Entre el Estado social y el distanciamiento digital
"La brecha digital es un hecho".
Las normas que rigen los criterios de la promoción de los profesores universitarios expresan a las claras que aquellos que presentan resultados en artículos científicos en unas determinadas revistas serán acreditados con mucha mayor probabilidad que aquellos que han intentado generar opinión y se han dedicado con mayor empeño a la escritura de ensayos y libros como complemento de su labor docente.
Esas mismas normas rigen a la hora de sancionar su producción científica cada seis años gracias a la obtención o no de un sexenio que les habrá de proporcionar a su vez beneficios económicos.
Esto está en la génesis del importante deterioro de las tareas docentes en favor de la labor investigadora (que no de transferencia de resultados a la sociedad), y está en el origen y es la causa del desequilibrio actual entre una y otra función (docencia e investigación) en la universidad española.
Por otra parte, la aparición en el tablero de la reforma laboral nos ha hecho descubrir a todos la interdependencia de la política. Y en esta ocasión, como en otras, tampoco los sindicatos han acudido en ayuda de los rectores demostrando que sus intereses no siempre son los mismos. Y es natural que así ocurra: la precariedad laboral que abunda en los contratos de los investigadores jóvenes, y no tan jóvenes, obliga.
La gran revolución de nuestro tiempo, la revolución digital, tampoco ha contribuido a mejorar estas cuestiones. El impacto de la pandemia y de la irrupción telemática en el deterioro de diferentes pilares del estado social es sustancial (además de contribuir a incrementar la sensación de estar en una época distópica). En un breve lapso de tiempo, España ha traspasado la fronteras de la atención personal y personalizada y ha decidido apostar sin contrapesos por su potencial digital (la televida; Adela cortina). Esa revolución no es ajena a la transformación que ha sufrido el resto del mundo. Es cierto que, gracias a ella hemos podido dar clase y organizar reuniones durante estos últimos dos años de pandemia, pero todo ello no debería traer consigo que la aceleración de este momento histórico nos lleve por vericuetos de deterioro social y sin brújula.
De manera que, hoy, la brecha digital es un hecho, y afecta a la educación, pero también a las entidades financieras, a las administraciones públicas y a la salud: una parte importante de la sociedad no se siente capacitada para utilizar las herramientas digitales para hacer la gran cantidad de trámites que hay que resolver.
Por supuesto que esto no estaba en las expectativas de los creadores de Silicon Valley ni de las celebres GAFA. Reconozcamos, en primer lugar, que nada dio tanto impulso a diferentes áreas de la docencia, de la medicina y de la ciencia como la digitalización. A partir de la digitalización se descubrió que las imágenes y sus archivos, por ejemplo, eran los más importantes sujetos que permitían el diagnóstico, y que a este se podía llegar desde varios y diversos ángulos. De este modo, se creó a su alrededor la medicina moderna y sentó las bases de lo que, con el tiempo, serían múltiples secuencias, protocolos y técnicas para diferenciarlos del pasado.
Pero al margen de las grandes ventajas y de los beneficios, que son obvios, las consecuencias que estamos viendo de la digitalización sin control constatan la vigencia de aquella expresión que dice que las cosas no son como empiezan; lo difícil es saber cómo acaban.
Lo que sí sabemos o empezamos a saber es cómo está cambiando nuestras vidas. Los restos de la presencialidad son un recuerdo de que estamos obligados a defender los valores democráticos, unos valores que respeten nuestra cultura basada en las relaciones humanas. Eso no implica que tengamos que volver a las bestias y renunciar a los avances que han venido de la mano de las tecnologías, pero nuestro presente, y el futuro, no pueden estar dominados por una relación dependiente con la tecnología para la que no estamos preparados.