Este ministro es un peligro
Castells es una amenaza para la 'encopetada' academia, regida por 'rectores magníficos' que rara vez son magníficos rectores.
El nuevo ministro de Universidades, Manuel Castells Oliván (Hellin, Albacete, 1942), es uno de los sociólogos más reconocidos mundialmente. Un número uno de la especialidad. Sus trabajos sobre la sociedad de la información, comunicación y globalización son un material de referencia. Parece, dicen algunos con prevención y mala idea, que le fascinan los nacionalismos más o menos emergentes en esta era de la globalización. Y es natural que así sea. Es un fenómeno ciertamente contradictorio. De cualquier manera a otros les fascinan las hormigas y, sin embargo, ni se las comen ni les gustaría ser una de ellas.
La unidad europea se ha visto agujereada, esto es evidente, a la vista está, por la resurrección de los que se consideraban viejos fantasmas, que tantas veces asolaron el continente con crueles guerras. Una mezcla de nacionalistas y populistas. Pero el proceso es verdad que es fascinante, y alucinante. Estudiarlo, analizarlo y hasta comprenderlo, filosóficamente hablando, es natural y puede ser inevitable. Ya se sabe: donde no hay una correcta diagnosis la enfermedad avanza y el error se agranda, y agrava. Pero, de cualquier manera, vale más un excéntrico sabio reconocido por todos sus pares que un necio pintoresco.
Este político repentino en los actuales ‘episodios nacionales’ (estamos en el centenario de la muerte de Don Benito Pérez Galdós) estudió Derecho y Económicas en la Universidad de Barcelona; exiliado en Francia, hizo Sociología con Alain Touraine. A los 24 años se convirtió en el profesor más joven de la Universidad de París. Actualmente vive entre California, Universidad de Berkeley, donde enseñó durante 24 años y de la que es catedrático emérito, y Barcelona, donde es catedrático de la Universitat Oberta de Catalunya.
El listado profesional es impresionante, y aparte de sus honores y distinciones, y ser doctor honoris causa por dieciocho universidades, sus 26 libros y miles de citaciones, recoge su actividad en centros e instituciones académicas de 45 países: Instituto Tecnológico de Massachussets, Universidad de Oxford, Universidad de Santa Clara, Universidad de Cambridge… Lo que en lenguaje posmoderno se dice un ‘crack’. Una personalidad científica y académica de primer orden, que ‘mola’, que tiene en su mochila haber trabajado y competido con éxito en algunas de las mejores universidades del mundo. Y que en ocasiones ha expresado ideas muy claras sobre los grandes males de la universidad pública española, que giran, todos, alrededor del ombligo.
Y este es un serio peligro para ‘encopetada’ academia nacional regida por ‘rectores magníficos’ que pocas veces, empero, son magníficos rectores; en el fondo, rehenes de los vicios de un sofisticado sistema de favores mutuos y de una fórmula de elección que ha ido convirtiéndose con el paso de las campañas electorales en un camino hacia una situación de desgobierno o gobiernos rehenes de los tercios (profesores, alumnos, PAS) con honrosas y meritorias excepciones que acercan los campus a la situación de fallo multi-orgánico.
El nuevo ministro conoce a fondo –como profesional de la docencia y la investigación y como sociólogo– el funcionamiento de esas universidades que siempre están en los primeros puestos de los rankings, de los que tienen a Premios Nobel en sus plantillas. Conoce el valor de la competencia, del mérito, de la eficiencia. Es, por lo tanto, un serio (pero afortunado) peligro para la universidad española, para la CRUE, ese poderoso e influyente lobby de los rectores, que confunden la autonomía de las universidades con el soberanismo y la independencia desde mucho antes de que Artur Mas, Carles Puigdemont, Quin Torra y compañía aplicaran esta ‘pecaminosa’ confusión en la comunidad autónoma catalana.
Pronto la CRUE y la ‘casta’ universitaria en las que se entremezclan todas las ideologías, porque el corporativismo y la endogamia no tienen color, empezarán a conspirar contra él, sobre todo si trata de innovar y modernizar a la universidad española para sacarla del furgón de cola donde ha encontrado su zona de confort. La modorra no solo gusta a los canónigos. Eso no se logra, como bien sabe el profesor Castells, con el actual modelo de gobernanza, que fomenta y protege la ‘apropiación’ de la universidad pública por los intereses gremiales o particulares.
