que no son de IAATO y para los que no hay normas.
En este recuento de daños, no se obvian tampoco los impactos que genera el propio mundillo científico, demasiado concentrado en unas zonas. De hecho, en la Península Antártica tienen bases científicas 18 países, incluido España, en dos islas de las Shetland del Sur, y no todo el mundo es igual de respetuoso con el medio ambiente. A destacar, el impacto de los aviones que llegan a Rey Jorge y los edificios que desplazan a flora y fauna, pero también los residuos que se dejan en forma de hidrocarburos, metales, retardadores de fuego o contaminación microbiana de las aguas residuales. Debo añadir que en un corto paseo por Rey Jorge me sorprendió mucho ver desparramdos por el paisaje hierros retorcidos, alambres y aparatos herrumbrosos, dejados ahí por algún desaprensivo grupo de investigadores. Son pocos los que actúan así, pero haberlos haylos.
Critican, además, el caso de la base brasileña Comandante Ferraz, que se quemó y se ha reconstruido el doble de grande y recuerdan que Australia planea construir una pista asfaltada de 2,7 kilómetros en la Antártida Oriental, mientras que China está construyendo otra estación de investigación en la bahía Terra Nova Bay, la quinta en el continente de este país, que estará precisamente junto al único santuario que existe, el Mar de Ross. Es decir, una base para 80 personas en el único lugar protegido al 100% del Océano Antártico, que por cierto en su día no querían proteger.
Con este panorama, la propuesta en discusión estos días es aumentar las Áreas Marinas Protegidas (MAP, en inglés). Actualmente, como señalaba, existe el mencionado santuario del Mar de Ross, aprobado en 2016 (con 1,55 millones de km2) , y hay otra zona protegida al norte de las Islas Orcadas del Sur (desde 2009, con 94.000 km2) . Ahora se quieren sumar una reserva en torno a la Península Antártica, otra más en el Mar de Wedell y una tercera en la Antártida Oriental . “Va a ser difícil que se aprueben las tres, pero al menos es fundamental que se consiga proteger el área de la Península Antártica”, explica Ana Payo, una de las dos científicas españolas firmantes en Nature. Se refiere a un área de 670.000 kms que se divide en dos zonas. En la del norte, se permitiría pescar cupos de krill, pero no en la del sur, que sería otro santuario por ser más vulnerable para la fauna. Con ello, estiman que el número de ballenas subiría en torno a un 5% y el de pingüinos en un 10%. También proponen que no se revisen estos límites cada 35 años, como ahora, sino cada 70 años.
La cuestión es que se va el tiempo... Sólo las negociaciones para proteger el Mar de Ross llevaron cinco largos años de ‘tira y afloja’ y ahora, recuerdan, que en la CCAMLR hay “algunos miembros que ignoran la ciencia y niegan las amenazas a la vida silvestre y el cambio climático, un movimiento totalmente político”. Es la forma diplomática de mencionar a Rusia y China, que son los dos reticentes. Lo malo es que sin unanimidad, no hay acuerdo.
Por cierto que también la tierra antártica requeriría protección más allá de lo que ya establece el Tratado Antártico. Ahora está protegida totalmente (de hecho, sólo se visita por científicos con permisos especiales) un escaso 1,5% de la tierra libre de hielo (es decir, el 0,005% del área continental total), cuando la Convención por la Diversidad Biológica indica que debería protegerse el 17%, según las autoras.
En todo caso, la reunión en marcha de la Comisión se refiere al mar y este año, bajo presidencia española, no lo tiene fácil. Como es un encuentro online, no habrá oportunidad de negociaciones y encuentros en cóctel y cenas, en donde muchas veces se dirimen estas cuestiones. Aún así, hay esperanzas de convencer a los países más reticentes. La ministra española de Transición Ecológica, Teresa Ribera, ya considera un éxito que se haya mantenido el tema en la agenda. “No será fácil pero continuaremos trabajando duro para lograr un consenso. Europa, América Latina, Australia, Rusia y China son claves para un resultado... La Antártida y el Océano Austral están en primera línea de los impactos del cambio climático y es hora de aumentar la resiliencia de la Antártida”, comentaba hace pocos días en Twitter. “Sería un gran legado que bajo la presidencia española se consiguiera incluir al menos una de las áreas propuestas, en concreto la Península Antártica. Ojalá se consiga ya… Antes de que sea demasiado tarde”, concluye la oceanógrafa Ana Payo.