'Esto no es la Casa de Bernarda Alba', el viaje hacia la belleza social de 'CarLoRca' Ferrer
Si hace dos domingos en este blog se hablaba de cómo hacer hoy el teatro de siempre, este domingo toca hablar de cómo se hace hoy el teatro del futuro. Porque Esto no es la Casa de Bernarda Alba de José Manuel Mora dirigido por Carlota Ferrer que se puede ver en los Teatros del Canal es el teatro del futuro. El que concreta esas formas teatrales que se mueven entre la performance, el teatro de texto, la danza, la comedia, el musical o música escénica y el arte. Maneras que han dado lugar a buenos y bellos espectáculos a los que siempre se les podían poner peros.
Este espectáculo también esta lleno de peros. Sin embargo, son más a pesar de. Es decir, que tanto la crítica como el público lo recomienda como la obra que hay que ver a pesar de que cada uno encuentra un motivo, un algo que no le gustó, que no le encajó. Y ese algo es tan diverso, varia tanto de unos a otros, que habla más del gusto individual de quien lo dice que de lo que se ve en el escenario. Porque la conclusión que cualquiera saca de leer las críticas o de escuchar a los espectadores es que, a pesar de lo que digan, este es el espectáculo que todo el mundo debería ver, ya que en todas las conversaciones en todos los escritos se trasluce entusiasmo por el mismo.
Es cierto que la primera dificultad que ofrece a la crítica o a la simple conversación es que todavía no se tiene el lenguaje crítico para contarlo. Se puede contar la historia, la de La casa de Bernarda Albaque escribió Lorca, que está al completo. Esa historia de Bernarda, adinerada de pueblo, que encierra en casa a sus hijas en edad de merecer cuando se muere su marido. A las que hace guardar el luto, el virgo y los deseos por el padre muerto. Un gallinero (palabra que está en el texto lorquiano) que se revoluciona cuando la hija mayor, la que tiene posibles, es decir, dote propia, producto de un matrimonio anterior, recibe una oferta de matrimonio del atractivo Pepe el Romano, gallo al que se deja acercarse a la casa. Texto que está al completo, incluidas las acotaciones que escribió el autor, las descripciones de las escenas en las que pasa la historia.
A partir de ahí todo son dificultades para describir lo que se ve en el escenario. La primera, justificar la elección de que todas las mujeres, excepto una, sean representadas por actores, cosa que ha dado lugar a titulares desafortunados en algún que otro reportaje previo al estreno. La segunda, justificar ese bello comienzo con el que se recibe al espectador que llega pronto para sentarse. Esa performance corporal de formas que se da un aire al arte guerrero de los años veinte del siglo pasado, el de las vanguardias históricas, y, a la vez, a los arlequines de la comedia del arte, pero también a los de Picasso y a los cuadros fragmentados de los Delaunay. Aquel espectador que llegue justo para sentarse se perderá lo que ya por sí solo es todo un espectáculo y un aviso de que esto no es.
Las referencias al arte no son baladí. Está llena de ellas. A bote pronto me surgen dos nombres: Turrell y Arcimboldo. El primero por la luz, esa sutilísima luz que hace cambiar el muro blanco delante del que sucede el espectáculo. El segundo por ese personaje, el de la criada cubierta de los productos de la huerta, tomates, cebollas, pimientos, calabacines que interpreta y baila Guillermo Weickert (nombre que hay que apuntarse en la agenda para acudir al teatro siempre que se anuncie un espectáculo suyo). O esa referencia tan sutil y a la vez tan evidente a las disquisiciones que el filósofo Didi Huberman hace sobre el arte contemporáneo como arte del despellejamiento. En definitiva, una obra bella, bellísima, que lleva a quien se sienta en la butaca hacia la belleza que se encuentra en los museos. Un paseo que podría ir del Prado a esos fantásticos centros de arte contemporáneo que pueblan la extensa, seca e inhóspita geografía estadounidense.
Lo mismo se podría decir sobre la danza (pero ya está Igor Yebra en escena para decirlo) o la música (esa magnífica referencia a 4'33 de John Cage cuando Bernarda manda silencio) o el cine. Y en este caso no se puede dejar de citar a Óscar de la Fuente (otro que hay que ir a ver la obra si que aparece su nombre en ella) y el monólogo inicial de Poncia. Jugado entre la criada graciosa y auténtica del teatro clásico español, de actriz característica y, de nuevo, todos esos cómicos clásicos y mudos del inicio del cine. Metiendo, como si lo hubiera escrito Lorca, un volantín en el aire en el que se ve a Harold Lloyd, Buster Keaton y, por supuesto, a Chaplin perfurmados por El Gordo y el Flaco.
De todas maneras, no hay que confundirse con todo lo anterior. No se trata de un espectáculo estilizado y cool. No es un teatro aburguesado que esconde su insuficiencia bajo la referencia cultista. Es un teatro con conciencia, conciencia social. No solo por la más evidente, la que habla de cómo la sociedad maneja nuestros cuerpos, los manipula, los manosea, les mete mano, los apedrea, los somete a una vida antinatural. Pues el trabajo que se presenta es físico. Es palabra que se hace cuerpo, voz corporal, acción, que actúa sobre las tablas. El bello cuerpo humano rebelándose a través de la palabra de Lorca, una palabra que Carlota Ferrer reivindica como una voz venida del futuro.
Lorca, inagotable autor, frente al que la mayor parte de los discursos contemporáneos palidecen. Discursos que, como el autor clásico que es, sin embargo favorece y facilita. Solo con él, gracias a sus textos, un hombre puede defenderse como una mujer como hace Jaime Lorente vestido de lamé verde con una seguridad pasmosa al final de este espectáculo. Una mujer que se sabe bella, hermosa, atractiva y poderosa. Una mujer que se sabe cuerpo, un cuerpo responsable de su propia vida y que, sea desde un cuerpo masculino o femenino, eso no importa, reclama su derecho a ser tratado como la persona que es. Un igual a cualquiera de sus espectadores. Un igual se esté a este o al otro lado de la escena. Un igual que se reafirma en la contradicción de lo que es distinto. Tratar igual a lo que resulta diferente. La igualdad que no entiende de género, ni de razas, ni de religión, ni de estatus, ni de clase, solo entiende de diferencias, de diversidad, de crear comunidad, de colaborar. Sí, la verdadera y rabiosa modernidad, habla de todo esto y de mucho más, haciendo disfrutar, y lo hace de una forma complejamente bella. Lo hace a través del placer de lo bello y lo hermoso. ¡Ole, Carlota!