La casta universitaria, aunque se vista de progre, con coleta o rapada al cero, con vaqueros o traje de sastrería, con sebagos o chanclas poligoneras, irá a lo suyo y a defender sus intereses transversales.
Presuma de liberal, clásica, neoclásica o vanguardista, de socialista, de comunista, de antisistema y/o podemita, de centro derecha, de derecha extrema y de extrema derecha, o de nacionalista de cualquier alargada sombra de campanario de cura histérico, tratará, como primera medida, de influir en el nombramiento de una guardia pretoriana que le controle, ‘aconseje’ e impida cambiar las cosas en profundidad. Cambiar algo, sí, pero para que nada sustancial cambie en cuanto al ejercicio del poder omnímodo.
Los rectores españoles, como eximios representantes del corporativismo más rancio y aceitoso, han ido situando a la universidad al ‘margen’ de la ley, de la Ley Orgánica de Universidades. Han conseguido tener el dominio absoluto, sin Montesquieu ni gaitas, sin tener que dar explicaciones a nadie. Han asumido como derecho divino ser a la vez el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial en sus ‘dominios’. Por ejemplo, el Tribunal de Cuentas de España lleva unos quince años recomendando la implantación de una contabilidad analítica, de un control objetivo de las horas de clases y tutorías y de un mayor protagonismo en las tareas de control de los consejos sociales… Y ni puñetero (usan puñetas en sus trajes de solemnidades) caso. Salvo algún caso aislado perfectamente anónimo.
Y eso que la Ley de Reforma Universitaria (LRU, 11/1983 de 25 de agosto) expresa con rotundidad un principio básico: “…esta Ley está vertebrada por la idea de que la universidad no es patrimonio de los actuales miembros de la comunidad universitaria sino que constituye un auténtico servicio público referido a los intereses generales de toda la comunidad nacional y de sus respectivas comunidades autónomas…”, a la vez que establecía la obligatoriedad de la rendición de cuentas a la sociedad.
Su autor intelectual, y manual, fue otro prestigioso sociólogo José María Maravall (Madrid, 1942), ministro de Educación y Ciencia en los dos primeros gobiernos de Felipe González, que experimentó las presiones del establishment. También contaba con amplia experiencia docente e investigadora en algunas de las mejores universidades, como Oxford, donde se doctoró en Sociología, o en las universidades de Warwick; profesor visitante en la de Nueva York y en el Centro de Estudios Europeos de Harvard; en la cátedra Toinker de la Universidad de Columbia… Desde 1981, además, es catedrático de Sociología en la Complutense.
La LRU fue un primer paso en el intento de acercar la universidad pública española a los sistemas de gobernanza que empezaban a cobrar forma en Europa –donde se han extendido, con una mejora extraordinaria de la eficiencia y calidad– pero que eran habituales en Norteamérica. Una de las llaves maestras parta este objetivo fue la creación de los consejos sociales, recibidos de uñas por la mayoría del profesorado. O más exactamente, del mandarinato del statu quo. La LRU y posteriormente la LOU y el texto refundido configuran estos órganos (en los que está representada la sociedad a través de personalidades de reconocido prestigio y diversos sectores profesionales, económicos, sindicales y sociales) como la supervisión (o ‘alta inspección’) de la eficiencia y calidad de todos los servicios, incluido el docente. Además se le encomienda la aprobación del presupuesto, etcétera.
Las presiones llegaron muy temprano, en los 90, hasta el Tribunal Constitucional cuyas sentencias, sobre todo las 131 y la 134 de 2013 confirman la constitucionalidad de los aspectos más ‘sensibles’, como la elaboración/aprobación de las normas de progreso y permanencia por su derivada económica: mientras más se tarde en finalizar los estudios más dinero público se gasta hasta llegar al despilfarro. Pero ese aspecto de la LOU no se ‘estudia’, ni se conoce, ni se acata.
¿Por qué? Porque los rectores, para salir elegidos, tienen que hacer promesas que satisfagan a profesores, alumnos y personal de administración y servicios, y las ofertas son un continuo black friday. Claro que en este ambiente hostil también crecen los gigantes. Son unos pocos, comparativamente hablando, los que consiguen la proeza de salvar el honor y el prestigio de la institución.
Desde luego, cantando el Gaudeamus Igitur vestidos de pontifical pero sin saber ni la letra no se consigue ser excelente, que no es una recomendación sino una exigencia universitaria.
Señor ministro, viva peligrosamente.